Libro de notas

Edición LdN
En casa de Lúculo por Miguel A. Román

Miguel A. Román entiende la cocina como el arte de convertir a la naturaleza en algo aún mejor. Desde comienzos del milenio viene difundiendo en Inernet las claves de ese lenguaje universal. Ahora abre aquí, los días 12 de cada mes, su nuevo refectorio virtual.

Una paella del siglo XIX

Ferragosto es, ya saben, tiempo de ocio y calores, ambiente poco proclive para llenar una columna mensual.

Por otro lado, notarán los habituales que jamás he nombrado en esta sección, sino de pasada, una de las recetas estelares de la gastronomía y, en especial, de estas calendas: la Paella de arroz valenciana. Ello es debido a la prudencia: la paella valenciana (como también algún otro guiso hispano) más que un plato o alimento, es la base de una religión, una iglesia con sus doctores, sacerdotes y devotos acólitos. Y líbreme San Pascual Baylón (patrón de la cosa culinaria y, encima, de advocación levantina) de tocar el tema so pena, dijera lo que dijera, de ser acusado de herético por alguna facción —o varias simultáneamente- y se dicte una fatwa proponiéndome al suplicio de San Lorenzo, patrón innominado de las barbacoas.

Así que, sumando ambos argumentos, se me ha ocurrido permitirme traer aquí un texto ajeno sobre el particular; pero no uno cualquiera: un divertido y grandioso artículo costumbrista publicado en fecha tan remota como 1859, incluido en la obra colectiva “Los valencianos pintados por sí mismos” y firmado, este episodio concreto, por Pascual Pérez y Rodríguez, valenciano de pura cepa y cofundador y director del Diario Mercantil de Valencia (origen del actual Levante-El Mercantil Valenciano).

Notará el lector que, pese al tiempo transcurrido, las afirmaciones que D. Pascual vierte en lo gastronómico son sensatas y vigentes. Y, de otra parte, la caricatura tampoco nos es tan distante y, al menos a los que peinamos canas (si queda algo que peinar), nos evocan experiencias propias más o menos extrapolables a nuestro entorno.

Por lo demás, y para que los editores de LdN no se vean tentados a escamotearme el magro emolumento que me corresponde, además de la transcripción, adaptando la ortografía y algo de la puntuación a los estándares de nuestro siglo, añado al pie algunas notas aclaratorias, de mi cosecha, para que el mensaje quede con mayor nitidez, aunque recomiendo no se interrumpa la lectura a cada una, sino que se revisen de un tirón una vez leído en su totalidad.

Y aquí les dejo hasta el mes que viene: buen verano.

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EL PAELLERO, guisador de sartenes (vulgo paellas).

¡En verdad que somos los valencianos gente desenfadada y fresca! Estas ardientes imaginaciones meridionales que hierven dentro de nuestro cráneo, y en las cuales vive con mas o menos intensidad una chispa del fuego que creó a Juanes y a Ribalta, como a Ausias March y a Gil Polo, esta fibra tan electrizable y delicada, cuando se trata de apreciar bellezas y entusiasmarse con una inspiración artística o poética, se aflojan y laxan cuando se las obliga a descender a los intereses materiales, de los cuales únicamente la parte que proporciona una modesta subsistencia, o crea algún goce sencillo y poco dispendioso, disfruta el privilegio de fijarnos y atraernos. Así se explica cómo nuestro país(1) cuenta pocos capitalistas, comparado con otras provincias; así se explica cómo, por ejemplo, se encuentra en Cataluña a un hombre, a quien se ve uno tentado de alargar una limosna, y luego averigua que es un millonario; y se tropieza en Valencia con un hombre con todas las apariencias de potentado, y es un simple artesano, y a veces un simple jornalero. En otras partes la riqueza no transpira al exterior hasta que el oro hace estallar las paredes y techos como un vapor dilatado. En Valencia, un capital insignificante juega y retoza en manos de su poseedor, y le hace con frecuencia olvidar el día de mañana. Si a reflexiones hemos de ir, no sabemos de parte de quién está la verdadera filosofía; si de los que arrastran una existencia de privaciones y fatigas incesantes para atesorar y aumentar, o de los que utilizan, aun quizá con sobrada largueza, los bienes de que el nacimiento, la fortuna, o su trabajo los han dotado. Además es forzoso pagar al clima y al temperamento el tributo, del que, bajo otro concepto, se hallan exentos los que tienen la sombra alrededor, quiero decir los habitantes de las latitudes boreales o zonas frías. Para un valenciano es condición indispensable de existencia el deporte al campo… la paella… ¡Paella! nombre mágico y seductor, cuyo timbre suena armonioso y vivificador en los oídos de un verdadero hijo del Turia.

La paella valenciana (sartén) es uno de aquellos esfuerzos del ingenio meridional para inventar un goce peculiar a los hijos del sol y de las flores; goce no limitado por su rareza o subido precio a ciertos alcances pecuniarios, sino mas bien adaptado a las posibilidades más modestas y populares; sin que esta circunstancia le haga perder su mérito; antes bien ella es la que contribuye a realzarlo. La paella tiene fama y reputación, no solo europea, sino universal. Donde quiera que en el extranjero se habla de Valencia, su nombre es inseparable del de la paella. Sin duda el bueno de Alejandro Dumas de ella quiso hablar cuando puso en boca de su Conde de Monte Cristo la revista de los platos sabrosos que había gustado en sus excursiones por Europa, cuando la olla podrida de Valencia, la cual no debió ser otra (con paz sea dicho de la erudición del citado autor) que la paella valenciana(2). Para los que una vez la han probado, es un recuerdo agradable y hermoso; para los que solo la conocen de oídas, es un ensueño, una ilusión dorada. Y una particularidad singulariza y aísla la paella de todo el sistema culinario y gastronómico, y es que solo un valenciano sabe guisarla, solo él posee el secreto de su confección, el cual reside en él, encarnado o identificado, como en los reyes de Francia la virtud de curar los lamparones(3). Y se ha visto, porque a pesar de haberse empeñado muchos extranjeros y en varias ocasiones, en guisar una paella valenciana, aunque diestros por otra parte, y profesores eméritos en la ciencia, han fracasado en sus ensayos; y un paladar experto al momento ha reconocido la mano inexperta, la mano que no era valenciana. Y tampoco consiste esta exclusión en la naturaleza y calidad de los elementos, que entran en la composición de la paella. Un valenciano la condimentará con igual acierto y gusto en las orillas del Sena y del Támesis, que en las del Turia, y entre los hielos de Rusia, que entre los calores de la Guyana, si tiene a mano los artículos tradicionales que la constituyen.

Verdad es que no todos los valencianos saben guisarla; pero también lo es que los únicos que la guisan, lo son; que los maestros en el arte son muchos, y finalmente que entre estos los hay especiales que, dignos del título de profesores, lo llevan con orgullo y desempeñan sus funciones de un modo inimitable.

La idea, pues, de paella envuelve un doble tipo, ambos originales, y tanto que acaso lo sean más que ningún otro de los que brillan en esta galería biográfica. Los tipos son: el paellero y la paella; es decir, el guisandero y lo guisado, comprendiendo en el segundo lo que acompaña a la comida de la paella, rasgos de costumbres populares, croquis animadísimos de travesuras, y cuadros de gran relieve con figuras a lo Goya y Rembrandt. Probaremos a manejar nuestra brocha gorda de la manera menos desairada posible.

El oficio de paellero salta a primera vista que no ha de ser de aquellos que dan al que lo profesa un modo de vivir estable, como el oficio de sastre, de carpintero, etc. Porque ni todos ni siempre están comiendo paellas, ni tampoco todos ni siempre recurren a la habilidad del paellero titulado, pues como hemos dicho, no son pocos los que dominan la ciencia de la paella. El oficio de paellero es un agregado ordinario al de vellutero(4) o zapatero. En efecto, en el seno de estas dos profesiones es donde se ha de ir a buscar los hombres competentes para la resolución de aquel problema, y rara vez se nombra a fulano el paellero, sin que le acompañe la cola de el velluter o sabater(5). Como directores de una función que es esencialmente de broma y bureo(6), ellos son bromistas, y por punto general holgazanes y poco adictos a la lanzadera o tirapié. Cuando escasea el trabajo de su profesión, señaladamente de la primera, son los que antes que nadie son despedidos del obrador: hacen fiesta los lunes, y el resto de la semana entretienen a los demás de la manera que podrá el lector observar en la biografía de esto tipo notable valenciano. Además son, en caso dado, pescadores de caña, tocadores de guitarra, y siempre fumadores y enemigos irreconciliables del Oidium tukeri(7). Con esto cuentan con no escasos recursos para mantenerse en años de penuria, y con el último de la bolsa de los amigos, a quienes hicieron reír en la prosperidad, para que les impidan llorar en la adversidad. El paellero se halla dotado del competente mote o apodo, por el cual es lisa y llanamente conocido, v. g. Betso, el granolero, el tórt de la polla y otros aditamentos de este jaez.

Se ha pretendido por algunos desnaturalizar la paella primitiva valenciana, socolor de mejorarla; así es que la han recargado de artículos, sabrosos y suculentos, sí; pero que la convierten en un guisado o comida cualquiera, destruyendo su originalidad. Lo que estereotipa o más bien fotografía la paella valenciana, separándola del resto de las combinaciones culinarias, es lo siguiente: patos, pollos o gallinas, más bien los primeros; lomo de cerdo, costillas, chorizos, anguilas, tomates y arroz. En algunas ocasiones no falta quien añade cuatro o cinco docenas de caracoles grandes, con lo cual queda cerrado el catálogo sacramental de la paella valenciana. Todo lo demás son corruptelas o intrusiones de gente orgullosa, o más bien envidiosa, la cual necesita de mucho para lucir, no poseyendo la combinación de lo poco y ordinario para obtener el sorprendente efecto que en los demás se advierte.

Una paella (y ahora no hablamos do las aristocráticas, ni tampoco de las que tienen por base media libra de bacalao) se organiza ordinariamente la antevíspera de fiesta, y el número de los congregantes no baja de doce, y pocas veces excede de veinte. La idea brota en un cerebro, frecuentemente en dos o tres a la vez, se comunica y al punto es acogida con entusiasmo. Y como los actores del drama son por lo común artesanos, el día de fiesta inmediato de que pueden disponer es el designado para la función. El paellero, a quien se invita, y que no es raro forme parte de la reunión, despliega en el momento su energía y magisterio, ofreciendo poner a disposición de los escotantes(8) tantas libras de esto, tantas de lo otro, etc., sin salirse de los límites constitutivos de la paella, y dejar satisfechos y contentos a dieciséis individuos por la friolera de seis reales cada uno. Aceptada en el acto la propuesta, se procede sin demora a la cotización, o cuando más, se difiere a la tarde o a la mañana siguiente, a fin de que el paellero tenga espacio de hacer las provisiones y ocuparse de los preparativos indispensables. Aunque hay paellas domésticas, lo ordinario es comerlas en el campo, y la designación del punto donde se haya de verificar es también objeto de seria y detenida discusión. Tanto más lo es cuanto que nuestra huerta abunda en sitios a propósito, que con su soledad por una parte, y por otra con la proximidad de alguna fuente o manantial, y de barracas hospitalarias de donde surtirse de lo que accidentalmente pudiera faltar, y más que todo de algunas tabernas o cantinas sembradas por la vega, convidan a competencia y llaman a los aficionados.

El paellero, bien y debidamente provisto, empieza a menear los trebejos y se dispone a salir airoso de la empresa. Entretanto otra discusión muy seria y grave ocupa a los asociados. Si han de llevar o no mujeres y niños. Los pareceres se dividen; los preopinantes se engrescan; finalmente vence la mayoría a favor de la admisión, con la enmienda de que también se cotizarán a un 50 por 100, es decir, que satisfarán a tres reales por cabeza. Se comunica al paellero la modificación y enmienda, y la cosa marcha.

Como es indispensable oír misa, ha de ser la del alba, y al efecto uno se ha de encargar de despertar a domicilio. A bien que otro de los socios es el sereno del barrio, y en consecuencia el natural despertador, con lo cual cae el telón sobre el drama de la víspera.

A las cinco toda la expedición se halla ya en pie y camino de la iglesia mas vecina, donde se cumple el precepto con la posible devoción, que será bien escasa y fría a pesar de las buenas disposiciones de los cristianos paelleros, los cuales bien necesitan entonces de la aplicación de los méritos del Redentor para suplir lo que el demonio de la distracción ha chupado por su parte. Pero, en fin, tienen misa, que es lo esencial, y un peso menos encima. Si, por ejemplo, la cita es para la fuente de S. Luis, o de Encors(9), congregados los expedicionarios, al salir de la iglesia envían delante a lo que los latinos llamaban con maravillosa propiedad impedimenta (estorbos) es decir, los bagajes, y por ello entendemos, salva la comparación, la turba femenina y los arrapiezos, encargándoles los aguarden fuera de la puerta de Ruzafa(10). Entretanto, capitaneados por el paellero, invaden el mercado y se disponen a equiparse recorriendo los puestos y examinándolos minuciosamente para encontrar género barato; pero son detenidos en su excursión por el exabrupto de uno de los camaradas, quien propone como preliminar, y por vía de estímulo a la tarea que van a emprender, abrigar el estómago con una copa de aguardiente. Pero como para ello sea indispensable proceder a nueva cotización, la mayoría clama, el paellero grita y amenaza abandonarlos, y por un momento reinan la confusión y anarquía. Por fin se transige, adoptando un temperamento medio, vulgo paños calientes: en lugar de tres libras de aceite, la paella se contentará con dos, y la mano del paellero hará el resto.

Entretanto la vanguardia ha salido de la ciudad, y se detiene a aguardar al centro y retaguardia con la impaciencia que se deja discurrir. Sin cesar está destacando emisarios mocosos para anunciar la llegada, y por fin aparecen los esperados Mesías, y juntos emprenden la ruta para el punto de su destino, no sin sendas reconvenciones conyugales que terminan por aquietarse. Bien es verdad que el tiempo gastado en disputas, avenencia y sello de la reconciliación, ha hecho avanzar el reloj hora y media, y el sol calienta ya demasiado; bien es verdad que durante el viaje un muchacho ha caído en una acequia y llenándose de cieno hasta el colodrillo al querer atrapar una lagartija; bien es verdad que a más de mitad de camino se acuerdan que han olvidado el aceite y el azafrán. Nueva barahúnda; nueva pendencia; nuevos reniegos; nuevo alto. Uno se ofrece a ir en volandas y volver con los objetos olvidados, antes que la comitiva arribe a su destino. En efecto, corre y vuelve; pero sucio y desairado, porque al pedir al tendero los expresados artículos, este se ha hecho de nuevas y dice que nada sabe. Entre los oyentes hay una cabeza más inflamable que las demás y se dispone a ir a vaciar las tripas pura y lisamente al ladrón del tendero, de cuya resolución le disuaden los compañeros, sobre todo la noticia que les comunica el paellero, quien dominador del plano topográfico de aquella sección de la vega y de la situación les anuncia la existencia de un tenducho próximo donde, sin necesidad de acogotar tenderos, será fácil suplir y reemplazar lo desaparecido. Al través de estos y otros mil tropiezos y percances, tocan el término de su fatigas entre diez y once de la mañana. Dije el término de sus fatigas, refiriéndome a las del camino; capaces ellas solas de dar al traste con una resignación e indiferencia genial menos a prueba que la de los individuos en cuestión.

La paella (sartén) es un instrumento muy conocido de la generalidad de los lectores; pero entre ellas, en especial las que sirven para el abasto de una cuadrilla de treinta o mas individuos, las hay que alcanzan dimensiones fabulosas, y alguna bien podría, suprimiéndole los bordes, hacer las veces de plataforma giratoria en una estación de ferrocarril. Pocos son los que poseen paellas propias, aun de los paelleros profesos. En cambio los labradores dueños de barracas inmediatas a los sitios de cita ordinaria, tienen una o dos para alquilar, o bien por un precio que se estipula, o bien admitiéndole a la participación del banquete. Este último partido prefieren casi siempre por las razones que luego se dirán. Aún empero, no ha cantado victoria nuestra gente expedicionaria, cuyos trabajos pudieran celebrarse por un bardo desocupado al par de los trabajos de Hércules. Preguntan por la paella de alquiler, y saben con amarga sorpresa que otra cuadrilla se les ha anticipado, y ocupado el mueble(11) en virtud del jus primi occupantis(12). En muchos el término de la paciencia hubiera estallado, si se hallaran a las puertas de la ciudad; pero distantes de allí una legua, la prudencia y el hambre de mancomún les aconsejan estirar la correa del sufrimiento, y dar un ejercicio activo a la gran ciencia del hombre zurrado y apaleado, que consiste en esperar. El labrador propietario de la paella embargada, apunta que a media hora de allí hay otra, y que su dueño es amigo, y que no tendrá dificultad en alquilarla. La adversidad amansa y amaestra, y la resignación es su fruto y consecuencia. Se va en demanda de la suspirada paella, y por fin viene acompañada de un nuevo comensal, que es su propietario, dotado de las más brillantes disposiciones gastronómicas. Paso por alto las escenas desempeñadas por los impedimenta consabidos de arriba, porque ellas solas capítulo de por sí merecían, y constituirían un tipo lacrimoso al par que tremebundo. Paso también por alto el almuerzo, por la única y simple razón que no lo hay; pues los reiterados accidentes y contratiempos han llevado de cuarto en cuarto hasta las doce y media a los paelleros, y precisamente en aquel punto comienza la verdadera operación de la paella.

Descargadas las provisiones, so hace necesario buscar leña para guisar, y los hambrientos expedicionarios, imitando a los troyanos que pinta Virgilio a su desembarco en la playa de Cumas,
Quaerit pars semina flammae / inclusa in venis silicis(13)
se distribuyen en demanda de combustible. Pero es el caso que en nuestra huerta no se deja a la naturaleza un palmo de terreno para que se espacie y brote a su placer; en consecuencia no hay monte: el combustible, pues, se ha de adquirir de contrabando, y nuestra gente campesina vive muy despabilada, lo cual le es fácil, pues a veces todo el terreno de su cultivo lo puede tapar un pañuelo de veinte cuartas. Uno de los muchachos, aguijado por el hambre, se lanza sobre una haz de cañas, y cree haber hecho una hazaña que le valdrá elogios y algo más sólido, pero la solidez pertenece a un mojicón aplicado a su cogote por una mano poco parecida a la mano maternal, y es la del dueño de las cañas, quien además le conduce a su padre para que este le satisfaga el daño causado o por causar. El altercado termina por una transacción, cuyo artículo único se reduce a aumentar en un guarismo más el de los consumidores de la paella.

Hay leña por fin; una zanja o agujero abierto en el suelo, y flanqueado de dos enormes piedras, es el hogar improvisado que ordinariamente se emplea. Las aves están ya desplumadas, las legumbres mondadas, la carne despedazada, el arroz limpio. Enciéndese el fuego; mas no se enciende; la leña es verde, el paellero sopla y sopla con carrillos de trompetero; los ojos le lloran, el gaznate se le añusga y seca; para no ahogarse recurre a la enorme bota reservada para el banquete; los demás, que participan del añusgamiento de garganta le imitan; la bota desfallece; y suena tercera cotización, la cual no ofrece oposición tan grave, porque los oposicionistas han disminuido, sino en número, en derechura de ideas, y en despejo mental. Arde la leña y la paella descansa ya sobre el voraz elemento. Primero se fríe la volatería y demás artículos que de freír son, tras de lo cual entra la delicada y esencial operación del agua para el caldo, operación que revela al paellero legitimo, al paellero sublime. Porque del acierto en la cantidad que ponga, depende el bueno o mal éxito de la empresa: añadir después seria bochornoso, y capaz de desacreditarle para siempre; quitar, imposible; y no obstante, la sabia y prudente combinación del agua y el fuego, han de colocar la paella en su punto, de suerte que la carne, verduras y legumbres estén cocidos sin dureza ni aplastamiento; el arroz blando y tratable, pero manejado de modo que cada grano vaya por su parte. Y para ello el paellero conoce la diversa dureza y penetrabilidad de los varios elementos de la paella, y así los va añadiendo progresivamente según su grado de resistencia, para que todos lleguen al punto final en iguales condiciones de sazón y cocimiento. El fuego se alimenta con inteligencia y mesura, y cuando al finalizar la operación los asistentes dicen: está muy buena y acertada, acompasando la aprobación con adornos significativos, que el diccionario pasa por alto, el paellero disfruta uno de aquellos momentos parecidos a los que debieron disfrutar Torcuato Tasso y Corina, al ser coronado en el Capitolio. A fin que el hervor de la paella vaya remitiendo paulatinamente, sin separarla del hogar, le quita fuego, y cuando lo cree oportuno, asiéndola del mango colosal(14), la coloca en el suelo sobre una hoja de col o berza, sin duda para impedir que el enfriamiento superior reaccione sobre la capa inferior, todavía muy caliente, y tueste el fondo de la sartén, que en nuestro dialecto se llama: socarrarse el arrós.

La paella no se come sin cierto ceremonial. Colocada en el centro del círculo de asistentes, sentados comúnmente en el suelo, o sobre el asiento que su suerte o industria les depara; se clavan las cucharas en rueda alrededor de la sartén y dentro del arroz, formando una especie de empalizada, o caballos de frisa. Aunque es ya regla inviolable, se previene sin embargo por el paellero que nadie avance sino en el terreno que tiene delante, y en marcha progresiva pero no lateral, sin usurpar los derechos ni los torreznos del vecino, si la fortuna se los proporciona. Porque el paellero previsor distribuye el empedrado de la paella en términos que nadie tenga motivo de quejarse de parcialidad o predilección hacia este o el otro ángulo de la misma. El ataque, pues, se verifica simultáneamente por toda la circunferencia; las brechas se abren con regularidad, y los asaltadores caminan al centro vía recta, con mayor o menor velocidad, según poseen más o menos desarrollada la facultad e instrumentos de masticación. Pero la salva debe alternar con frecuencia, a fin de refrescar a los que se hallan fatigados del combate. Dada la señal, clava el paellero en el punto céntrico de la paella un mojón o mendrugo de pan, como una especie de bandera parlamentaria, el cual anuncia la suspensión del ejercicio mandibular, es decir que prohíbe comer hasta que todo el mundo haya bebido. Aunque el cálculo siempre se echa desahogado y lato, pocos relieves quedan para los herederos, y todo el mundo hace honor a los conocimientos y habilidad del guisandero. Cierra comúnmente la paella, o bien un frito de embutido y lomo, o simplemente una ensalada y postres.

El labrador dueño de la paella, el que indicó la existencia de esta, el propietario de las cañas y autor del mojicón de marras, son tres convidados por fuerza, y desempeñan su cometido como quien sabe que no se encuentran paellas tras cada esquina. El segundo, en cuyo territorio se celebra el banquete, mientras el paellero suda y brega con su buena o mala suerte, indica a la cuadrilla una higuera que hace sombra a la puerta de su barraca, y brinda a todos con terrones de azúcar, que no higos, poniéndolos a su disposición con rústica franqueza. No se lo hacen repetir: de tropel se encaraman los más ligeros, y empiezan a sacudir las ramas, para que caigan las maduras brevas, que se reciben en gorras, delantales y pañuelos. Pero es el caso que la sazón se halla algo atrasada, y los higos son hermanos mellizos de los de mármol o alabastro, que se ponen sobre los papeles en los escritorios y bufetes de curiales y literatos. Su gusto es un enigma, y el terrón de azúcar un acto de fe; pues la realidad es un sabor de esparto agrio, con un dejo de almendra amarga. No obstante, los convidados se dan un atracón, el cual, recayendo sobre los tientos preliminares dados a la bota, les quita el apetito, y el maligno labriego, cuyo desinterés y liberalidad chocan a primera vista, utiliza la inapetencia general para regalar a sí y a los suyos; porque, la paella queda a mitad, el paellero desairado y renegando, y el mueble, todavía decentemente provisto, toma el camino de la barraca para solaz y huelga de la familia hospitalaria, la cual hace la razón a su turno a salud de los tan delicadamente engañados malandantes paelleros.

El referido episodio no es sino una variante del tipo, el cual en lo esencial queda ileso e íntegro, porque las reglas, y si así se pueden llamar, los estatutos que lo organizan, son observados con exactitud y respeto tal, que es de esperar sobrevivan aún largos años sin relajación ni alteración, a la ruina de los demás tipos valencianos.

Pascual Pérez y Rodríguez.

Fuente: Los valencianos pintados por sí mismos. Ejemplar impreso en Valencia en 1859. Digitalizado y disponible en Google Books

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Notas del transcriptor:
(1) Se refiere al “país valenciano”, evidentemente.

(2) La cita en cuestión, del Cap. XL: qui a successivement vécu avec du macaroni à Naples, de la polenta à Milan, de l’olla podrida à Valence, du pilau à Constantinople, du karrick dans l’Inde, et des nids d’hirondelle dans la Chine.
Dudosamente Dumas, impenitente viajero y avezado gourmand, confundiera el nombre y sustancia de ambos platos. En ese fragmento, el novelista francés tira de lugares comunes y conocidos de su público, y la “olla podrida” (que no traduce al francés) era uno de los platos emblemáticos y míticos de la cocina española aunque, ya a la fecha, era sombra de lo que fue y confinado a zonas de Castilla. Por otro lado, Alejandro Dumas visitó España precisamente al año siguiente de publicarse El conde de Montecristo, además sin pasar por Valencia. Así que me temo que esta afirmación es solo fruto del entusiasmo patrio del autor del artículo.

(3) Lamparón o escrófula, inflamación tuberculosa de los ganglios del cuello. Existía la leyenda de que algunos reyes franceses la podían curar con solo tocar al enfermo.

(4) Vellutero: el que fabrica y trabaja la felpa, del val. velluter y este de vellut o velludo, nombre antiguo de dicho tejido. En el original figura castellanizado como “villutero” pero tengo para mí que fue errata del impresor.

(5) Sabater: (val.) zapatero.

(6) Bureo: Ocio, diversión. Es palabra castellana, hoy en desuso.

(7) Oidium tuckeri: Agente del oídio, plaga de la viña. Quiere decir que les disgusta la escasez de vino.

(8) Escotantes: dicho jocósamente, que pagan “a escote”, esto es: a partes iguales.

(9) Así en el original. Se refiere a la actual Fonteta de Sant Lluis y la Font d’en Corts, que eran manantiales en zona de huerta al sur de la capital valenciana, hoy Quatre Carreres.

(10) Puerta de Ruzafa. Puerta monumental en la muralla de la ciudad que daba salida al camino que conducía al municipio y huerta de Ruzafa. Fue demolida en 1865. http://arquites.wordpress.com/2006/09/22/puerta-de-ruzafa/

(11) Mueble: se refiere a la paella, sartén.

(12) Ius primi occupantis: realmente existió esta figura en el derecho romano, entiéndase como “el primero que llega se lo queda”.

(13) La Eneida, libro VI: “Buscan la semilla del fuego confinada en las venas del pedernal”. La cita original no dice “inclusa” (confinada, contenida) sino “abstrusa”, escondida, lo que supongo una errata atribuible a que la escribiera de memoria el autor, reputado latinista aunque fuera solo por haber sido ordenado sacerdote, aunque a la fecha del escrito había colgado los hábitos.

(14) Las paellas de entonces tenían un mango largo y único, como las sartenes “normales”, de tamaño proporcionado al recipiente. Los diseños con varias asas ya se empleaban entonces, pero su uso no se generalizó hasta el siglo XX.

Miguel A. Román | 12 de agosto de 2013

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