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En casa de Lúculo por Miguel A. Román

Miguel A. Román entiende la cocina como el arte de convertir a la naturaleza en algo aún mejor. Desde comienzos del milenio viene difundiendo en Inernet las claves de ese lenguaje universal. Ahora abre aquí, los días 12 de cada mes, su nuevo refectorio virtual.

Auge y caída de la patatas bravas

(Nota preliminar: el Carnaval –con mayúscula inicial aunque la Fundéu diga que no- es temporada de crítica y chufla, hecha con desenfado y sin acritud)

En gastronomía, como en toda concepción humana, hay imposturas, falacias y patrañas. Artificios que bajo el embozo de plato paradigmático pretenden ser el sursuncorda de lo culinario y logran embelesar a muchedumbres y recibir halagos, odas y panegíricos.

Por ejemplo, hace ya algunos años se puso de moda un desatino con el sugerente apelativo de “cóctel de marisco” y no había palacio ni chabola, chiringuito ni templo gastronómico donde no te endilgaran una versión del mismo como si te ofrecieran el santo grial, cuando, en general, la abstrusa composición apenas amparaba un doloso plagio del ceviche colombiano “cóctel de camarón”, pero donde el singular artrópodo criollo era suplantado por gambas congeladas en el supuesto más favorable; banales langostinos precocidos, insípidos y decadentes, en el más común; y el surimi malnombrado “palitos de cangrejo” en los casos ya rayanos en el delirium tremens; material, fuese el que fuese, inmisericordemente ahogado en una mezcla de mayonesa y kétchup, ambas salsas con evidente origen de garrafón.

Pero a la gente le gustaba; o eso o nadie se atrevía a reconocer públicamente que el emperador iba en pelota picada, tal vez porque nunca se supo detectar en qué momento se le cayeron los ropajes a los pies.

Y es que, normalmente, estos fiascos nacen bienintencionadamente, a raíz de recetas y preparaciones honestas, basadas en la tradición y la calidad, pero que sufren un proceso de popularización desmesurada, vulgarización y encanallamiento, para precipitarse al fin a un abismo de bajezas gastronómicas inenarrables.

Me temo (y cuento con pruebas tanto documentales como sensoriales) que ese cáncer ataca desde hace años a uno de los platos que mejor ha definido la muy hispana cultura gastronómica del tapeo, y en particular de la Villa y Corte de Madrid. Hablo (como ya habrá deducido, aunque solo sea por el título del artículo) de las renombradas “patatas bravas”.

Pero, empecemos por el principio, como es de Perogrullo.

Revisando los anales, las patatas bravas o “a la brava” debieron nacer (al menos la denominación) probablemente en el Madrid de posguerra, como tarde en la segunda mitad de los 50. José del Corral, en “Ayer y hoy de la Gastronomía Madrileña” (1987), las ignora completamente aun cuando cita a una decena de autores y casi una cincuentena de recetas de genuina raza madrileña (nombra “de pasada” unas “patatas chamberileras”, pero no me consta parentesco con lo que ahora tratamos), aunque llama la atención sobre las patatas “soufflés”, esas que se hinchan y de las que dice que fue la cafetería “Suflé” (C/ Virgen de los peligros, 8) la pionera en servir patatas fritas no como guarnición sino como tapa o plato autárquico.

Su origen o inspiración directa se desconoce; sin embargo, fue Ángel Muro, autor del icónico “Practicón” de 1893, el que avisa que “cualquier salsa, cualquier aliño, conocidos o por conocer, convienen a las patatas, […] incluso con sebo y con azafrán, que es como las gastan los pobres de Madrid”.

Un visionario Ángel Muro, pues el caso es que una de las primeras menciones explícitas documentadas la hace quien fuera insigne periodista D. Luis Carandell, en su obra “Vivir en Madrid” (1967) donde explica que “las patatas bravas, que en algunos sitios se llaman «patatas a lo pobre», son patatas fritas con salsa picante, como uno se imagina que los pobres comerían las patatas, es decir, untando pan en la salsa”.

Para entonces ya había varios locales en Madrid cuyo mayor atractivo eran estas patatas, destacando La Casona, en calle Echegaray, Docamar de plaza Quintana, desde 1963 y, por supuesto, las del “callejón del Gato” (Calle de Álvarez Gato), casa que tenía el nombre original de “Vinícola Aurora Barranco” pero que es registrada desde 1960 bajo el nombre oportuno de “Las Bravas”.

Muy probablemente en aquellos días merecía la pena hacer cola para degustar una patatas primorosamente fritas cubiertas por una salsa honrada.

Para los años 70 la moda se había extendido y llegado a Barcelona, y el detective-gastrónomo Pepe Carvalho (criatura de Vázquez Montalbán) la incluye en el paisaje decadente que se respira en la Barcelona de “La soledad del mánager” (en 1977, pero en el diario La Vanguardia ya se mencionan en 1974, Max Aub en el 71 y el recetario de Gloria Rossi en el 75). Sin embargo, aunque la base permanece, las “patatas bravas” de la Ciudad Condal se cubren (normalmente) de una salsa mucho más popular: el alioli, como permanecen en “Casa Tomás”, el local más emblemático de aquella urbe en este aspecto. (Y, al hilo de esto, nunca he entendido por qué los barceloneses renunciaron a la denominación de “patates amb all i oli”, muchísimo más antigua, arraigada y tradicional, avalada y alabada por grandes gourmets catalanes como Néstor Luján, Joan Perucho, Joseph Pla o Xabier Domingo, y la sustituyeron por ese nombre de “bravas”, a mi entender foráneo, inapropiado y confuso. Se empieza así y se acaba con ESTO)

Lo que podemos considerar la consagración del plato, su elevación a los altares, tiene lugar mucho tiempo después, hacia el año 2000, cuando un barcelonés discípulo avezado de Adriá y afincado en Madrid, Sergi Arola, hace una recreación de alta cocina, fusionando la salsa brava madrileña con el all-i-oli catalán y rellenando con ambos geles un cucurucho cilíndirico de patata “confitada”.

Pero este sublime canto del cisne era solo un síntoma más de que la que fuera señera tapa ya estaba herida de muerte, y los últimos exploradores que me acompañaron a penetrar en el que una vez fuera el hábitat natural de la bestia, coincidían en que la especie original estaba extinta. Yo así lo certifico, tras varios dolorosos experimentos.

Porque mi problema (por no decir “el” problema) no está tanto en las patatas bravas en sí como en “las mejores patatas bravas”; y es que todo madrileño que se precie de ser hijo de vecino, tajantemente afirma conocer el sitio donde te ponen “las mejores patatas bravas de Madrid”, y cuando uno, intentando defender lo que le queda de paladar –que lo estomacal ya se perdió en similares batallas-, excusa que no le entusiasma el plato, te responden inequívocamente: “eso es porque no has probado estas”.

Evidentemente no he consentido en catar cada versión de las más de 20.000 empresas de hostelería y restauración que ahora mismo sirven esta especialidad en la comunidad capitalina. Ni cuerpo que lo resista. Pero un muestreo que considero estadísticamente aceptable es francamente desalentador.

Para empezar, llego a dudar de que exista algo concreto que podamos llamar “patatas bravas”, toda vez que no se conocen dos establecimientos que sirvan un producto siquiera similar, e incluso juraría que en el mismo sitio muta la receta en cuestión de semanas.

La diversidad de fórmulas salsarias en sabor, color, textura, intensidad picante, salinidad, y resto de parámetros organolépticos me llevan a pensar que la “salsa brava” es un fenómeno similar al del curry indio, esto es: que no existe. A vuelapluma me he entretenido en recopilar la ingredientología más extendida y aceptada, viniendo a incluir tomate, pimiento rojo, cayena, ajo, cebolla, chalota, pimentón, mayonesa, kétchup, alioli, salsa de soja, limón, vinagre, mostaza, vino blanco, caldo, harina, pimienta (blanca, negra y rosada), perejil, comino, huevo, aceite de oliva o girasol, jamón, azúcar, leche, menta, clavo, regaliz, esencia de Pasiflora oficinalis, goma garrofín, alfa-tiotimolina, dipropio-glicolbenzo-metapiridina y cesio-137, entre otros.

Y todas (escúchenme bien: ¡todas!) son “la auténtica”. Porque, en realidad, para ser “la auténtica salsa brava” solo hay que cumplir dos condiciones: ser “la de los bares” (es obvio que ninguna salsa casera puede ser auténtica) y ser “un secreto”; mejor todavía: que esté legalmente patentada. Pues una de las obsesiones de quienes manejan el tema es el de patentar la fórmula, como la de la Coca-Cola, y se dice que el primero en hacerlo fue un tasquero de calle Toledo, titular de casa Pellico (no consta), también que la tiene patentada la sociedad que regenta “Las Bravas” con el expediente M0357942, aunque, a lo que he podido averiguar, dicho expediente ampara solo al nombre comercial del local. En definitiva, la única que fehacientemente he podido encontrar en el registro de patentes, es la que figura bajo el expediente P200202433, resuelto favorablemente en 2006 y que se describe en esta forma:
Salsa especial patatas bravas. Esta salsa, a diferencia de las demás, posee un sabor muy agradable y suave. Al no llevar tomate como las tradicionales no fermenta. Sus ingredientes son:
Cinco litros de mahonesa ya preparada.
Cien gramos de ajos.
Cien gramos de pimentón picante.
Doscientos mililitros de kétchup.
Doscientos centilitros de agua.
Todos estos ingredientes se baten hasta obtener la salsa mencionada. Por sus componentes de fácil preparación y larga duración posee un agradable sabor y es muy apta para su comercialización.

Ya saben: ni la intenten, está patentada.

Aunque no está tan claro que, como figura en el citado expediente, las “tradicionales” lleven tomate (y nótese que la descrita incluye kétchup, una salsa con base de tomate). De hecho una de las controversias más enconadas entre los patatobravólogos es la de si “la auténtica” lleva o no tomate, toda vez que debe ser de color anaranjado (y no rosado), lo que probaría que no lo lleva. Bueno, no me meto en lo de la brava, pero todos los que hemos hecho salsa casera de tomate natural (ya quedamos pocos) sabemos que los tomates tienen un pigmento amarillo bajo la piel (luteína), por lo que, si no los pelas (técnica desaconsejable, pero harto frecuente), el sofrito sale de un precioso color naranja. Demostrable.

Pero, en fin, el lado más sórdido de todo esto viene precisamente de la asunción de que aquí lo que importa es la salsa, y deja al tubérculo como un oscuro comparsa que nada pinta en todo esto más que aportar un soporte físico resignadamente necesario.

Y eso, más que un error, es un crimen de lesa humanidad y un insensato desconocimiento del fundamento de la extensa y muy cualificada familia de excelsas tapas patatiles que habitan por toda la geografía hispana: ya sean las refrescantes “papas aliñás” andaluzas, como la canaria “papa arrugada” con mojo picón (no “arrugá”, por Dios), el entusiasmante cachelo gallego llovido de pimentón y aceite, las camperas, panaderas, etcétera, diera el más lerdo en que la calidad intrínseca de la solanácea y un exquisito tratamiento son la auténtica base física y espiritual del plato.

Constato con horror que está ampliamente difundida la opinión de que la patata para “bravas”, antes de freírla se cuece primero en agua, “para que quede tierna”. Me temo que ese dislate ramplón es solo un subterfugio alevoso para saltarse la fritura lenta, prolongada y a baja temperatura, con un final “subido”, que es lo que realmente da como resultado una virtuosa patata subfrita, mórbida en sus entrañas pero dorada y crujiente en la interfaz.

Y, por supuesto, partiendo de una patata fresca, natural, de carnes ebúrneas, y no de los tristes cadáveres congelados “prefritos” de que se proveen buena parte de los locales de medio pelo, patéticos fantasmas que absorben grasas de fritura infames y que llegan a la mesa con un regustillo a cárter de tractor que mal se intenta disimular aumentando los scovilles de la salsa que cubre sus vergüenzas.

Es posible que aún quede en el mundo un edén, un oasis, un shangri-lá de las patatas bravas soberbias y populares que vieron nuestros mayores; pero, créanme, soy escéptico: se trata de una leyenda urbana. Y, huelga advertirlo, no me venga con que es que “no he probado las buenas”, usted tampoco.

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El dogma de las patatas bravas
Gastronomía y Cia
Receta de Arola en Madrid Fusión
Comentario a la receta de Arola

Miguel A. Román | 12 de febrero de 2013

Comentarios

  1. Apicius
    2013-02-12 12:41

    Un escrito perfecto tanto en la información que aporta, como en su comentario sobre las patatas bravas, hay 100.000 formulas y todas son la verdadera, pero la verdad que pocas veces se degustan, buenas, fuera de casa, y no porque las de casa sean las autenticas, sino porque se hacen al gusto de los comensales.
    Al 100% de acuerdo, la patata hay que confitarla en aceite y luego darles el subidón final para crear una fina costra.
    Gracias por deleitarnos, a mi por lo menos me deleitan sus escritos.
    Que pase buen día a pesar del gobierno.
    Saludos


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