Libro de notas

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Ánfora de Letras por Max Vergara Poeti

Apuntes de viaje, recorrido en bote o hidroavión por el Amazonas literario. Imágenes desde el Jardín de Corifeo, lecturas recomendadas por Zenódoto de Éfeso. Max Vergara Poeti es escritor y traductor. Ha colaborado para diferentes revistas culturales y literarias de Colombia e Italia, sus dos patrias, asimismo como de otros países Hispanoamericanos.

Beijing

Boicot de los Juegos Olímpicos, Tíbet, niños perdidos por la ley de un solo hijo cuyos padres aún buscan, venta ilegal de menores, una economía despampanante contrastada con una espantosa pobreza: estas son algunas de las facetas negativas que, desde hace un tiempo, se ventilan acerca de China, y no por ello se salva su capital, Beijing.

Hasta hace poco, luego de tantas luchas, las aerolíneas occidentales han conseguido la aprobación del gobierno chino para volar directamente desde nuestras capitales (Delta, la última en lograrlo, desde Atlanta), quitando así, al monopolio de Air China, una tajada del pastel. Quizás, también, sea una estrategia para deleitar a la opinión pública internacional en preparación y despliegue de los Juegos Olímpicos.

Beijing es una ciudad congestionada: no al estilo de Nueva York o Ciudad de México o Madrid a ciertas horas. Beijing se compara a Bangkok y a Yakarta en movilidad. Me esperaba encontrarme con una ciudad llena de bicicletas, como tantas veces nosotros de este lado del mundo creímos con tanta propaganda de la Revolución Cultural, pero no fue así: el tráfico de automóviles, autobuses y camiones es la constante pesadilla. Nuevos proyectos urbanísticos del más alto nivel, en los últimos años, se desarrollan en Beijing. Nuevas autopistas, nuevos edificios… Le he seguido el pulso a estas cirugías plásticas con mucha atención sólo para comprobar que en el fondo, con edificios alucinantes, la ciudad sigue siendo la misma. La nueva arquitectura de Beijing es sumamente vacía, incluso la que supuestamente deslumbrará al mundo cuando la pira olímpica se encienda. Hay algo grandilocuente, a lo Albert Speer, que me disgusta. Así pues, hablemos de Beijing.

Desde épocas remotas, los mismos chinos querían alejarse de Beijing. Un notable proverbio chino lo confirma: “Las montañas son altas y el Emperador está lejos”; algo extraño, sin duda, porque pienso lo contrario. Sin embargo, Beijing es la muestra del lujo y el bienestar mínimo de China (Hong Kong, y ahora, el súper turístico Macao, son cosas bien distintas); en Beijing están los mejores restaurantes y los más palaciegos hoteles. Quien llega a China por Beijing y después hace algún recorrido por el país queda con la impresión de que, en efecto, la China es una nación riquísima.

Beijing tiene 16.800 kilómetros cuadrados incluyendo el área metropolitana, es decir, tiene casi el tamaño de Bélgica y es más grande que Jamaica o Puerto Rico. Tras aterrizar en el aeropuerto (a 27 kilómetros del centro de la ciudad), Juan Felipe y yo notamos enseguida el orden del trazado arquitectónico y, algo que no nos esperábamos en un país donde la gente acostumbra a escupir en la calle: su notoria limpieza. Los nombres de las calles son compuestos, largos diría, como “Chongwenmenwai Dajie” que significa “avenida” (por Dajie), “de fuera” (por wai) y “de la Puerta de Chongwen” (por Chongwenmen); las cosas se complican a veces cuando cambia la terminación, “Chongwenmennei”, ya no por fuera, sino por dentro de la muralla. Una de los mayores tropiezos para ubicarse se debe a la forma como una avenida cambia y cambia de nombres a lo largo o ancho de su extensión. Es difícil seguirle el pulso a la malla vial de Beijing. Lo sorprendente (que muchos urbanistas iberoamericanos jamás comprendieron, pero sí los chinos), es el esquema perfecto de los cuatro anillos viales (París, algo de Londres y Madrid) que se cierran uno a uno sobre la ciudad, y un quinto periférico. Ahora, tras mencionar el lío con las calles, merece de paso decir que iguales confusiones se presentan con los nombres de los chinos, que son cuatro y muy difíciles, y a más de uno, por confusión y mala elección entre las opciones de una tarjeta personal, hace ruborizar.

No me extenderé sobre los puntos turísticos de Beijing, pues está claro que las agencias turísticas de la ciudad y en nuestros países son más eficientes en este aspecto. Me interesa, aún más, contar lo que la guía Michelin y las agencias jamás dicen.

Uno de los grandes problemas de una urbe como Beijing, es el smog, claro, pero más grave aún es el tabaquismo, a mi parecer. Que Mao y Xiaoping fumaran empedernidamente era cosa de ellos, pero en la China de hoy éste puede ser un problema para el turista. Ya se han tomado medidas en la capital, pero aún así la batalla ha sido y será larga. La tragedia se presenta, por ejemplo, cuando alguien se desplaza en un taxi cuyo conductor fuma sin parar. En el interior del país, esta situación empeora; los autobuses regionales son auténticas cabinas de humo, igualmente los vagones de trenes y los sitios públicos. Algo que nos impresionó fue como en una carretera se lanzan indiscriminadamente colillas desde los coches y autobuses sin precaver siquiera a dónde irán a parar; efectivamente, cuando íbamos a visitar las tumbas de Ming una hora al noroeste de Beijing, dos colillas, en distintos tramos, golpearon el parabrisas del coche en el que íbamos. Creo que China puede ser también la pesadilla para un fumador, por ser un gran cenicero donde abunda el humo tóxico y las colillas. A fin de cuentas, el tabaco chino es muy barato, libre de impuestos.

En Beijing se habla el “putonghua”, un dialecto que nació en la ciudad, pero que el comunismo impuso en provincias tan lejanas como Xingjian y Guangxi. Un profesor de idiomas me explicó, sin titubeos, que en efecto el chino que se habla en todo el país es el “putonghua”, puesto que el mandarín, cantonés y demás son apenas “dialectos”. Al “putonghua” los chinos lo llaman “guoyu” (lengua nacional) o “zhongwén” (chino). Sin embargo, una de las cosas más cómicas de Beijing (entre tantas), para quien habla y escribe fluidamente en inglés, es el bien llamado “Chinglish”. En la ciudad, vimos para nuestro horror avisos como “Risky Investment Co.” (no quisiera llevar mi dinero allí por nada del mundo) y “Cockroach Palace Chinese Food” (no creo que sus dueños sepan lo que es higiene), o en un pocketbook local en inglés/chino, con diccionario incluido, Juan Felipe encontró esta perla, en nada un lapsus linguae del corrector: “This list is very useful for the using”: siempre es mejor redundar. Enviar por correo una carta implica que el dependiente pregunte: “To where are you sending the project?” (¿Hacia dónde enviará el proyecto?”), o fijado en la puerta de un baño, con mucha soya local, aparece: “Please don’t take the odds and ends put it into the nightstool” (traducido literalmente como “por favor no tome las cosillas sin importancia póngalas en la silleta de noche”), pero que se interpreta como “no tire objetos de sus bolsillos en el retrete: use la cesta”. Siguiendo la misma línea, un hotel económico proclamaba: “Safety Needing Attention! /Be care of depending fire / Sweep away six injurious insect / Pay attention to civilization” (¡La seguridad requiere atención! / Cuídese del fuego suspendido /Barrer lejos seis el insecto pernicioso /Preste atención a la civilización”). En una parada de autobús leímos “Be careful not to be stolen”, sin que supiéramos si se refería a nosotros o a nuestras pertenencias. En los museos, los carteles son de este calibre: “Do not stroke the works” (o “no choque las obras”), y así sucesivamente, todo muy proverbial. Sin duda, hoy en Beijing todo el mundo habla chinglish y por ello no hay que tomar todo lo que se lee y escucha tan literalmente, aunque a veces es mejor estarse atento.

Otro problema son los cobros al turista: algo que es tan frecuente en otras partes del mundo, se distancia de la regla general, pues en Beijing y el resto de país, es un negocio permitido. Hace un tiempo, incluso las aerolíneas chinas cargaban un 50% extra al precio de los boletos aéreos de todos los occidentales (hay que estarse alerta). Algunos hoteles conservaban la práctica, y museos y sitios públicos, que forzan al viajero a pagar más de diez veces lo que paga un ciudadano común y corriente poniendo a cada cual en filas separadas. Para entrar en la Ciudad Prohibida, por ejemplo, cientos de vendedores callejeros insisten en vender un plan “all-inclusive” (tipo Club Med o Sandal’s, se imagina uno) para ver cada esquina del fuerte, y en restaurantes y almacenes pequeños, la cosa sigue igual. Así, los extranjeros, frente a ciertos oportunistas chinos, seguiremos siendo objeto de cobro por “obligación nacional”.

El crimen abunda ya no tanto en Beijing como en otras ciudades; va desde la comida (que puede ser realmente criminal con la salud), hasta los ladrones comunes. Dependiendo del delito, la pena aumenta para el infractor, y los extranjeros no se salvan. La cárcel de un delincuente (como si fuera un hotel) la pagan sus familiares, y si el imputado es condenado a la pena máxima, también el Estado le pasa a sus dolientes la cuenta de cobro por la bala.

Los hoteles pueden ser otra jaqueca. Por fortuna, nosotros teníamos nuestras reservas. Pero hablando con otros turistas, pudimos sacar varias conclusiones: cuartos de baño que comparten los mismos sistemas de ventilación, tapetes requemados por tanta ceniza de cigarrillo y paredes sombreadas por el humo, alarmas contra incendios que no funcionan y son nidos de cucarachas y arañas, televisores inservibles (así como las duchas y neveras: no es por menos que las primeras horas del turista en Beijing sean junto a un reparador de electrodomésticos en su habitación de hotel); llamadas de la recepcionista del hotel tarde en la noche preguntando por “Mr. Xing” y después por un tal “Lao” y adentrada la madrugada por la “señorita Wang” y “si el huésped la ha visto”; o el asunto con el agua caliente (que no experimentamos nosotros por alojarnos en el Peninsula Palace), “servicio de 6 a 8 a.m.”: cuando alguien va a tomar su baño a las 7:45 y abre el grifo, solo obtiene humo y siseo en el mejor caso, mientras que en los peores queda atónito ante el chorrito de agua hirviente como café cerrero. También, según la temporada, están los problemas con los mosquitos, y ciertos hoteles con bares que, hacia las 10 p.m. encienden amplificadores y dan una noche de karaoke en mal inglés al extranjero. Y si alguien tiene una queja, entonces más vale que no vaya con el encargado, pues no lo encontrará en la oficina ya que probablemente se habrá unido a la fiesta y estará cantando alguna canción de los Pet Shop Boys o Billy Idol.

Ahora, con los Olímpicos en marcha, se estrenará la nueva Ópera de Beijing, el huevo de cristal del más fantoche diseño que jamás hemos visto. Desde hace unos años, después de tanto Hermanos Marx, la Pandilla de los Cuatro y el Ballet Rojo (esto era lo que los chinos llamaban “ópera”), los clásicos regresaron al país del opio. ¿Será cierto, como se ufanan muchos y especialmente Cathay Pacific, que Marco Polo fue quien fue por su viaje a China? Nunca se sabrá a ciencia cierta. La ópera china es cosa especialmente particular: seis o siete horas de soprano, baile, monólogos, pantomima, acróbatas y más danzas, todo por un mismo precio. Por lo general, hay cuatro personajes casi siempre: sheng, dan, jing y chou. Los “sheng” son los papeles principales de los académicos, los oficiales, los guerreros y parecidos. Los “dan” son los papeles femeninos, pero en un país machista como China, generalmente los “dan” exhiben galantemente sus facciones varoniles y sus sexos abultados bajo los apretados pantalones. Los “jing” son los papeles con las caras pintadas que representan guerreros, héroes, aventureros y demonios, y el “chou”, quizá el más simpático y refrescante, por supuesto, es el clown. Lo llamativo es el vestuario y el maquillaje, sin duda, pues la música china es demasiado estridente (muchos agudos) y el lenguaje, incluso para quien entienda chino, bastante arcaico. La acción de las obras, generalmente, sigue un patrón específico: batallas entre los “dan” que rematan en acrobacias de los “jing” del tipo Circo del Sol y viceversa, cantos y más bailes, y un poco de acrobacias finales al son de los tambores; nada que envidiarle, en últimas, a un andén del metro de Beijing en las horas punta.

Beijing es mejor recorrerla en bicicleta. Dados los embotellamientos, el sinsentido de muchas calles y el carácter peatonal de otras, es quizás la mejor opción, a pesar del aire contaminado. Por lo general, un taxi o va demasiado aprisa como para poder apreciar la ciudad, o demasiado lento como para marear al pasajero con los gases del tráfico y el cigarrillo del conductor. Los paseos turísticos en minibuses, por la demanda, son bastante chapuceros y costosos. Y sin embargo, un recorrido en bicicleta también puede ser, en ciertos casos, un dolor de cabeza. La vida de Beijing, a fin de cuentas, no está en los museos o los hoteles, sino en sus calles. Difícilmente, cuando los vientos corren, podría ver un turista a los chinos en acción: elevando barriletes en la Plaza Tiananmen o los jóvenes ad portas del Palacio Imperial, en la tarde, con sus bailando rock al son de sus aparatos portátiles; o también los vecinos de algún sector jugando cartas y charlando bajo la luz del alumbrado público. Una bicicleta puede mostrar al dentista quien, campante en una acera, ha instalado su consultorio a la intemperie y extrae en vivo y en directo una muela; o al barbero que desocupa el barreño de jabón en la alcantarilla frente a su negocio; o los vendedores de aves exóticas, con mil jaulas colgando de sus cuerpos (Juan Felipe contó treinta y siete jaulas atadas a un hombre encorvado que quedó entre nosotros para siempre como “el hombre jaula”), ofreciéndolas como pregoneros. Los peligros de la bicicleta son muchos: a menudo, por ejemplo, las vías especiales para su circulación son invadidas por coches y camiones. Cruzar intersecciones inmensas debe hacerse por dosis, preferiblemente al tiempo del fragor de motores. Y si ocurre un contratiempo técnico, los talleres de reparación de bicicletas abundan como los semáforos. Las mayores discusiones de tráfico en Beijing no son por coches que se chocan, sino por bicicletas que se cruzan. El recorrido por la Ciudad Prohibida solo se justifica, de verdad, en bicicleta. Y además, las alquilan por toda la ciudad a precios módicos y según el modelo; hasta en los hoteles.

Mucho se queda por fuera, por cuestiones de espacio, pero básicamente esta es mi mirada a Beijing, una ciudad hecha y haciéndose permanentemente; la Beijing de los Juegos Olímpicos de este verano, que en el fondo, por más maquillaje que se le haya aplicado, sigue siendo auténticamente la simpática Beijing de siempre.

Max Vergara Poeti | 04 de julio de 2008

Comentarios

  1. Miguel
    2008-07-04 18:37

    Sin duda Beijing, pese a nuestros temores occidentales, es una ciudad inquietante por sus muchas caras. Me parece una perla este artículo, con grandes dósis de humor (como siempre del autor) y mucha información valiosa tanto para quienes se irán a los Juegos como para quienes quedamos aquí. Lo que más me gusta es cómo la experiencia personal siempre se objetiviza, sin caer en los romanticismos o peculiaridades del mismo autor. El párrafo sobre el idioma chino es valiosísimo, pues contiene una aclaración indispensable; y las percepciones sobre el “chinglish”, que se incluye ahora al “spanglish” y demás que ya tanto conocemos. La mirada a la ópera china también es significativa: ya alguna noción tenía yo sobre ello.
    Nada más por decir, nuevamente gracias al autor por este excelente artículo.
    Saludos.


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