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Ánfora de Letras por Max Vergara Poeti

Apuntes de viaje, recorrido en bote o hidroavión por el Amazonas literario. Imágenes desde el Jardín de Corifeo, lecturas recomendadas por Zenódoto de Éfeso. Max Vergara Poeti es escritor y traductor. Ha colaborado para diferentes revistas culturales y literarias de Colombia e Italia, sus dos patrias, asimismo como de otros países Hispanoamericanos.

El Dorado

Fue un aborigen que, estando en Quito, comentó que en las antiguas tierras meridionales de Chiminigagua, había un príncipe que lanzaba toneladas de oro en ofrenda a los dioses de la laguna. Los conquistadores españoles ya habían escuchado diversas historias, pero la posibilidad de que ésta sí fuera cierta revivió en su momento la búsqueda por la joya más importante de toda la conquista: ni el mundo azteca con sus grandezas ni el Imperio Inca se igualarían en su dulzura; se trataba de llegar al Fort Knox de la América precolombina, a los caudales de la enorme cultura Omegua. Don Gónzalo Fernández de Oviedo escribiría:

“Preguntando yo por qué causa llaman aquel príncipe el cacique o rey Dorado, dicen los españoles, que en Quito han estado e aquí a Sancto Domingo han venido (e al presente hay en esta cibdad más de diez dellos), que la que desto se ha entendido de los indios es que aquel gran señor o príncipe continuamente anda cubierto de oro molido e tal menudo como sal molida […] Yo querría más la escobilla de la cámara deste príncipe que no la de las fundiciones grandes que de oro ha habido en el Perú o que puede haber en ninguna parte del mundo. Así que, este cacique o rey dicen los indios ques muy riquísimo e gran señor.”

Por muchos años se creyó que los Incas se habían extinguido, y aún muchos legos persisten en esa creencia romántica de los últimos bastiones aislados y pobres de esta civilización en los Andes peruanos ya entrada la Colonia. Por el contrario, los Incas, a medida que avanzó la Conquista, huyeron primero retirándose a las estribaciones quiteñas y finalmente adentrándose en la selva colombiana, donde reforzaron esa enorme cultura tan buscada por los conquistadores, la Omegua, el corazón de la leyenda de El Dorado. Escribió el padre José Gumilla en el siglo XVIII:

“[…] la copia y multitud de Indios Omeguas, Omaguas ó Enaguas, que se dice haber en aquel Pais, no la estrañará quien supiere, que de todo el Nuevo Reyno de las Provincias de Quito y de las del Perú, viendo aquellas Naciones, que no tenian fuerza para resistir á los Conquistadores, gran número de gentes de ellas se retiráron á los Andes y á aquella cordillera de Serranías, que divide los Llanos inmensos de que hablé ya de los Reynos de Bogotá, de Quito y del Perú.”

Los primeros historiadores y misioneros que dejaron muchísimas crónicas, desvirtuaron y ocultaron en gran parte la existencia de El Dorado, el verdadero lugar de escondite de los Incas en el exilio. Uno de los cronistas que principalmente alimentó la fiebre por las mayores reservas de oro entre los aborígenes americanos y con doble intención fue Fray Pedro Simón, quien detalló con gran rigor que un príncipe o cacique de las verdes y frías sabanas de de los ríos Sopó y Tibito, se hacía frecuentemente una ceremonia religiosa, cuyo altar era una balsa dorada y llena de esmeraldas que se ofrecía en una laguna. Aquél era El Dorado que atrajo a Belalcázar, Pizarro, Espira, Federman y Jiménez de Quesada, y del que encontraron algunos solo la muerte.

Con los años, a medida que entre los cronistas se asentaron las demás leyendas, como la del lago de Oro de Parima en las estribaciones sureñas colombianas más antiguas junto al Amazonas, o la ciudad Manoa del Dorado (la gran capital del segundo imperio Inca que aún se busca), el área inicialmente señalada por Fray Pedro Simón perdió vigencia. Sólo fue hasta 1856, cuando una expedición arqueológica por los Andes colombianos condujo al maravilloso hallazgo en el pueblo de Pasca de la famosa balsa dorada muisca, de aproximadamente 10 centímetros de alto y 19 de largo, en la que se aprecia el príncipe o cacique chibcha y diez hombres detrás de él en actitud ceremonial. Sin duda alguna, los rumores del “rey dorado” que los hombres de Belalcázar y algunos otros aborígenes llegados a Quito desde las tierras de Bacatá (hoy Bogotá) difundieron, tenían fuerte sustento. Tras el hallazgo, se intensificó el interés por la búsqueda de aquel territorio mítico y áureo tan perdido, pero ya no en las cordilleras andinas, sino en las llanuras del Orinoco y el Amazonas, parte de la antigua plataforma de la Guyana.

Visité de nuevo el originario mundo de la leyenda tras una invitación a comer en el moderno restaurante del Museo del Oro en Bogotá. Tras el postre, decidí subir y echarle una mirada a la exhibición, que en mucho tiempo no había vuelto a ver. Y allí estaba la famosa balsa dorada, tan pequeña que tuve que inclinarme para detallarla rápidamente y de manera muy concentrada ante la presión de los demás turistas. Nuevamente se había despertado en mí la inquietud. La narración original de la leyenda de El Dorado, que tuvo lugar en la Laguna de Guatavita, está en “El Carnero”, de Juan Rodríguez Frayle, y data de 1636:

“La ceremonia que en esto había era que en aquella laguna se hacía una gran balsa de juncos, aderezábanla y adornábanla todo lo más vistoso que podían; metían en ella cuatro braseros encen­didos en que desde luego quemaban mucho moque, que es el zahumerio de estos naturales, y trementina con otros muchos y diversos perfumes. Estaba a este tiempo toda la laguna en redondo, con ser muy grande y hondable de tal manera que puede navegar en ella un navío de alto bordo, la cual estaba toda coronada de infinidad de indios e indias, con mucha plumería, chaguales y coronas de oro, con infinitos fuegos a la redonda, y luégo que en la balsa comen­zaba el zahumerio, lo encendían en tierra, en tal manera, que el humo impedía la luz del día. A este tiempo desnudaban al heredero en carnes vivas y lo un­taban con una tierra pegajosa y lo espolvoreaban con oro en polvo y molido, de tal manera que iba cubierto todo de este metal. Me­tíanle en la balsa, en la cual iba parado, y a los pies le ponían un gran montón de oro y esmeraldas para que ofreciese a su dios. En­traban con él en la balsa cuatro caciques, los más principales, sus sujetos muy aderezados de plumería, coronas de oro, brazales y chagualas y orejeras de oro, también desnudos, y cada cual lle­vaba su ofrecimiento.”

Guatavita es una población a más de 1 hora y media de distancia al norte de Bogotá. Hay acceso por dos autorrutas, una a través de las montañas, muy rural, la otra por la planicie verde de la sabana. En la silla trasera del coche, llevaba mi libreta de apuntes sobre el tema, y algunos mapas entre antiguos y nuevos. Tomé deliberadamente la ruta más larga, por la planicie, para no negarme las vistas de la antigua civilización chibcha en su valle ceñido por los Andes y marcado por los numerosos lagos. Por momentos, me sentía como debió haberse sentido, por ejemplo, Walter Raleigh mientras navegaba por el río Orinoco, contento y decepcionado a la vez por sus hallazgos.

La altiplanicie que circunda la carretera está llena de casitas y signos americanos de vida por todas partes (estaciones de Mobil, restaurantes McDonald’s, un Makro enorme, etc.) y ya sobre el verde oscuro de los bosques, que escalan hasta las cimas de las montañas, a veces se suceden jardines esmaltados de gramíneas hasta laderas bajas y peñascos erectos, pero de repente el valle se abre y las montañas se hacen lejanas. Se trata de una zona que, primero fue mar y luego lago. A más de 2,600 metros de altura, la autopista sobre aquella llanura asciende poco a poco.

Mientras el coche rodaba por el pavimento, imaginé las peregrinaciones de los aborígenes chibchas, que a lo largo de todo ese valle cuyas montañas habían sido modeladas por los vientos y las mareas prehistóricas tenían varios santuarios, cada uno de acuerdo a su fiesta particular: la diosa del agua, madre de la vida; la divinidad de la tierra, el dios sol. Todas las poblaciones que lentamente aparecen en la carretera llevan nombres de la antigua lengua de los primeros pobladores; el paisaje es frío, y se refuerza con la presencia de los bosques de pinos, cauchos nativos, higuerones, álamos, robles, guayacanes, o a veces los gaques y el cucharo. La visión es hermosa e inevitablemente lacustre, pero sin agua. Los pobladores chibchas que encontraron allí los españoles, eran pacíficos, sencillos, benévolos: fue el mundo natural, sin duda, lo que modeló una mentalidad imaginativa, un idioma metafórico. De las enormes lagunas interconectadas del siglo XVI ya quedan apenas unos cuantos lagos, hoy convertidos en embalses. En ciertos parajes, entre laguitos y humedales, aún se escucha la rana cantar, una rana que sobrevive en las bajas temperaturas, y que está extinta. Estaba embelesado: estas gentes habían perdido el contacto poético con el agua y con ello refundieron su sociología propia.

En un punto, llamado La Caro, se abandona la autopista principal, y se toma una carretera muy de vereda que pasa por dos poblaciones pintorescas: Briceño, completamente dedicada al agro, y Sopó (un nombre aborigen que significa “piedra o cerro fuerte”), en cuya Iglesia del Divino Salvador se encuentran los 7 óleos sobre tela del siglo XVII más complejos y hermosos de toda Hispanoamérica. Cada óleo representa un arcángel, y nadie ha podido determinar quién fue su autor. Los alrededores de Sopó son bellos, llenos de pinos y aromas de, como se dice, “los bosques nublados”. Hay muchos hatos, vacas de Holstein y de Jersey por aquí y por allá, y está la fábrica de lácteos más importante de la Sudamérica meridional, Alpina, siempre a rebosar de visitantes.

Una vez se deja Sopó, se sigue por una vía a veces inhóspita bordeando estribaciones del antiguo lecho marítimo hasta Guavio, y poco después, se aprecia el enorme Embalse de Tominé por la carretera escénica. Finalmente aparece el poblado de Guatavita, que es realmente nuevo, pues el primer asentamiento estaba un poco más allá, en dirección de las aguas del embalse, desde 1771 hasta 1967, cuando el pueblo se trasladó a su actual posición. Debajo de las aguas oscuras y apacibles del Tominé, se encuentra el pueblo original.

Pero la Laguna de Guatavita no es el embalse, ni fue absorbida por éste: se encuentra al oriente del nuevo pueblo, y se llega a ella tras un viaje entre los pliegues de las montañas. Es un lugar hermoso. Los Muiscas, aborígenes fundadores de la región, la consideraban “el ombligo del mundo”. Y en efecto lo es: se trata de un óvalo no muy grande entre labios verdes de montaña, detrás de los cuales, a menos que el cielo esté despejado, solo se ven las nubes. Las aguas son de un verde oscuro, y es probable que sea porque en ellas se refleja al mismo tiempo el cielo borrascoso y la vegetación. Cuando los Conquistadores la vieron por primera vez, era mucho más hermosa, no tan afectada como está hoy por el cambio climático y la erosión: se trataba de un verdadero espejo, la puerta entre la vida y la muerte, el lugar de los sacrificios de oro en toneladas. En la superficie no hay movimiento alguno, salvo cuando el viento sopla fuerte de Oriente y riza suavemente las aguas, pero dura poco. En los alrededores, abundan pajarillos de todas suertes, copetones, siriríes, parameros, mirlos, azulejos, petirrojos y canarios indígenas que llenan el aire con su canto. El aire huele a pasado e identidad.

Guatavita traduce “remate de cordillera”, y era uno de los santuarios del antiguo pueblo que le dio su nombre. Hoy, es un santuario natural del hombre moderno, y está protegida por la ley forestal. Desde que se difundió la leyenda de El Dorado, muchos fueron e intentaron extraer el oro de sus profundidades, que son espesas y carentes de luz. Entre los lunáticos que propusieron su desecación, están en los años de la Conquista el capitán Lázaro Fonte, Hernán Pérez de Quesada (que logró extraer de 3 a 4 mil pesos de oro fino), Antonio de Sepúlveda (quien en 1562 encontró un botín de 12 mil pesos en esmeraldas y oro), y a principios de siglo, el británico W. Cooper rescató varias piezas de oro y cerámica, que hoy se exhiben en Bogotá.

Sin embargo, todos ellos se habían equivocado: las leyendas nada darían, ni siquiera aquélla sobre la segunda capital del Imperio Inca, más dorada que el mismo sol; el verdadero Dorado que los aborígenes comprendieron mejor y con tan poca cultura (según dicen), no era el oro, que para ellos servía apenas para sus ritos religiosos y algunas actividades comerciales; era el mapa geográfico, aquella tierra que los dioses les habían regalado, tan fértil que daba sus frutos con solo extender una mano, y era la fuente de los millones de animales de caza de los que se alimentaban, al igual que los peces (el “capitán” era uno, y ya está extinto). Las aguas de estas lagunas todas interconectadas por pasos fluviales subterráneos desembocaban en el río Bogotá, la arteria de agua dulce principal de la próspera sabana, hoy de corrientes venenosas y de muy mal olor.

El viaje al corazón de la leyenda más fabulosa del Nuevo Mundo había terminado, sin que quedaran muchos interrogantes abiertos. Mientras caía la tarde en el espectacular crepúsculo muisca, imaginé como en el campo de aquellos seres primigenios, sembrado de maíz, ondulaban las espigas; vi los surcos paralelos hacia la vera del pantano, donde florecían los papeles como un tendido de azulejos. También estaban las hibias de un verde tierno, macollando en tupidos matorrales. Y en las ondulaciones abrigadas del terreno, encontré las eras de arracacha, con sus hojas crespas, brillantes y moradas; la quina en arboladuras rojizas, los arbustos de ají, pepinos y tomates, las notas de alegría de aquel paisaje solemne y esplendoroso, que el buen dios Bochica había creado para la felicidad de los hombres. El Dorado verdadero.

Max Vergara Poeti | 04 de noviembre de 2007

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