Apuntes de viaje, recorrido en bote o hidroavión por el Amazonas literario. Imágenes desde el Jardín de Corifeo, lecturas recomendadas por Zenódoto de Éfeso. Max Vergara Poeti es escritor y traductor. Ha colaborado para diferentes revistas culturales y literarias de Colombia e Italia, sus dos patrias, asimismo como de otros países Hispanoamericanos.
Para el viajero, toda llegada a su destino final es igual de monótona y por lo general nunca se recuerda, a menos que haya tenido que bajar de su avión por un deslizador de emergencia (cierto es que tampoco sirve de mucho un airbag cuando un coche cae en un precipicio). Mucho menos estos recuerdos tienen la posibilidad de subsistir si se viaja de día y se llega de noche, y para los dormilones aéreos realmente da lo mismo, así haya eclipse o pase por encima de ellos el Halle-Boop por primera vez en millones de años. Pero hay arribos que nadie puede olvidar, ya sea porque es su primero o último, o porque después de mucho tiempo podemos comprobarlos debajo de la hojarasca de experiencias posteriores que han cubierto aquellas que creímos olvidar. Y de repente, en el momento menos pensado, aparece la aparatosa cinta del recuerdo que logramos ver, a pesar que hoy sólo tenemos en casa un reproductor DVD, y no hay láser nunca para lo viejo.
El año era 1998, a mediados de diciembre. Había despegado de San José en Costa Rica en el esplendor del sol vespertino, y lo había visto desvanecerse suavemente sobre lo que el piloto señaló como Gran Caimán, un punto insólito de edificios bancarios en medio del Mar Caribe. Al menos eso era lo único que a 10,000 pies podía claramente verse. Porque los aeropuertos centroamericanos parecen más estaciones de autobuses que aeropuertos, mi avión iba lleno, y allí íbamos todos juntos, y el rostro de más de uno de mis compañeros se había llenado de sudor por el nerviosismo previo del aterrizaje. Nuestro destino final había aparecido sin que lo registrara, allí, lento, luego más oscuro, debajo de nosotros. Las siluetas aún no se precisaban demasiado, de vez en cuando emergía de lo que parecía maleza una que otra luz, que parpadeaba por el embate del viento. La oscuridad de la tierra se comía nuestro avión. Y yo me dije: «Triste se ve Cuba en el pijama de la noche».
De repente, tres puntos en descenso sonoro de alta voz, y la articulación melosa de la azafata-locutora-portavoz del vuelo:
—Señores pasajeros, por disposición del Ministerio de Salud Pública de la República de Cuba, todos los aviones entrantes deben ser fumigados para prevenir el ingreso de plagas y otras bacterias amenazadoras para la sanidad nacional. En los próximos minutos, un miembro de nuestra tripulación estará esparciendo este producto, que recordamos no es nocivo para la salud.
¿Ehh? Sabía que estaba prohibido en ese entonces el ingreso de alimentos o medicinas a Cuba, ¿pero que fumigaran los aviones por dentro como si fuésemos todos un cultivo humano? La verdad es que la mayoría, en votación secreta, había votado por la fumigación en vez de la cuarentena. O se había decidido que necesitábamos un refresquito o contrarrestar un mal olor. Jamás alguien me había dicho de eso, y ha sido la única vez en mi vida que lo pude experimentar, tras mis sucesivas incursiones en Cuba hasta la fecha.
Así que, desde atrás y adelante, aparecieron en medio de la cabina, en el pasillo, las enormes mantis, con la máquina manual de erradicación de amenazas sanitarias, y apretaban esa especie de gatillo para que cayera entre nuestros pies una solución que rápidamente se desvanecía como un gas mortal. Pero no tenía olor, o color. Nadie murió o perdió una mano por ello. Podría haber sido agua de azahar o agua de borrajas, y sin embargo allí estaba, para de algún modo desinfectarnos. No sé hasta qué punto nuestros zapatos portarían la infección, pues sabía que poéticamente si se huelen las patas de un perro uno puede percibir los aromas de sus caminos recorridos, pero no lo supe en cuanto a nuestros humanos pies, tan llenos de vicisitudes a veces. Fila tras fila, línea tras línea, la fumigación hacía que se levantaran las piernas del suelo, y en algunos, demasiado bajitos, aquello más bien pareció una fea mueca, pero rápidamente tuvimos en conjunto la fortuna de olvidarlo, mientras nuestro avión descendía y descendía…
La luz más fuerte de la plataforma aérea era el reflejo rojo de las enormes letras “José Martí”. Nos aparcamos junto a un DC-10 de la extinta AOM, que cubría la ruta en esa época La Habana-Buenos Aires. El aeropuerto estaba moderno, el paso por inmigración fue fácil. La amabilidad imperaba, como siempre ha sido. Pero afuera, la oscuridad parecía insondable. Un coche diplomático comenzó a guiarme por las calles, avenidas inmensas, totalmente sumidas en la oscuridad. Por el racionamiento eléctrico, el alumbrado público estaba fuera de servicio. Cuando el coche viraba, sus luces iluminaban una pared, unos arbustos, otra calle donde en el fondo sólo sobresalían los ojos rojos de algún perro, espíritu o mujer.
Pero de repente, en uno de los murales de propaganda oficial, apareció lo inesperado, el prodigio. Se trataba de una tortuga, vestida en su usual verde oliva, y con un pañuelo rojo anudado al cuello. Pedí que el coche se detuviera, y contemplé a Burt, que tan rico hubiera podido hacerse en los años 60 tras filmar el exitoso “Duck and Cover”, para la Defensa Civil norteamericana, ante la amenaza nuclear de la Guerra Fría. Enseguida recordé la canción, que comenzaba con su “diru-dam-dam-diru-dam-dam”, y de repente, en el video, aparecía Burt, con corbatín y casco de guerra, “que siempre estaba alerta” y “siempre sabía ante el peligro cómo proceder” con su “duck and cover”. Pero allí, en una calle de La Habana, estaba el Burt que había parecido décadas antes tan americano, que le había enseñado a millones de niños que crecieron en la Guerra Fría el peligro de la amenaza nuclear. En algún punto de su exitosa carrera artística había desertado o fracasado del estilo de vida capitalista y se había exiliado en Cuba. A fumar habanos y beber mojitos, claro. Quizá su exilio ocurrió con la guerra de Vietnam, no podrá ya saberse. El tiempo no había pasado, pero ahora se veía mucho más activo, en su actitud siempre “alertamente revolucionaria”. Nunca había bajado la guardia. A Burt la Tortuga sólo lo vi entonces. Nadie sabe de él en La Habana, quizá esté ejecutando operaciones secretas para el gobierno de Castro. Si en Arizona o Maine alguien lo buscaba, no se imaginaba que Burt era hoy en día un cubano, y que su nombre ya no era ni siquiera Burt. Pero creo que simbolizaba para el régimen lo que el mismo régimen simboliza: edad, permanencia y dureza de caparazón para soportar las penurias. Entonces comprendí que Cuba seguía en guerra. En guerra contra la exclusión y la pobreza, en guerra contra las enfermedades y malas influencias del mundo. En guerra contra una dictadura mayor. Pero tenían a Burt, capaz de derrotar a la Liga de la Justicia, capaz de repeler cualquier amenaza exterior con su verde caparazón. Si la URSS no había podido romperlo con su arsenal nuclear, ahora mucho menos Estados Unidos lo haría. Burt era invencible. Burt, la fuerza detrás de Castro y la esperanza de Cuba. Porque el “Doomsday” puede llegar. Aún nada termina.
2007-08-11 02:42
Amigo gracias por compartir Tus historias con cada uno De nosotros, aunque haya sido tarde (un Poco) , Acá me Tienes comentando una De Tus publicaciones En Ánfora de letras.
Cuando leí Tu Publicación me tomo por sorpresa Las Fumigaciones que Hacen en los Aviones a las personas, es Demasiado Gracioso pero no me gustaría Estar allí para que Me rosearan Con Una Especie de químico o lo que haya sido.
Burt Me da un poco De Curiosidad, la había visto antes pero no creí que fuera usada como Método instructivo para Saber qué hacer en un ataque Nuclear, bueno eso más que todo por la época en que nací.
Felicitaciones de corazón te lo digo porque Es un Artículo hermoso que me ha encantado.