Apuntes de viaje, recorrido en bote o hidroavión por el Amazonas literario. Imágenes desde el Jardín de Corifeo, lecturas recomendadas por Zenódoto de Éfeso. Max Vergara Poeti es escritor y traductor. Ha colaborado para diferentes revistas culturales y literarias de Colombia e Italia, sus dos patrias, asimismo como de otros países Hispanoamericanos.
Durante todo el año, los Alpes italianos ostentan su color blanco-grisáceo, cuando no, verde, uniforme de sus ejércitos de pinos casi siempre apostados en sus faldas. Piamonte es la región alpina por excelencia. Claro está, no tiene los lagos románticos de la Lombardia que rodea a Milán, pero sí tiene el paisaje con las montañas. Y aunque es debatible la cuestión histórica con respecto del resto de regiones de la bota, ostenta el grado cultural que fue la Viena de los Habsburgo en una Italia analfabeta y dividida hasta la unificación por los Saboya, que se ha prolongado en nuestros días como majestuosa república.
Piamonte es una joya gastronómica: exporta quizá los mejores productos de Italia, especialmente los vinos, que ostentan certificado de denominación de origen y de calidad, dado en el país sólo a 31 viñedos, casi todos de Piamonte. Estos nombres propios son los del Barolo y el Barbaresco, emperadores indiscutibles, y seguidos en su Corte por las demás ricas damas rojas y caballeros blancos (o viceversa) como el Brachetto, Ghemme, Gattinara, Roero, Arneis, Gavi y el Nebbiolo, o el famoso Moscato d’Asti y el Asti Spumante, y el más popular Vermouth, hoy conocido a través de marcas como Martini y Cinzano. Pero también están los quesos que, como la carne, deriva de la espectacular raza bovina local de cuero blanco (moldeada de Alpes por la naturaleza, probablemente). Sólo para enumerarlos: Gorgonzola y Taleggio, el Grana Padano y el espectacular Catelmagno, asimismo como el Raschera, Bra, Murazzano y el Robiola di Roccaverano. Y ni hablar de las variedades de hongos. La lista podría seguir. Sin duda, mi Piamonte le debe mucho a los Alpes, como ninguna otra región italiana subalpina. Pero en la lista de productos tan finos y de tanta fama mundial, jamás imaginé que, de cierto modo, podría ocupar un lugar en sus tierras, aún fugaz, un cítrico forastero, procedente del Sur. Me refiero a las naranjas.Detrás de una súbita abundancia de naranjas en Piamonte, hay una historia peculiar. Quien se aventura en febrero por el norte de Turín, en la carretera A5 que conduce hacia Aosta y de ahí al Monte Blanco y luego dentro de Francia y hasta Ginebra, se podrá encontrar con un cuadro sacado de un libro de carnavalesca medieval, aunque en realidad aquello comenzó a verse apenas en 1808. La alegoría de aquel colorido espectáculo es el agradecimiento a la fertilidad de la tierra. No cabe duda. Y de repente, quien mira los Alpes se encuentra con proyectiles color naranja que vuelan por encima del ceño helado de los nevados.
La historia detrás del carnaval es sencilla, se diría, hasta creo que admitiría contarse junto a la hoguera (si lo dijera Yeats): había una vez un molinero que quiso casarse con la bonita hija de otro molinero. Pero como todos los gobernantes feudales de la época, el terrible tirano que dominaba las planicies de Ivrea se reservaba el derecho con cualquier mujer antes de que un vasallo la desposara. La bella hija del molinero, ante este modus operandi, se entristeció tanto que se armó de valor y lideró una revuelta contra el señor feudal con el favor de las clases empobrecidas. A pie y armados con piedras, se enfrentaron a las tropas del tirano, apedreando a los aurigas que conducían a toda velocidad los carros de la infantería por el feudo. Este desesperado (pasional) levantamiento, como en el folclor europeo, sería siglos después el pretexto para que pandas rivales de delincuentes se dieran una especie de tregua y lucharan mano a mano en una especie de florido “Carnavale”.
Pero todo aquello cambió con la llegada al poder de Napoleón. Enterado de la existencia de la festividad, ordenó a sus hombres en el Piamonte que la única condición para que el festival continuara era que cada ciudadano participante usara un bonete rojo, que era el símbolo de su revolución. También, debía cambiarse la naturaleza de la lucha, que debía ser amistosa, y ordenó reemplazar los palos por naranjas.
Y así ha sido la costumbre desde 1808, por tres días de febrero en cada año, equipos de revolucionarios se sitúan cada uno en cuatro piazzas distintas dentro de carros repletos de naranjas. Los soldados de cada equipo lucen vestidos llamativos de polichinelas y bufones medievales, y sombreros de picos y borlas, y a veces cascos. Y así, se inicia el festival, la guerra de las naranjas, que anualmente son importadas de Sicilia, sólo para este efecto. En el punto álgido de la celebración, por las calles aparece la procesión de la bella hija del molinero (la mugnaia), acompañada de personajes de caballería y uniformes napoleónicos, sobre el ya típico tapete de naranjas espachurradas. Y quien decide entrar en aquella guerra, no puede perder su bonete rojo, pues de inmediato se convierte en objetivo militar de los participantes. Porque muchos son también los heridos. Naranjas, a la sombra de los Alpes… en pleno invierno, aquel color cubre de un poco de vida (y el olor típico de pescado de las naranjas espachurradas) la silenciosa existencia nubosa de las meridionales faldas piamontesas. Una manera de evocar una sensación tórrida, quizá, Mediterránea en últimas. Bella cultura popular que podría ser otro movimiento de un Eine Alpensinfonie nacional, tan suiza y alemana como francesa e italiana. Simplemente como otra “visión”. Tocada por el vivo olor de las naranjas.
2007-06-04 17:56
He disfrutado mucho de esta entrega, y con el autor por aquí en Barcelona, mucho mejor… L’amor de les tres taronges, no sabríeu per on cau? Set gegants diuen que el guarden ben tancat amb pany i clau… :)
2007-06-06 07:39
Es un articulo lleno de color, luz, y olor. Y sobre todo rezuma musica: una sinfonia de Mozart, un vals de Straus y un concierto de Albinoni. Y el grave toque de Mahler.