Libro de notas

Edición LdN
Ánfora de Letras por Max Vergara Poeti

Apuntes de viaje, recorrido en bote o hidroavión por el Amazonas literario. Imágenes desde el Jardín de Corifeo, lecturas recomendadas por Zenódoto de Éfeso. Max Vergara Poeti es escritor y traductor. Ha colaborado para diferentes revistas culturales y literarias de Colombia e Italia, sus dos patrias, asimismo como de otros países Hispanoamericanos.

Ruit hora, antitiempo

Despierto. Sin moverme, comienzo a percatarme de la oscuridad que me arrebuja, como una piel se pega sobre la mía, la otra. A mi alrededor, puede haber un espacio, o también un vacío: todo es posible; la habitación del hotel es amplia, sé de la cama para dos que a estas horas solo mi cuerpo habita, cansa, penetra. Así que no me aventuro, sin moverme sólo retorno. El silencio es como un compartimiento de maletas, y yo aparezco en escena dentro de una. Todo está vivo, lo intuyo en mi respiración. Inicia el destierro del sueño.

Me pongo en pie, y mis pasos nómadas alejan de sí los objetos; conocen la geografía que caminan, no yerran. En la oscuridad, la ceguera guía. Estoy solo, aunque me sostengo. Descorro el linóleo, la oscuridad o la luz se emancipa por el cristal, ambas copulan pero una vence a la otra y predomina. La claridad, sin embargo, es paupérrima. Veo las copas de los árboles del parque San Martín, observo el tráfico, ese rodar de canicas sobre el mármol gris de la ciudad. Los pajarillos se hunden en la espesura verde como piojos, son un paréntesis en la escena. Me vuelvo, busco el reloj, me dice casi mediodía. Me decido por fin y abro la ventana: Buenos Aires me aplasta, es una estampida de caballos salvajes que me pisotea.

Llevo viajando más de un mes y es la primera vez que en mucho tiempo estoy solo. La cama, detrás de mí, apenas guarda la forma de un cuerpo conocido, una parte de mí que de nuevo y siempre regresará, noche tras noche, hasta que ya nadie lleve las cuentas. El día es como el abrirse de las rejas tras purgar una larga pena, es decir, me pregunto qué puedo hacer con el tiempo, si acaso hoy puede existir, si algo significa. Mediodía, el hoy, qué día. No sé cuántas horas he dormido; mejor no lo pienso. Digamos que han sido un montón, pero tampoco se apilan.

Pienso en mi novela: conciente que debo avanzar en su reescritura, mantengo a raya la ansiedad y la preocupación. Pero también escucho mi voluntad, ansiosa de caminar, que hoy ha reencarnado en un errante. Esta mañana mi musa quiere tomarse el day off, aunque promete no alejarse mucho. Así que, media hora después, estoy afuera del Plaza, con un capítulo del manuscrito “final” dentro de mi abbesse. En el teatro del vivir, hoy seré el homo videns del drama, a mi manera.

La acera está casi desierta, dos omnibuses de turismo impiden la vista del parque, dos hermosos baches del progreso. Camino hacia Florida, luego me entrego en ella y avanzo. Encuentro una cafetería, bebo un exprimido de fresa y el mesero lo acompaña con una canastilla de facturas y un poco de manteca que ignoro. No chupo del sorbete demasiado, aún no hay ánimo de comida a mi alrededor. Es jueves, pero podría ser también lunes o domingo, incluso abril o 1907. Hoy no importan los nombres, las fechas, tengo las llaves de los límites. Derribo los muros. Pago el desayuno y continúo lo-que-sea-que-esté-haciendo, sin hambre.

Llego a la estación de Lavalle, pago ¢70 por el viaje en metro. No sé hacia dónde me dirijo, sólo me dejo llevar. El vagón es moderno, no va muy lleno, he encontrado un buen puesto junto a la puerta, donde me siento más seguro. Junto a mí toman asiento dos mujeres, hablan pontificalmente de Abrahán y de la Torre de Babel. Las escucho, me convierto en su apóstol. Una comenta sobre una iglesia, habla de tres milagros o favores que ha recibido su familia. La otra da fe de una fe que desconoce. El vagón llega a Diagonal Norte, las mujeres se bajan. A cierta distancia, las sigo. Pero la estación es pletórica, creo estar a la zaga de ambas pero termino perdiéndome. Espero un nuevo vagón en el andén, hay gente junto a mí. De las vías brota la basura, como lo he visto en todas las estaciones de metro del mundo, excepto en Medellín. Me subo al primero que aparece, encuentro un puesto, luego me entero que nos dirigimos a Pellegrini y, en el fondo, nada significa, ninguna cuerda se mueve dentro de mí. Una vez allí, mecánicamente, vuelvo a perderme, camino por pasillos, aparezco en el andén opuesto. De los túneles, escucho el coro de silbidos afónicos que se acerca, la desarmonía crece y me atrae, a veces me asusta. El metro ahora aparece en dirección opuesta. Es moderno, va lleno, me agarro de la grasosa barra de gimnastas, no me alejo de las puertas. Pasamos la estación de Florida, y es como si jamás hubiera escuchado de ella, es otro nombre perdido, el antiespacio, surge como la primera vez; le pongo un nombre. La línea termina en la siguiente parada, Leandro Alem. Un segundo cambio de andenes, un tren aparece “nuevecito”, quince afortunados somos los primeros en ocuparlo. La línea es recta, y a medida que avanzamos, los vagones se llenan. Florida, Pellegrini, Uruguay, Callao… atravieso la línea roja. En Pasteur nos aborda una multitud, que luego desparece cuando olvidamos Carlos Gardel, se ha desgranado. Siguen Medrano y Gallardo, y las estaciones se afean, el paisaje declina. En Malabia, entre el bamboleo de los traseros, aparecen dos niñas morenas y sucias que enseguida comienzan a repartir unas hojas baratas con calcomanías de Mickey Mouse. Nadie compra nada, el tren avanza, ellas desaparecen llevándose sus hojas y cualquier posibilidad. Asumo que han pasado al vagón contiguo y que, de ahí en adelante, será para las dos todo un déjà vu, pues parece escrito que siempre estarán condenadas a la línea de partida

El tren se detiene en Borrego, nos corroe el gentío, es verano, pero todo el mundo luce fresco, el calor es benevolente, todo es inmóvil. No ha transcurrido mucho, probablemente todo, pero me doy cuenta que viajo en un añoso tren de madera, que traquetea por nada, que se sabe los túneles de memoria. Se trata este de uno de los primeros vagones del metro que no se ha jubilado aún. Descubro la madera prieta de las sillas, escucho el correr de las ruedas cansadas sobre los rieles, y me anticipo a escuchar en los frenos sus voces de almas torturadas, sus gritos. Le pregunto a una mujer cuál es la siguiente parada, me dice “Lacroze, y de ahí hasta Los Incas”. Pienso en Federico Lacroze, pionero de los tranvías en la ciudad, aparatos que en su momento aterraban a la gente, y que funcionaban con jinetes que, a cada 20 o 30 metros, anunciaban con antelación la aparición de los vehículos en cada bocacalle. No alcanzo a redondear unas cuantas ideas cuando el viejo Rocinante se detiene, y casi todo el vagón se desocupa. Voy en la oleada, subo apretujado las escaleras. En la calle, una nueva multitud bulle. La vida se reafirma, es otra la ciudad que está de vacaciones, pienso en la metaciudad. En mí, algo nace, respira unos segundos y luego muere. Pero es innominado.

El barrio al que he llegado se llama Chacarita, en el Gran Buenos Aires. Frente a mí, un poco distante, aparece la estación Lacroze de Metrovías, la cabecera del antiguo ferrocarril General Urquiza. Me dirijo hacia el edificio nupcial, todo de blanco, el paisaje es lúgubre de todos modos. La zona me recuerda al William Grant Park, de Kingston, a principios de los noventa. El cielo se ha puesto nublado, un poco gris, el viento es fresco. Me entrego al azar.

Dentro, la gente abunda, veo al common man de la ciudad que se esconde en los suburbios, el hombre y la mujer de cercanías: cuerpos en ropa barata y sudorosa, barrigas de alcalde, equipaje en cajas. El aire es húmedo, huele a movimiento. En la ventanilla, el vendedor me sugiere tomar el tren a Campo de Mayo o a Rubén Darío, y me guiña el ojo, haciéndome parte de una complicidad que desconozco, que me niego a compartir. Sin embargo, los nombres que he escuchado me atraen y me alejan, le digo que quizá me baje antes, por ¢50 recibo mi billete. Sigo una fila que aparentemente va hacia los trenes, en la parte de atrás. Me hago luego parte de esa fila. Ahora soy la fila misma.

Llego a la plataforma. Todas las máquinas son iguales, los números de identificación no son muy visibles y la multitud avanza hacia mí como ratones que han sido liberados de una caja y buscan salidas por doquier. Un policía me indica mi punto de partida, llego y encuentro cerradas las puertas de los vagones. Espero con diez personas más a que las abran, en uno de los últimos compartimentos. Una vez adentro, comienza nuevamente a jugar el azar. La partida se reinicia. Las máquinas calientan.

Ocho minutos después, el tren se pone en marcha, he dejado yo de ser el homo videns y ahora pienso en mi novela. Atrás quedan las vías, llenas de suciedades, con sombras rápidas que las cruzan a través, entre los trenes, por debajo de ellos. A lado y lado, sólo veo tapias blancas que, lentamente, se comienzan a llenar con mamarrachos de graffiti. Las ideas para el capítulo que llevo en mi maleta se van rezagando, como las fumaradas que exhala la locomotora. El tren avanza dulcemente, logra un ritmo constante tras superar el comienzo de un difícil poema. Las vías férreas son versos que recorren los patios de las casas. La ropa recién lavada ondea en las cuerdas. Y sin embargo, todo se aleja, todo se abandona. Ahora solo pienso: qué bueno sería si esta línea mortal tan viva fuera ultrajada de repente por un Bruce Reynolds o un Jesse James. Por un momento miro las caras y especulo acerca de quiénes posiblemente perderían el aliento, y si finalmente no nos matarían a todos por no llevar nada valioso a pesar de nosotros mismos. Me pongo de pie, y por la abertura sobre la ventana asomo un ojo, mi nariz. La curva en la vía se cierra, una sombra hace de nuevo una carrerita de ratón sobre los rieles. No sé con exactitud hacia dónde voy, el día puede cambiar en el último minuto. Ahora sólo sé que el viento me da de frente, es lo único que me preocupa, es lo que me embarca y me sostiene. Me he olvidado de todo, nombres, fechas, lugares, hay una lejanía de lo que podría ser próximo, todo se torna anónimo con los minutos, si es que alguien está contabilizándolos en secreto. Voy. ¿Quién va? Sigo. Tic-tac. Todo sigue y se suspende.

Y frente a mí, en mi cara, este viento infame que disfruto, este viento para perros.

Max Vergara Poeti | 04 de marzo de 2007

Comentarios

  1. hb
    2007-03-04 18:28

    Gracias Taracido por esta nueva seccion. Bienvenida sea. Bellisima prosa, incisivas observaciones, valiosas ideas. Leer cronicas de viaje es como viajar dos veces, a la velocidad del tren del escritor. Uno empieza vacio y termina cargado de rostros, olores, colores…
    Enhorabuena!

  2. Mariana
    2007-03-05 02:35

    Excelente texto, qué buenos detalles, un viaje que he hecho un par de veces en Buenos Aires, aunque no hasta Lacroze, pero sí gran parte de la línea B del Subte. Y sí, algunos trenes son todavía viejos. Ya había leído algo del autor, en Ñ de El Clarín, quizá. Impresionante texto, deja un sabor de completez y de inconcluso, y la experiencia es lo que lo hace único. Gran aporte es esta columna a Libro de notas.

  3. migue
    2007-03-06 17:14

    Buenà nota, logrò transportarme a esa ciudad tan querida. Admirable la forma como el autor recorre una ciudad (que aparentemente no deja de fluir) y se convierte en el buen sentido en el “videns” de lo sensible. En esta epoca donde ya se ha superado la razòn y/o la voluntad, es un gan ejemplo de la relativizacion, precisamente, de ese absoluto categòrico casi, hoy pot hoy: el hombre sensorial.


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