La evasión como una invitación constante, la tentación del vuelo, un precipicio de certezas más atractivas que enfrentarse al viento. Huir, huir siempre y hacia todos los puntos cardinales, cualquiera menos rugoso que la coordenada que ocupas. Saltar también a la ficción, una nebulosa que te oculta y te acoge, adentrarse en la angostura de un sendero que puede resultar hermoso y horrendo, pero en el que el dolor no tiene la suciedad y el hedor que te invade en el mundo. Escoger la ficción como taparse los ojos con las manos, escogerla como correr con el pánico que alimenta a las estampidas, escogerla como tapiar las puertas y ventanas y olvidarse de la luz. Don Quijote eligió la ficción, pero lejos de perderse o renunciar al mundo la utilizó para cambiarlo: abrió su propio pasadizo y arrastró la maravilla sobre la realidad, arañándola, impregnando minúsculas parcelas, luchando contra gigantes mucho más poderosos que los de Frestón. No venció, pero no volvió derrotado de su viaje a la ficción: yo sé quién soy, como quien expuesto a los mayores espantos descubre, retornado, la belleza.

Y a nosotros, ¿qué nos queda? Está la huida, una renuncia a toda esta ponzoña pegajosa que nos clava los hilos y nos mueve a su antojo; o está don Quijote y su ficción, quizás unas tijeras y aprender a mover las articulaciones atoradas.