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Opiniones misceláneas por Pablo Muñoz

Prefacios juveniles, reseñas de media tarde, lecturas a tiempo parcial… Un intento meridiano de soñarse columnista, por supuesto. Aquí vienen a leerse libros, a recomendarse unos cuantos y a discutir(los).

Uno ve diablos que puede que el infierno no pueda retener.

Marie Calloway Adrien Brody

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Qué distinta es Marie Calloway a muchos de otros autores que publican en los mismos sitios que ella lo hace y qué inteligente es el relato mediático para desprestigiar y desproblematizar a escritores que al menos hablan con cierta inteligencia y valor del mundo y tratan de explicárselo. Leyendo sobre esta escritora, podría pensarse uno que se trata de otro de esos autores centrado en auto-ficciones más o menos veladas o en tediosos relatos sobre el tedio, cuyo loop temático justifica su pobreza imaginativa.

Afortunadamente, no es el caso. Esta es una escritora más cercan a Natalia Carrero que a otra cosa. Es decir, es una escritora de la precariedad y del género. El género no está entendido aquí desde una óptica de conquista social sino de diferencia de clases. El relato masculino lo escriben hombres, pero hombres de una clase social determinado así que Adrien Brody debe evitar ser leída superficialmente.

Es decir, no me interesa su referencia a una estrella de cine en el título para ocultar a otro escritor. Entre sus más notorios, aunque disculpables defectos, está la prosa, puesto que cuenta con las mismas limitaciones gramáticas y léxicas que muchos otros escritores de su país y de edades parecidas. Pero en el caso de Calloway al menos responde a un programa bastante concreto y a un lugar desde el que se escribe, que es la precariedad social.

Y lo que es más importante, no renuncia a precarizar a los personajes de cultura, de palabra, de inteligencia. Los personajes de Calloway piensan, aunque no todos sean los mismos. Piensan y han leído. No se disculpan por haberlo hecho.

El relato lo protagoniza una trabajadora sexual que se enamora de un profesor (y suponemos que escritor) con el que mantiene una vibrante relación, no solamente de erotismo, claro, sino intelectual. Lo que problematiza también Calloway es la estrecha relación entre las palabras, la crítica, la mirada distanciada de quien detesta lo que ve pero lo cuenta y lo representa en un tono directo, librado de descripción, de contexto, de nomenclatura, marcado solamente por la referencia a un escenario bastante concreto —el de la Nueva York contemporánea de ciertos relatos hipster— pero no de un modo solipsista sino meramente hiperreal.

El juego entre el profesor del deseo y su alumna sale, lógicamente, mal. Ella construye un hombre frágil, tal vez adorable, por su falta de encanto. Él se va desnudando ante ella, pese a su falta de respeto a su otra relación estable pero al final, la aprendiz no deja de serlo. El hombre tiene el poder, comprueba lacónica.

Pese a la violencia, pese al juego erótico, pese a la intimidad, pese a la obsesión. La protagonista de Calloway está desesperada – por conectar, por atisbar abismos físicos e intelectuales menos abusivos que los convencionales – y asume sus propias contradicciones íntimas.

Cuando el profesor se marcha, sabemos que nada ha sido aprendido, pero, a cambio, muy poco será olvidado.

Pablo Muñoz | 19 de marzo de 2013

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