Prefacios juveniles, reseñas de media tarde, lecturas a tiempo parcial… Un intento meridiano de soñarse columnista, por supuesto. Aquí vienen a leerse libros, a recomendarse unos cuantos y a discutir(los).
Harold Bloom Shakespeare: La Invención de lo Humano
Anagrama, Barcelona, 1998. Traducción de Tomás Segovia.
¡Qué pequeña e impagable delicia supone leer este libro traducido! ¿De qué habla ahora este hombre ebrio de hipérbole, se preguntará el más generoso de los que leen esta web limpia, ordenada y culta? De nada, de nada enloquecido, pero atended al nombre de quien traduce: Tomás Segovia. Suyo es el mejor Hamlet que he leído en mi vida en lengua castellana. Cuanto le debo a Juan Villoro el placer de haber localizado ese nombre y esa hazaña en su Crónica hacia Shakespeare.
¡No se imagina el lector español el menudito juego de espejos que tiene entre sus páginas! Bloom, que es un crítico que quiere hablar con la voluntad profética de su Shakespeare, puesto en verbo ágil y preciso por la inteligencia demoledora de Segovia, que de paso nos dio a nosotros, deshechos en la elegancia del verso de Lope, el mejor de todos los Hamlet. De eso se trata pues, porque este libro es casi un viaje por todos los huracanes personales de su crítico.
Traté de leer este libro varias veces de manera tranquila y no pude. En serio. La primera vez fue por pura vergüenza torera. era tal mi hombría que no podía yo ir a esos jardines sin haber leído al bardo de manera completa. La segunda fue por pereza y destierro de sábado noche: cinco líneas más donde Bloom me deje entrever las cincuenta intertextualidades geniales de pensamiento que ha encontrado y yo voy a morir entre birritas de un euro para no echarme a llorar.
Y la tercera fue porque me entretuve haciendo una parodia. Y es que el estilo de Bloom sugiere cachondeo, no lo vamos a negar. Así, yo podría decir que, en las afirmaciones casi proféticas Bloom parece albergar el pathos de Nietzsche, pero en su relectura quisquillosa y juguetona del pasado admite en su pensar el juego borgiano, sin embargo, el verdadero precursor de Bloom es Samuel Johnson por lo de parecer hombres abigarrados en cuerpo y alma.
Bien.
Creo que se me entiende.
Pero el caso es que Harold Bloom es un crítico conservador maravilloso y no queda nadie ya de su estirpe. Su conservadurismo es meramente cultural: él cree que luchar por una idea de la tradición occidental en la que hay una fuerza espiritual, profana pero de aliento religioso, merece la pena porque estamos en posesión de una sabiduría más grande que aquel almacén donde guardaban el Arca Perdida y un poco más importante que los ojos extraterrestres de la joven Isabelle Adjani.
No, en serio, la sabiduría es el centro del poder —espiritual, moral— de toda una época y leer a Bloom no es reconfortante pero sí inspirador. Es importante distinguir entre esas sensaciones y la lectura de este crítico maravilloso lo acentúa. Nadie en su sano juicio debe sentirse reconfortado al comprobar el interés continuo y la claridad mental que tiene para ordenar a Cervantes, Shakespeare, Platón y Nietzsche en su cabeza jugando con ellos con la misma, pasmosa facilidad con la que ha situado a Dostoievski, Wilde y Pater como figuras de transición; nadie puede quizás tener la agudeza sensible de Bloom para leer poesía.
Pero hay inspiración. No tanto una especie de respeto, de ridícula reverencia, de pleitesía barata, sino de reacción en contra a los que nieguen la fuerza de las palabras para configurar una cultura. ¿Tiempo para hablar de las literaturas nacionales? Uno sospecha que en sus mejores momentos el huracán Bloom logra que olvidemos que el castellano y el francés no son lo suyo y logra que estemos inmiscuidos en la intensidad de su huracán mental.
En pocas palabras: la literatura importa, pero no tanto porque el lector importe, lo cual es un razonamiento relativamente populista que no sería conveniente, sino porque la fuerza de las palabras importa. Por eso mismo, Bloom, ávido seguidor de Borges, conoce las paradojas de su laberinto, sabe las esquinas de su entendimiento y más que un enfrentamiento contra la escuela del resentimiento, esas divertidísimas y cascarrabias diatribas de un hombre que ha visto algunas trivialidades en las que puede incurrir la crítica y pensamientos académicos, lo que tiene es un enfrentamiento ante la idea de la posteridad.
Y Shakespeare, del que ya había hablado en su célebre Canon Occidental en un excelente ensayo, es el centro de esta obra monumental que, una vez terminada, parece muy, muy lejos de ser la obra definitiva. ¿Puede Bloom escribir una obra definitiva sobre un autor que él considera inconcluso? Ah, laberintos.
Bien, vayamos a los pormenores.
Bloom por lo general, vuelve siempre a Hamlet, como el niño a la piruleta, hasta cuando está hablando de Antonio y Cleopatra o de Iago. Tal parece su caso extremo de hamletismo que, descontento con la obra que puebla la misma Hamlet, uno sospecha que el libro bien haría en reeditarse con audiobook de los soliloquios bloomianos sobre el personaje. ¿Es necesario volver siempre a Hamlet cuando las intenciones de Shakespeare con sus otros personajes son otras?
Puedo tolerar un regreso cuando compare complejidades o hasta ideas, pero lo de Bloom con Hamlet es una de las trabas más difíciles de superar del libro. Sería de agradecer que Bloom hiciera mayor hincapié en el número de actos de las obras shakespereanas y en su estructura y que, cuando lo hiciera, prestara menos atención a desdecir rumores.
Pero, salvando esto, estamos ante un libro gigantesco, buen material de relectura gracias a que su autor conoce mejor que nadie a los personajes de Shakespeare. Uno sospecha que en la hora de la cena, Bloom mira a su esposa con el mismo misterio que el hombre perdido en el primer laberinto porque las criaturas shakespereanas le parecen ya la única materia del alma en la que halló conocimiento verdadero.
¿Cual es el verdadero fuerte de Bloom en el que no haya operado antes en ensayos previamente publicados? La atención que presta a la definición de personajes. Por ejemplo, Othello, que nos explica como Shakespeare evita dibujarle en exceso. De Macbeth nota su impotencia, para risa del lector que la tenga fresca y curiosidad amplia en el que vea los detalles asombrosamente vivos de la obra de Shakespeare.
Y así con todas y cada una de sus obras: nadie ha prestado tanta atención a quienes son los personajes de Shakespeare a través de sus detalles y esa labor hace de este trabajo algo imposible; un libro cuyos placeres pequeños son insólitos y bienvenidos y que en sus tareas de conclusiones más ambiciosas es algo repetitivo, asimétrico y tosco.
Cierto; coloca Bloom en Hamlet todo revoltijo filosófico posterior a esa era del caos, post-divina, que empezaron a imaginar los pensadores desde Nietzsche. Pero ¿cómo no hacerlo? Hamlet es héroe y villano, pero lo más importante, su soliloquio más citado, pareciera una síntesis válida conforme van pasando los años. El verbo de Shakespeare, el sentido amplio y elevado de Segovia en el castellano y, finalmente, la razón de Bloom, todas en este soliloquio que sigue siendo devastador, hermoso y brillante a partes iguales, que sigue siendo algo muy inferior de todos los juicios y fiestas que le podamos dar:
Ser o no ser, de eso se trata.
Si para nuestro espíritu es más noble sufrir
las pérdidas y dardos de la atroz fortuna
o levantarse en armas contra un mar de aflicciones
y oponiéndose a ellas darles fin.
Morir para dormir; no más ¿y con dormirnos
decir que damos fin a la congoja
y a los mil choques naturales
de que la carne es heredera?
Es la consumación
que habría que anhelar devotamente.
Morir para dormir. Dormir, soñar acaso;
sí, ahí está el tropiezo: que en ese sueño de la muerte
qué sueños puedan visitarnos
cuando ya hayamos desechado
el tráfago mortal,
tiene que darnos que pensar.
Esta es la reflexión que hace
que la calamidad tenga tan larga vida.