No apela un bolero a la nostalgia del mismo modo que un tango, aunque sean géneros con muchos puntos en común, además de ser compañeros de viajes en no pocos repertorios de ciertos cantantes.
En 1992, Eduardo Mendoza escribió El año del diluvio que él calificó, con acostumbrado rigor, como un melodrama y que yo calificó, con imprecisión habitual, de precioso bolero. Que transcurra en los años cincuenta confirma mis sospechas. Podría releer y seguir oyendo viejos temas de Los Panchos o Bola de Nieve durante ella.
El Año del diluvio es una novela que, según informa el autor en el prólogo, fue ideada como obra de teatro, lo que justifica, al menos al principio, tanto su orden narrativo, estricto y cronológico con una pequeña elipsis final, como su insistencia con revisitar los mismos escenarios.
El caso de Mendoza es fantástico. Es un escritor sin un tipo de novela concreto, pero reconocible en cada página. Tal vez sea porque concibe cada novela como un reto. Escribió una novela histórica-criminal, con la que irrumpió en la literatura española y dio un aliento que no se ha evaporado todavía. La Verdad sobre el Caso Savolta permanece vigente por esas y otras razones. Incluso en su celebrada saga del Detective Sin Nombre no repite un esquema: cada aventura, toma un modelo detectivesco distinto y la bufonada se dirige por nuevos fueros.
Su pulcritud y sus ideas, su romanticismo escéptico, su tristeza infinita, en el fondo son detectables en cada uno de sus retos. El año del diluvio es un melodrama tristísimo, sobre pasión prohibida y circunstancia política, en la que lo segundo no eclipsa las necedades y concesiones debidas a lo primero.
El tiempo, sin embargo, es la amenaza más temible, como bien sabe Mendoza. No solamente porque sea irremedimible, como nos enseñó T.S. Eliot en sus Cuatro cuartetos sino porque también permanece en un recuerdo concreto.
Por eso funciona tan bien este melodrama. Mendoza no quiere que conozcamos la conciencia de los personajes más allá de ese momento y de sus consecuencias. No entendemos infancias o épocas formativas, ni falta que hace. Mendoza no está interesado en alargar los días. Su técnica responde también perfectamente a una necesidad dramática y narrativa: que el amor es fugaz, aunque solamente luego comprendamos su importancia, su revelación.
Triste, claro está, como el anarquista que muere en brazos de la monja, sabiendo su fracaso, conociendo las limitaciones de su mundo. Tiene antes algo de tiempo para conversar sobre las razones de su decisión:
“Olvide lo que le han enseñado en el convento, prosiguió, y mire a su alrededor: verá cuál es el orden natural de las cosas: al pajarillo indefenso se lo come el halcón, pero al halcón no se lo come nadie; la naturaleza es cobarde y despiadada; los hombres, también. Las leyes están hechas por los ricos para tener a raya a los pobres y conservar sus privilegios. A los ricos no les importa que la ley sea severa, porque no teniendo necesidades, tampoco tienen motivos para quebrantarla; es fácil ser millonario y decir: cien años de cárcel al que roba diez cochinos duros. Los jueces y los policías están al servicio de los ricos, y de la santa madre iglesia, mejor no hablar: los curas son bufones de los poderosos; los obispos son unos globos inflados con ventosidades, y el Papa de Roma, dicho sea con el debido respeto es una puta vieja y loca.”
El discurso es significativo por cuanto deriva hasta el Papa de Roma y elude la posibilidad, lo cual encaja muy bien con la visión de Mendoza a lo largo de su bibliografía, de que se trate de una circunstancia estrictamente histórica. No se enfatiza la condición excepcional (o cruel) del franquismo, reconocible, nada oculto y evidenciado bajo el cual transcurre el relato y bajo el cual se explica muy bien el trasfondo del galán de la historia, un cacique con sobornos continuados que lleva a cabo gracias a sus lazos burocráticos en Madrid.
Más bien se parte de la idea de que el franquismo es una sintomática consecuencia del mundo y de sus más profundas idioteces. Pero curiosamente, Mendoza entrega el discurso más desconsolado al más tozudo de los luchadores, el que además morirá sabiendo que la monja, recién pecadora, es la única persona que vale la pena.
El año del diluvio es sensacional, aunque sea para recordar un momento prohibido, el pecado carmesí como cantaba Olga Guillot: tanta es la elegancia de su autor, que lo que después será inolvidable para ambos, es eludido para nuestros ojos. Ni tan siquiera nosotros hemos sido invitados a admirar tal hazaña.
]]>Cuesta explicar lo que supone para cualquier lector más o menos joven acercarse a la literatura de los autores españoles nacidos en los sesenta y setenta, y hacerlo a la de Isaac Rosa. Es cierto que gran parte del carpetazo —generacional, experimental, teórico— fue dado ya por autores de tan variada estética y sabia como Juan Marsé, Luis Goytisolo, Juan Benet o Miguel Espinosa; pero lo que más cuesta de contar sin parecer demasiado excitado es el vuelco que suponen, después de tal carpetazo, una serie de novelas más o menos distintas, pero talentosas, en las que tanto el idioma como la composición novelística se unen a una rumiación política de altura y con ellas se ayudan a explicar pasado, presente y hasta a recuperar una parte —aunque sea infinitesimal— de nuestro futuro.
Eso es lo que hace o hizo o seguirá haciendo El Vano Ayer a los lectores más o menos curiosos que se acerquen a ella: un texto lleno de energía y combate y originalidad heterogénea, nada complaciente consigo mismo como con el mundo (literario) que viene a habitar y los lectores saben que no van a encontrar nostalgia alguna —y en eso la novela es francamente extraña— y sí grandes dosis de rabia —y en eso la novela es ejemplar— y también magníficas, largas y exuberantes dosis de estilo —y en eso la novela es tan original como hermosamente imperfecta—.
El Vano Ayer admite muchas lecturas, y una de ellas, dialéctica, la pondría a dialogar con su predecesora, Soldados de Salamina de Javier Cercas y la interrogaría acerca de las posibilidades expresivas de la novela y de como esta puede resolver la conciencia histórica en tiempos fracturados.
Cercas y Rosa parten de la misma premisa —hay una memoria rota, incompleta— pero llegan a conclusiones distintas. Cercas cree que mientras exista la imaginación —la imaginación incluso en una historia casi certera— será posible no tanto una reconciliación como la idea humana de que en medio de la histeria, la ira y el asesinato entre pares hubo momentos para que la compasión, la renuncia y hasta el heroísmo tuvieran sentido. La verdad sea dicha el Cercas de la envolvente y brutal Anatomía de un instante propone una lectura muy distinta a la de su anterior obra y se acerca algo más a los postulados de Rosa, aunque levemente.
Rosa, en cambio, cree que cualquier tentativa de hacer relatos históricos más o menos mayoritarios tiene siempre una contrapartida; un relato dominante que establece de manera tácita una verosimilitud y combate no tanto contra los hechos como contra esa naturaleza seductora que hace que cualquier relato gane crédito y por eso, en reiteradas ocasiones, se parodia y mofa y desmitifca cualquier atisbo de resultar creíbles.
El relato que Rosa imagina es el de un profesor llamado Julio Denis y el de un estudiante André Sánchez y la presunta relación que ambos mantuvieron durante las protestantes universitarias en plena era tecnocrátia del franquismo. El profesor Denis es, por supuesto, un traidor y un soplón, y el modélico líder estudiantil tuvo con él una conexión escasa, pero su olvido resulta indignante en la medida en que su caso no resuelve con la llegada de la democracia.
Lo interesante es que el escritor, dando paso a diversas perspectivas que más que dialogar se interrumpen o se corrigen, pone en marcha una narración que no se cansa con contar sino que necesita, todo el tiempo, corregir, dudar, ensayar, y criticar. La sátira es un arma feroz, e inspirada resulta la apropiación que hace Rosa de diversas fuentes, textos y citas con un admirable efecto narrativo.
Es cierto, en El Vano Ayer hay más instantes de vida que personajes genuinamente vivos, y así, evocando al Julio Cortàzar que nos enseñó que “nunca sabremos como contar esta historia”, Rosa nos muestra que el problema es que si no lo sabemos nosotros, alguien nos lo hará saber y quien lo haga no será, sencillamente, alguien con todos esos matices que pertenecen, al menos por el momento, a su literatura, una que se ocupa del recuerdo y para ello concede al menos el recuerdo de un futuro novelesco menos predecible y tópico, algo más dolido e inteligente.
Lo prometía Àngel Gonzàlez, quien aparece de un modo inesperado y sutil en la novela, en su poema “El Futuro”: Pero el futuro es otra cosa; pienso: tiempo de marcha, acción, combate, / movimiento buscado hacia la vida.
]]>Jonathan Franzen Freedom
bq. Farrar, Straux & Giroux, Nueva York, 2010
Otra novela de Jonathan Franzen. Y otra historia, claro está, familiar. De una familia de clase media norteamericana. Es parecida a la anterior aquella en la que una corrección (o varias) daban pie a un drama familiar de prisiones (corporales, culturales, psicológicas) variadas que definían un estado más o menos histérico de un país.
Hay, por supuesto, una larga sombra en estas novelas y es la de John Updike. En su tetralogía del Conejo, a través de un punto de vista casi estrictamente varonil y heterosexual, aunque no exento de toda la crítica, el dolor y la consecuencia que esta perspectiva implica, narraba con no poca inteligencia la historia de una familia a través de las décadas y de como la evolución de su país no era una manera de salpicar sus vidas sino viceversa, sus neurosis eran también una manera de vivir y de participar en su propia narrativa.
Pero sobre todas las cosas, Updike estuvo interesado en esa conciencia, como buen lector de Marcel Proust. Así que emprende aquí el escritor Franzen otro camino bien distinto. Para empezar, no hay un lenguaje sensual, perceptivo: el idioma inglés tal y como se declina en esta Freedom es cristalino, dolido, aunque léxicamente variado jamás se permite morosidad o calma.
Para continuar, juega el autor con la vulgaridad de un modo insospechado, también lo suficientemente inspirado como para que se malinterpreten sus intenciones. Esta historia gira alrededor de tres personajes, Richard Berglund, su esposa Patty y su amigo, el rockero Richard Katz. El pequeño de los Berglund, Joey, ofrecerá disgustos mientras que la evolución del triángulo amoroso dará para una historia intensa y resuelta con formidable emotividad.
En un momento de la historia, Patty comienza a leer Guerra y Paz de Tolstoi. Han creído ver muchos críticos una manera que tenía el autor de inscribirse en una narrativa del siglo diecinueve, cuando la maniobra, no por hábil y publicitaria, no podría ser más incorrecta. Freedom es una novela de tipos vulgares, y en eso es tremendamente norteamericana y por lo tanto raramente tolstoiana, quien escogía a sus personajes por todo cuanto tenían de especiales.
Es cierto, Katz es una estrella del rock de carrera tardíamente despegada y también Richard Berglund tiene un gran proyecto ecológico con el que dar carpetazo a tantos años de meditación y frustración respecto a la historia política. Hacen, o intentan hacer, grandes cosas, pero no son míticos, ni son los más importantes: Franzen subraya de ello cuanto de vulgar hay en los proyectos, siquiera por las concesiones, por los intereses empresariales en juego y por lo automático.
La novela tiene un lenguaje cristalino, y solamente se permite una voz, una voz impostada pero dolorosa y cercana. Es Patty, en confesión a su psquiatra en segunda persona, quien será la única capaz de hablar. Y es en ella donde se explica la diferencia radical, la corrección y la libertad, si se me permite la broma, respecto a la novela anterior.
Porque Patty cambia. Todos los personajes de Franzen comienzan alineados, cuando no realmente condenados a ser quienes son. Toda la novela gira alrededor de eso: en la competencia entre nosotros, en la búsqueda de una identidad en el capitalismo tardío, hay también un dolor identitario que nos hace ser inevitablemente.
Pero hacia las emocionantes páginas finales, Franzen intuye un final bello y emocionante sin que prometa un mundo mejor, ni tan siquiera un mañana mejor. Pasada ya la juventud, pasado ya el tránsito de la edad adulta hacia la madura, los personajes por vez primera deciden. Deciden saber quienes fueron y quienes ya no volverán a ser.
Han redescubierto la compasión, no en busca de algunos Dioses, o del libre mercado o de la rebelión interna como forma de angustia, sino como manera verdaderamente espiritual de decidir. Ha decidido por vez primera ella pero con ella, y no a través de ella, lo han hecho los dos hombres de su vida. Y por primera vez, con los personajes, entendemos el descanso, el suyo y nunca el nuestro, y albergamos una feliz sospecha, la de que será el mundo, el de las personas corrientes, un lugar donde haya todavía cabida para las decisiones, las buenas decisiones, frente a las malas causas.
No es poco, y es lo que resuelve Franzen en su historia.
]]>Dice Félix de Azúa o, mejor dicho, su gracioso alter-ego, el botarate del título que se nos presenta como un idiota levemente curado, que ha descubierto los peligros de la felicidad y, por supuesto, lo ha hecho mediante la experiencia de tratar de alcanzarla. No me queda duda de que es una novela filosófica, pero sí del asunto que se trata en esta novela jovial, filosófica, breve y ensayística.
Tal vez no sea la felicidad sino la esperanza lo que se combata. Es en la esperanza donde permitimos que habite la idea de que existe una felicidad, y no la combinación de varias felicidades en grado distinto y circunstancial, y es la esperanza misma la que puede hacer vanos todos nuestros intentos.
Pero el narrador quiere llegar más lejos, o, al menos, observar qué hay tras cada una de las felicidades posibles de este mundo debe ahondar en las posibles razones para la felicidad.
Descartadas las felicidades educativas con prontitud, el idiota se pronuncia acerca de las posibles felicidades políticas:
“El jefe de célula (hoy conspicuo urbanista al servicio de una inmobiliaria californiana) tuvo un sentimiento altivo, pero nos lo llevamos a rastras gritando pues muchas gracias hasta tenerlo encerrado en el ascensor, en donde nos afeó la conducta mientras nosotros le hacíamos ver la inexistencia de contradicción entre aceptar aquel detrimento de la plusvalía patronal y el último discurso de Fidel sobre la cosecha del siglo.
¡Magníficos camaradas los de la militancia en la extrema izquierda revolucionaria! ¡Así nos luce el pelo! En cuanto alguien ni siquiera tan relevante como Sánchez Bella les ofreció una parcelita de promoción pública se dieron de codazos para entrar en palacio. España es hoy una así llamada democracia porque lo decidieron de este mundo los torturadores, los explotadores y los estafadores. La libertad conseguida como gracioso obsequio es un fruto venenoso; Adán y Eva ambién recibieron gratuitamente su Paraíso, pero nuestros primeros padres tuvieron la prudencia de decir no, gracias y largarse a la desdicha, es decir, al hogar, a lo habitable. Nuestros vendedores de felicidad planetaria tenían poca fe en su propia mercancia que acabaron por comprar el producto de la competencia, el contenido de la felicidad que vendía el enemigo”
¡Qué gran aliento libertario se respira en estos dos párrafos! Azúa, claro está, se encuentra escribiendo una novela filosófica —le interesan las preguntas en la medida en que otros han tomado ciertas opciones como respuesta— y no debe decirse, ni recordarse, que es obvio que la política no es la gestión de una felicidad, ni de cualquier otro sentimiento, sino de un bien común, de una serie de discursos públicos y bienestares. Y en pleno 2013, acaso no resulte consolador ver como ciertos intelectuales no añadieron mansas epístolas a la democracia cuando en 1984 publicaban novelas como estas, saludables.
Pero el protagonista, menos cándido y más idiota, prosigue en su búsqueda y el siguiente paso será, claro está, el sexo. Allí leemos:
“Para compensar y corregir el aburrimiento carnal se ha inventado el matrimonio, el cual lleva consigo todos los placeres, peligros, alarmas, aventuras y solazamientos de una vida, sólo que multiplicados por dos. Pero aquellas relaciones sexuales que no derivan en negocios, administración del patrimonio, pedagogía, codicia y otras actividades y pasiones semejantes, es decir, en matrimonio, son necesariamente efímeras”
¡Qué gran resumen de la novela del diecinueve —al concebir el relato económico que hay en la construcción del matrimonio— y de las negociaciones de la vida adulta aún vigentes en este siglo!
Pero Azúa, libertario como decía, está preocupado por el servilismo y es aquí donde la esperanza —la esperanza de ser libres— emerge como un posible tema de la novela
“Se me dirá que acabada una relación se empieza otra y ya está, que un clavo saca otro clavo; y en efecto, así es, INEVITABLEMENTE; las relaciones se sucederán, pero el contenido de la felicidad sexual se alejará cada vez más para dejar lugar a los FINES SUBALTERNOS de caudillaje, cuidado de la inseguridad, odio de sí mismo, temor a la vejez, hasta ocupar por completo el espacio de la esperanza”
Las exploraciones sexuales las lleva el héroe con una mujer algo mayor, Victoria, pero las que verdaderamente provocarán mayores quebrantos serán las amorosas que provocará una mujer, más joven, llamada Susana. Porque Azúa, buen lector de diccionario y enciclopedia, no ha entrado en el discurso bajo el cual el amor es solamente una declinación del sexo. De hecho, ha llegado a su altura metafísica:
“Es natural que el Amor se presente después – y no antes – del aprendizaje sexual, bajo el aspecto de una puerta más alta, noble y capaz de conducnros a la felicidad, ya que se trata de una síntesis entre la felicidad política (colectiva, ética, dogmática) y la felicidad sexual (individual, estética y acéfala). El Amor parece una solución perfecta entre las abstracciones universales de la organización social y la tendencia anárquica, destructiva, de la relación sexual. Un Enamorado cree que ha resuelto por su cuenta el conflicto entre Mundo y Yo, desde el momento en que está convencido de que pertenece a Lo Otro, sin por elljo dejar de ser él Mismo. Espejismo de muchísima fuerza por lo secreto de su truco y lo doloroso de su elucidación, como ya intuyera alguien tan alejado de la psicología como Platón”
Pero además tiene una gran capacidad observadora que no conviene desdeñar.
“En todas las parejas que inestigan la felicidad amorosa hay un reparto de funciones que no depende del sexo respectivo. Al principio, por ejemplo (pero las variables son infinitas), ella es buena, dócil, no sabe ganar dinero, es lista, frágil, cariñosa y fiel, en tanto que él es colérico, independiente, eficaz, inteligente, protector e infiel. Es un esquema vulgar, pero frecuente. Pues bien, sea cual sea el reparto de las funciones, a lo largo de una investigación amorosa TODAS LAS FUNCIONES SE TRUECAN, si es que estamos hablando de una investigación seria, porque se trata de un fenómeno de mutuo espejismo y cada uno de los Objetos quiere ser Otro”
Susana, además de fuente del quebranto inesperado, será también el nexo para la siguiente búsqueda de la felicidad: la que pueda encontrarse en la sabiduría, donde las reflexiones alcanzan el mayor calado. Porque a través del devaneo entre lectura y vida, filosofía y fe, encuentra el narrador una brillantísima reflexión sobre los hilos que sostienen nuestro mundo:
“Como es evidente, a los enemigos no hay quien los ame; a los enemigos se les combate y se les destruye, entre gente bien nacida. Para eso son enemigos. Si hubiera algún modo de amarlos, ya no serían enemigos. Y, sin embargo, Cristo lo dijo bien claro: enemigos, sí; pero amados, también. A diferencia de casi todas las religiones QUE NO SON INTELIGENTES, el cristianismo elige con exquisito tacto a un enemigo al que poder amar. El cristianismo no es indiferente a la calidad del enemigo, ya que su opción es someterlo al amor.
Pues bien, esta insensatez imposible de vivir en vida, puede vivirse en la muerte, y de hecho así es como se vive y el único modo de vivirla. Aportemos, como hemos venido haciendo, pruebas científicas. ¿Qué es sino el amor a los enemigos toda la producción artística de Occidente? ¿Qué es el Quijote, qué es esa inmortalización de seres abyectos coo el cura y el barbero, vistos con la ternura y la atención de un muerto QUE NO PUEDE PRESCINDIR DE ELLOS, aunque se cuide mucho de caer en sus manos en tanto que vivo? ¿No está en el mismo caso el analfabeto vesánico llamado Fernando VII cuando lo mira Goya como un muerto? ¿Pueden representarse con mayor dignidad Pilatos, Goliath, Herodes, que en la pintura del barroco italiano? ¿No son justamente los criminales, los canallas, los energúmenos quienes más atención recibe y más atinadamente nos conmueven en los relatos de Faulkner o Dostoievski, no vemos en ellos SU NECESIDAD? ¿Han oído cómo canta el aquel odioso chulo español, Don Giovanni? ¿No son los usureros, los políticos corruptos, los financieros explotadores, los aristócratas degenerados, lo más vivo, eocionante y humano de la Comedia Humana, del Tiempo Perdido, del Rojo y del Negro? ¿No quedamos pasmados al oír los parlamentos de un asesino y una asesina, la família Macbeth? ¿No es, en fin, la representación artística occidental un gigantesco conjunto de ENEMIGOS ALTAMENTE ESTIMADOS?”
Es esta una novela breve, de algo más de cien páginas. No carece de defectos: Victoria y Susana son indeseados borradores para el lector más curioso, y la autoparodia final, con un personaje llamado Judas que comparte no pocos rasgos con el propio Azúa, resulta bienvenida pero no tiene un gran peso cómico o dramático.
Sin embargo, esta obra alcanza sus mejores momentos al ser erudita sin parecer obtusa o extraterrestre a cualquier lector curioso que encontrará lecturas, diversiones y reflexiones. Porque Azúa obvia toda glamourización —para algo hay una magnífica desmitificación de la felicidad del suicidio— y al final nos termina arrojando a la vida, a la sabiduría y a la desdicha para que el aprendizaje de la decepción no sea sino un arma potente con la que vivir, esta vez sí, con el arrojo y la libertad de quienes eluden, al decir de Emily Dickinson, esa cosa con plumas que se encarama al alma.
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Qué distinta es Marie Calloway a muchos de otros autores que publican en los mismos sitios que ella lo hace y qué inteligente es el relato mediático para desprestigiar y desproblematizar a escritores que al menos hablan con cierta inteligencia y valor del mundo y tratan de explicárselo. Leyendo sobre esta escritora, podría pensarse uno que se trata de otro de esos autores centrado en auto-ficciones más o menos veladas o en tediosos relatos sobre el tedio, cuyo loop temático justifica su pobreza imaginativa.
Afortunadamente, no es el caso. Esta es una escritora más cercan a Natalia Carrero que a otra cosa. Es decir, es una escritora de la precariedad y del género. El género no está entendido aquí desde una óptica de conquista social sino de diferencia de clases. El relato masculino lo escriben hombres, pero hombres de una clase social determinado así que Adrien Brody debe evitar ser leída superficialmente.
Es decir, no me interesa su referencia a una estrella de cine en el título para ocultar a otro escritor. Entre sus más notorios, aunque disculpables defectos, está la prosa, puesto que cuenta con las mismas limitaciones gramáticas y léxicas que muchos otros escritores de su país y de edades parecidas. Pero en el caso de Calloway al menos responde a un programa bastante concreto y a un lugar desde el que se escribe, que es la precariedad social.
Y lo que es más importante, no renuncia a precarizar a los personajes de cultura, de palabra, de inteligencia. Los personajes de Calloway piensan, aunque no todos sean los mismos. Piensan y han leído. No se disculpan por haberlo hecho.
El relato lo protagoniza una trabajadora sexual que se enamora de un profesor (y suponemos que escritor) con el que mantiene una vibrante relación, no solamente de erotismo, claro, sino intelectual. Lo que problematiza también Calloway es la estrecha relación entre las palabras, la crítica, la mirada distanciada de quien detesta lo que ve pero lo cuenta y lo representa en un tono directo, librado de descripción, de contexto, de nomenclatura, marcado solamente por la referencia a un escenario bastante concreto —el de la Nueva York contemporánea de ciertos relatos hipster— pero no de un modo solipsista sino meramente hiperreal.
El juego entre el profesor del deseo y su alumna sale, lógicamente, mal. Ella construye un hombre frágil, tal vez adorable, por su falta de encanto. Él se va desnudando ante ella, pese a su falta de respeto a su otra relación estable pero al final, la aprendiz no deja de serlo. El hombre tiene el poder, comprueba lacónica.
Pese a la violencia, pese al juego erótico, pese a la intimidad, pese a la obsesión. La protagonista de Calloway está desesperada – por conectar, por atisbar abismos físicos e intelectuales menos abusivos que los convencionales – y asume sus propias contradicciones íntimas.
Cuando el profesor se marcha, sabemos que nada ha sido aprendido, pero, a cambio, muy poco será olvidado.
]]>La ficción es la siguiente: una mujer más o menos cavernícola, más o menos prehistórica, se marcha de su tribu y deja sola a su hermana. En su viaje solitario, se encontrará con muchos peligros, violencia, sexo, asesinato y los placeres de la caza. Aunque al final no aprenda lección alguna, no hará otra cosa que seguir viajando hacia delante, en busca de un sitio en el que sus capacidades recién adquiridas le permitan ir construyendo alguna cosa.
La ficción de este tebeo es deliberadamente delgada, así como su estilo gráfico, que tiene todo ese rango de influencias francesas que ya han comentado muchos de sus críticos, especialmente Sfar entre todos ellos. Se ha dicho y se ha explicado que este es un debut muy prometedor y sorprendente, pero no se ha dicho que la historia, casi reducida al mínimo, esquiva la cursilería y no el sentimiento, fomenta la inteligencia y no la simplificación, cuestiona las maneras de contar y quienes son los dueños de las historias y no certifica la imposibilidad de las ficciones por coartadas de metaficción.
Sin embargo, esas influencias estilísticas son bastante asumibles porque no son conceptuales, ni en modo alguno afectan de verdad a lo que la autora quiere representar que, sospecho, es una historia del feminismo al margen del feminismo, por lo que el tiempo en el que transcurre la historia (y la lectura del propio tebeo) establece unos juegos lo suficientemente interesantes como para esperar con bastantes expectativas el segundo volumen.
La hermana pequeña del relato, uno de los contrapuntos más interesantes, no aborda el asunto sentimental sino que propone un punto de lectura a partir de los roles. La muchacha salvaje, por otra parte, descubre los placeres del sexo salvaje sin que ello la impida ser consciente de los peligros de la sumisión y se rebela también contra la opresión cuando aparece.
Mientras el segundo volumen decide como continuar esta historia, las preguntas que nos hacemos no son las de siempre sino que están llenas de nuevos interrogantes. ¿Nos alimentamos siempre a costa de lo que otros lograron con violencia? ¿Hemos construido las mejores sociedades a través de una fluidez que se logra solamente a través del desarraigo?
La muchacha salvaje no pretende ser una alegoría y, sin embargo, sus mecanismos dramáticos no eluden la mirada ni la participación: el lector es devuelto a ese estado de inteligencia asilvestrada en el que todo es posible.
]]>Anagrama, Barcelona, 1998. Traducción de Tomás Segovia.
¡Qué pequeña e impagable delicia supone leer este libro traducido! ¿De qué habla ahora este hombre ebrio de hipérbole, se preguntará el más generoso de los que leen esta web limpia, ordenada y culta? De nada, de nada enloquecido, pero atended al nombre de quien traduce: Tomás Segovia. Suyo es el mejor Hamlet que he leído en mi vida en lengua castellana. Cuanto le debo a Juan Villoro el placer de haber localizado ese nombre y esa hazaña en su Crónica hacia Shakespeare.
¡No se imagina el lector español el menudito juego de espejos que tiene entre sus páginas! Bloom, que es un crítico que quiere hablar con la voluntad profética de su Shakespeare, puesto en verbo ágil y preciso por la inteligencia demoledora de Segovia, que de paso nos dio a nosotros, deshechos en la elegancia del verso de Lope, el mejor de todos los Hamlet. De eso se trata pues, porque este libro es casi un viaje por todos los huracanes personales de su crítico.
Traté de leer este libro varias veces de manera tranquila y no pude. En serio. La primera vez fue por pura vergüenza torera. era tal mi hombría que no podía yo ir a esos jardines sin haber leído al bardo de manera completa. La segunda fue por pereza y destierro de sábado noche: cinco líneas más donde Bloom me deje entrever las cincuenta intertextualidades geniales de pensamiento que ha encontrado y yo voy a morir entre birritas de un euro para no echarme a llorar.
Y la tercera fue porque me entretuve haciendo una parodia. Y es que el estilo de Bloom sugiere cachondeo, no lo vamos a negar. Así, yo podría decir que, en las afirmaciones casi proféticas Bloom parece albergar el pathos de Nietzsche, pero en su relectura quisquillosa y juguetona del pasado admite en su pensar el juego borgiano, sin embargo, el verdadero precursor de Bloom es Samuel Johnson por lo de parecer hombres abigarrados en cuerpo y alma.
Bien.
Creo que se me entiende.
Pero el caso es que Harold Bloom es un crítico conservador maravilloso y no queda nadie ya de su estirpe. Su conservadurismo es meramente cultural: él cree que luchar por una idea de la tradición occidental en la que hay una fuerza espiritual, profana pero de aliento religioso, merece la pena porque estamos en posesión de una sabiduría más grande que aquel almacén donde guardaban el Arca Perdida y un poco más importante que los ojos extraterrestres de la joven Isabelle Adjani.
No, en serio, la sabiduría es el centro del poder —espiritual, moral— de toda una época y leer a Bloom no es reconfortante pero sí inspirador. Es importante distinguir entre esas sensaciones y la lectura de este crítico maravilloso lo acentúa. Nadie en su sano juicio debe sentirse reconfortado al comprobar el interés continuo y la claridad mental que tiene para ordenar a Cervantes, Shakespeare, Platón y Nietzsche en su cabeza jugando con ellos con la misma, pasmosa facilidad con la que ha situado a Dostoievski, Wilde y Pater como figuras de transición; nadie puede quizás tener la agudeza sensible de Bloom para leer poesía.
Pero hay inspiración. No tanto una especie de respeto, de ridícula reverencia, de pleitesía barata, sino de reacción en contra a los que nieguen la fuerza de las palabras para configurar una cultura. ¿Tiempo para hablar de las literaturas nacionales? Uno sospecha que en sus mejores momentos el huracán Bloom logra que olvidemos que el castellano y el francés no son lo suyo y logra que estemos inmiscuidos en la intensidad de su huracán mental.
En pocas palabras: la literatura importa, pero no tanto porque el lector importe, lo cual es un razonamiento relativamente populista que no sería conveniente, sino porque la fuerza de las palabras importa. Por eso mismo, Bloom, ávido seguidor de Borges, conoce las paradojas de su laberinto, sabe las esquinas de su entendimiento y más que un enfrentamiento contra la escuela del resentimiento, esas divertidísimas y cascarrabias diatribas de un hombre que ha visto algunas trivialidades en las que puede incurrir la crítica y pensamientos académicos, lo que tiene es un enfrentamiento ante la idea de la posteridad.
Y Shakespeare, del que ya había hablado en su célebre Canon Occidental en un excelente ensayo, es el centro de esta obra monumental que, una vez terminada, parece muy, muy lejos de ser la obra definitiva. ¿Puede Bloom escribir una obra definitiva sobre un autor que él considera inconcluso? Ah, laberintos.
Bien, vayamos a los pormenores.
Bloom por lo general, vuelve siempre a Hamlet, como el niño a la piruleta, hasta cuando está hablando de Antonio y Cleopatra o de Iago. Tal parece su caso extremo de hamletismo que, descontento con la obra que puebla la misma Hamlet, uno sospecha que el libro bien haría en reeditarse con audiobook de los soliloquios bloomianos sobre el personaje. ¿Es necesario volver siempre a Hamlet cuando las intenciones de Shakespeare con sus otros personajes son otras?
Puedo tolerar un regreso cuando compare complejidades o hasta ideas, pero lo de Bloom con Hamlet es una de las trabas más difíciles de superar del libro. Sería de agradecer que Bloom hiciera mayor hincapié en el número de actos de las obras shakespereanas y en su estructura y que, cuando lo hiciera, prestara menos atención a desdecir rumores.
Pero, salvando esto, estamos ante un libro gigantesco, buen material de relectura gracias a que su autor conoce mejor que nadie a los personajes de Shakespeare. Uno sospecha que en la hora de la cena, Bloom mira a su esposa con el mismo misterio que el hombre perdido en el primer laberinto porque las criaturas shakespereanas le parecen ya la única materia del alma en la que halló conocimiento verdadero.
¿Cual es el verdadero fuerte de Bloom en el que no haya operado antes en ensayos previamente publicados? La atención que presta a la definición de personajes. Por ejemplo, Othello, que nos explica como Shakespeare evita dibujarle en exceso. De Macbeth nota su impotencia, para risa del lector que la tenga fresca y curiosidad amplia en el que vea los detalles asombrosamente vivos de la obra de Shakespeare.
Y así con todas y cada una de sus obras: nadie ha prestado tanta atención a quienes son los personajes de Shakespeare a través de sus detalles y esa labor hace de este trabajo algo imposible; un libro cuyos placeres pequeños son insólitos y bienvenidos y que en sus tareas de conclusiones más ambiciosas es algo repetitivo, asimétrico y tosco.
Cierto; coloca Bloom en Hamlet todo revoltijo filosófico posterior a esa era del caos, post-divina, que empezaron a imaginar los pensadores desde Nietzsche. Pero ¿cómo no hacerlo? Hamlet es héroe y villano, pero lo más importante, su soliloquio más citado, pareciera una síntesis válida conforme van pasando los años. El verbo de Shakespeare, el sentido amplio y elevado de Segovia en el castellano y, finalmente, la razón de Bloom, todas en este soliloquio que sigue siendo devastador, hermoso y brillante a partes iguales, que sigue siendo algo muy inferior de todos los juicios y fiestas que le podamos dar:
Ser o no ser, de eso se trata.
Si para nuestro espíritu es más noble sufrir
las pérdidas y dardos de la atroz fortuna
o levantarse en armas contra un mar de aflicciones
y oponiéndose a ellas darles fin.
Morir para dormir; no más ¿y con dormirnos
decir que damos fin a la congoja
y a los mil choques naturales
de que la carne es heredera?
Es la consumación
que habría que anhelar devotamente.
Morir para dormir. Dormir, soñar acaso;
sí, ahí está el tropiezo: que en ese sueño de la muerte
qué sueños puedan visitarnos
cuando ya hayamos desechado
el tráfago mortal,
tiene que darnos que pensar.
Esta es la reflexión que hace
que la calamidad tenga tan larga vida.
Esperaba yo encontrarme un tebeo sobre la família, guiado seguramente por el título tras haber visitado con felicidad el sitio que aloja las tiras cómicas que han producido este volumen largo. Pero no. El tebeo es sobre la familiaridad, un sentimiento y no un detonador de los mismos.
Carmen Pacheco es una escritora amena, de prosa habitable y cuidada, ajena a los excesos adjetivales, que comparte con su lector la inteligencia e incluso el hastío sin que pierda su estilo felicidad alguna. Laura Pacheco, su hermana, es dibujante de trazo fino, de indudable y práctica artesanía, capaz de sacar partido a todas sus viñetas. Su gran obra es, de momento, una versión amable de sus días y las filias de sus padres, de ellas mismas y de sus objetos. Nadie, ni nada, queda en el olvido, hasta una encantadora baba surgida del dormir plácido de una protagonista encuentra su diálogo con la almohada.
El asunto del tebeo son la casa, la risa, la brevedad y el cansancio. La maniobra tiene ese punto, al que el tebeo es un formato presto, de autoficción deliberada: las dos hermanas no solamente se reparten las tareas de escritura y dibujo sino que se representan a ellas mismas como dos arquetipos fácilmente digeribles.
La mayor es neurótica, más no muestra, la menor es detallista, observadora, calmada. El momento más brillante del tebeo es el que más se acerca a una cierta progresión dramática. En una discusión, que viene a ser el antagonismo, descubrimos, al contrario, la similitud. Ese sentimiento de tremenda familiaridad se explica en unas pocas viñetas: la tranquilidad de la madre y la hija pequeña, y el carácter que choca entre un padre y su hija, ambos avezados en la consolidación de sus ideas y anclados, en que del cuestionarlas surja la duda sobre el otro, una duda completa sobre sus razones y sus acciones.
Es un momento de puntual estallido en un tebeo estructurado en siete días como si fueran siete pequeños y agradables microrelatos. Son el padre, que toma conciencia de su presencia ficticia evitando llevar vestimentas inadecuadas, y la madre, quien tiene esos encantadores problemas de Internet de algunas familias (como la nuestra), los que llevan la comedia a través del absurdo y cuando no son los objetos los que dialogan sobre las hermanas.
Es una decisión, no cabe duda, premeditada: han hecho una autoficción para desplazarse como personajes poco dramáticos. Es posible que en algún momento encontremos la historia de lazos familiares que anida en esta comedia de costumbres que aunque tenga telón de fondo almeriense presenta escasez de localismos, amabilidad, buena escritura y mejor dibujo.
]]>El historietista Chester Brown es un usuario habitual de la prostitución. Dicho asunto es, al parecer, motivo de glosa y de eso trata, extensivamente, durante sus páginas su obra dedicada al tema, del hecho de que él sea usuario; y esto, y no otra cosa, ha sido el principal motivo por el cual autores de la talla de Robert Crumb, quien aclara en el prólogo ser muy tímido para el puterío, Neil Gaiman o Alan Moore han dado gloria al autor del tebeo puesto que, se supone, que nos plantea con gran sinceridad un tema desde otra óptica.
Debo ser una excepción, ya no sé si honrosa o no, pero Chester Brown me ha parecido muy poco relevante, escasamente sorprendente y más que escandalizarme he sentido pena, auténtica y lastimera pena, y ocasional admiración, por decisiones a la hora de contar algo que respondían a un aparente distanciamiento propio.
La obra la pueblan personas reales que tuvieron potestad e incluso voz al término de esas páginas. Entre ellas Joe Matt, también historietista, y Seth, el más sensato de los personajes/autores quien, con brevedad, explica mis mayores problemas con la obra.
El argumento es bien sencillo: el autor tiene una ruptura, en las postrimerías del año 1996, y decide que el amor romántico no existe, que no está posibilitado para ligar más y que lo suyo es, visto lo visto, invertir cantidades fijas en el uso de prostitutas con tal de obtener placer sexual.
El libro narra como de 1996 a 2003 el señor Chester Brown, canadiense, ha disfrutado de los servicios de diversas cortesanas; termina decidiendo quedarse con una, estable, en un capítulo final sinceramente titulado “De vuelta a la monogamia”, aunque después llega un epílogo en el que, lleno de quejumbre, expresa que nadie entiende que él ya no es necesariamente un putero, puesto que se ha especializado, y parece tener problemas semánticos, pues aclara enseguida que sigue pagando a la mujer por su actividad sexual.
En dicho epílogo se hace un panfleto escasamente convincente para quitar sonrojo a los usuarios de la prostitución. El momento más intelectualmente lastimero de Brown es cuando cita a un esotérico psicólogo para rebatir el concepto de explotación. Y es que, resulta curioso, que, tratándose de un libro que quiera ofrecer otra perspectiva, estemos ante un autor tan esforzado en encontrar una especie de legitimidad social y más preocupado en eso que en los efectos morales y psicológicos de su práctica.
En diversas ocasiones, parece quedar claro que la mujer es extranjera y en el polvo más decididamente incómodo, la chica solicita al autor/narrador que aparte su miembro si no va a terminar. Este episodio, el de buscar con rapidez el final, sucede varias veces.
El autor, sin embargo, ofrece una explicación poco persuasiva a estos episodios, que sugieren una actitud nada festiva y proclive al sexo, deduciendo que quizás lo que se debe hacer es cambiar de prostituta. La única paradoja que admite es la final, pero no sin antes aclarar que la mayor parte de la gente no lo comprende.
Me interesa mucho más lo que ignora Chester Brown en su libro. Descarta con gran facilidad el salir a ligar. No parece alguien excesivamente atractivo, a juzgar por la contraportada, pero tampoco alguien necesariamente espantoso. Es una persona anodina, cortés, necesitada. Se impone él mismo un argumento sencillo: “ligar es una cuestión de círculos sociales” y decide no esforzarse. Brown es incapaz de ahondar en sus miedos, en sus temores, en sus propios y tremendos dogmas.
Otra cosa que no trata: los polvos en profundidad. El lenguaje corporal de sus mejores polvos es mencionado en detalles clave, pero no habla de la notable diferencia que hay entre distintos lenguajes corporales, entre el lenguaje corporal de dos cuerpos en obvio deseo y otros que ejercen una mera rutina. Esto no parece importar demasiado a Brown.
Incluso en un plano introspectivo y psicológico, Brown no parece añorar el sexo lento, de caricias, felizmente agotador, y enseguida su narrador pasa a quejarse, formando parte de su nueva asociación de consumidores, por las deficiencias de los servicios que contrata.
Lo más desgarrador de este libro no es que su autor haya decidido tener una vida privada basada en la contratación habitual de prostitutas y en la negación de salir, mirar, desear, fracasar y lograr otra cosa. Qué novedad tan penosa sería que eso fuera escándalo o fuera necesariamente algo “terrible”.
Lo más desgarrador es que su autor carece de imaginación. No solamente para imaginar a las demás, porque, siendo generosos, el dibujo de todas las mujeres es más bien simple y estratégicamente reducido a representar unos encuentros donde no se compromete demasiado al protagonista en la medida en que no está obligado a reconocer al otro, sino también, y esto es ya más evidente, para consigo mismo, para saber imaginar qué fracasos y qué necesidades ha tenido o ha deseado o ha soñado.
Su relato es justificador en la medida en que dibuja una persona decididamente poco imaginativa, arruinada, de hecho, tan ruinosa que todo su libro, un canto libertario a costa de ignorar los obvios efectos psicológicos de la dominación y de diversos problemas con otras sustancias, que no se lee como una celebración del sexo sino, al contrario, como una oficinista concepción de la vida privada, como una rutinaria hoja de servicios con la que cumplimentar los terrenos más fértiles de la imaginación, del erotismo.
Bien, agradezco el testimonio de Brown, indudablemente valioso como documental de la escena canadiense y una parte de su estrato social, pero esta homilía justificando sus hábitos propios no escandaliza demasiado, ni logrará hacer cambiar de posición, a nadie debidamente iniciado en la imaginación moral y el librepensamiento.
El resto, me temo, son demasiadas cosas que no se quieren decir.
]]>¿Por qué se considera la literatura como algo poco imaginativo? Yo creo que responde a la manera en la que hemos dado a concebir la literatura: como un espacio salvaje donde la imaginación no está sujeta a reglas morales y donde no se sancionan u aprueban ideologías concretas. Sin embargo, en todos los autores yace un programa, estético y literario también, y se hace difícil no descartar los matices sino encontrar ese terreno literario fértil que pasa antes por una lectura y por una serie de descartes, más o menos voluntarios, que se ponen al servicio de un aislamiento cómodo de la literatura, como objeto o como serie de textos interrelacionados, que no mediante una realidad.
El tema es amplio y no me interesa ahora combatir el antiintelectualismo feroz de quien considera descartada la biografía porque considera mucho más importante su primer acercamiento a la obra antes que la manera en que vivió o pensó el autor. El tema es ciertamente largo por abarcar asuntos relativos a la teoría literaria muy diversos y escapa a lo que yo ahora quiero referir y es la manera en que decidimos que la ideología es antes un encierre que una liberación necesaria y en la que hemos aceptado, según unas reglas del juego que presumimos poco o nada ideológicas en sí mismas, no leer de manera ideológica o política no con el fin de no meternos en problemas sino con el fin de ser libres.
Hay un cuento precioso de Robert Louis Stevenson llamado “La piedra de la verdad” que termino recordando cada vez que leo una diatriba en contra de las lecturas ideológicas. En ese cuento, un rey y sus dos hijos, el mayor y el menor, visitan a otro, que además de rey tiene a bien de ser sacerdote y de tener como descendencia a una preciosa doncella que los hermanos no van a dejar de disputarse desde que la conocen. El rey sacerdote y futuro suegro tiene solamente un deseo para los pretendientes: que encuentren la piedra de la verdad, pues su sabiduría es incomparable a cualquier otra y a cualquier otro favor posible. Mientras el hermano mayor cabalga a través del mundo buscándola, el menor recibe una lección de su padre, al ser dicho que hay en su casa una piedra de la verdad y logra casarse con la doncella.
Los años suceden, y el hermano mayor va recopilando piedras, de diversos colores y notoria belleza, que son identificadas como piedras de la verdad, pero no logra encontrar sentido alguno. Al final, llegando al fin mismo del mundo encuentra a un viejo que le ofrece un feo guijarro que emite una luz que le permite entender el sentido de todos los pedruscos acumulados. Con ese guijarro en la mano, se dirige hacia su castillo, donde, al llegar, descubre a los hijos de su hermano menor y su tan ansiada doncella.
El hermano menor le comenta, con confidencia y sorna, que su búsqueda ha sido en vano pues la piedra de la verdad era un accesorio que estaba entre los tesoros de su padre y ahora él está casado con la bella doncella. Le responde que se mire, pues en la piedra podrá ver que es ahora un anciano de cabellos ya canos. El mayor le dice que ha encontrado un guijarro que es la piedra de la verdad y que se resiste a creer que lo que tenga en sus manos sea falso. Con el guijarro señalando a su hermano y su esposa, el hermano mayor observa la verdad de cuanto ha sucedido: tras la sonrisa de la reina no hay más que una profunda y tremenda desdicha y ahora, todo ha terminado.
Me parece un cuento brillante por muchas y variadas razones. La primera es la concisión narrativa de Stevenson que jamás renuncia a una sobriedad estilística de la que aprendieron muchos de sus admiradores, algunos de ellos ilustres cuentistas. La segunda es la lección que yace en el cuento. Stevenson coloca un objeto de deseo, que en realidad son dos.
El primero es la doncella. Por su amor, ambos hermanos quieren resolver el problema que plantea su progenitor, el de dar encuentro a la piedra de la verdad. Pero cuando el mayor emprende ese viaje largo y que ocupa gran parte de su vida, su impulso inicial se transforma ya que quiere encontrar la piedra de la verdad y entender su verdadero significado, maxime cuando todos dicen tener una.
Por eso el final es precioso. No es que ofrezca consuelo alguno al ver el fracaso del impulso inicial del hermano, sino que, al final de su viaje, está listo para comprender aspectos más complejos y mejores matices de la naturaleza humana. El hermano menor tiene una ansiedad inicial, pero no quiere resolver el problema tal y como está planteado, quiere resolver su problema, que no es otro que el de conseguir a la dama. Para cuando la comodidad, le ha dado la victoria, Stevenson nos proporciona un final verdaderamente sabio.: nuestros deseos no existen para hacernos más sabios, ni siquiera para sernos verdaderamente útiles al cubrir nuestras necesidades.
En el descarte de la ideología hay una actitud similar a la del hermano menor. La ideología es considerada, ciertamente, un estrago, pero al aceptar otro relato dado, un relato en el que podemos usar impunemente palabras como libertad o imaginación (reduciendo, considerablemente, el alcance que esas palabras tengan en sistemas de pensamiento humano) aceptamos como dado un relato de otros.
Es cierto que el impulso inicial pueda ser, como el del personaje de Stevenson, el de una doncella: en este caso, comprender nuestros reparos con un libro o autor cuyo discurso no nos parece aceptable y después, descubrimos, que son sus métodos los que no son legítimos. En el curso de esas explicaciones, llegamos a la ideología, no buscando el consuelo de una piedra de la verdad, sino buscando comprender algunas razones que existen todavía en el acto de leer y de escribir.
El hermano menor quiere dejar de iluso y bobalicón al mayor, pero es, solamente, porque no entiende la utilidad verdadera y última del ateísmo: la de entender por qué suceden las cosas, por qué humanos y por qué intereses, y no la de vivir la vida tal y como la dictan los demás.
]]>Publicada originalmente en 2001, Las Correcciones, que ya fueron traducidas por el estupendo Ramon Buenaventura, traen ahora en su reedición de bolsillo el primer bolsillo de la siguiente (y hasta ahora última) novela de su autor, la celebrada Libertad o Freedom en su más sugestivo original.
No sorprende que el adelanto sea así. Es cierto que ya había tratado el tema de una familia, pero nunca con tanta soltura; en su tercera novela, Franzen encuentra una voz y sobretodo una capacidad para tratar los temas de su tiempo sin dejar de crear una gran narrativa que se ajuste a su tiempo.
Mucho se habla de la novela en relación al ensayo publicado por Jonathan Franzen en la revista Harper’s, retitulado “Por qué molestarse” frente al Perchance to Dream hamletiano original (Tal vez soñar, si hubiera sido traducido en su publicación original), pero, francamente, ese ensayo me parece, por encima de cualquier otra consideración, una lectura sobre cual era el estado de la novela en la crítica y la cultura estadounidense antes que algún tipo de “manifiesto”.
Es por eso que The Corrections no resulta, al menos argumentalmente, especialmente novedosa, no si uno lleva tiempo leyendo a Philip Roth o, sobre todo, a John Updike. Es comprensible que a Franzen le disgustara, por ejemplo, la Pastoral Americana de Philip Roth que cuenta, también, la historia de una familia como la historia de un sitio (Newark), un país y sus devaneos sociopolíticos; pero Franzen comparte mucho más con Don DeLillo, en su visión del capitalismo como algo esencialmente corrector y solipsista, que con el humanista Roth, que observa los cambios desde un punto de vista que bien nos ocuparía otro ensayo.
Si han tenido ustedes la suerte de leer los libros del Conejo Angstrom de Updike, sobre todo el tercero, el maravilloso Conejo es Rico, poca novedad pueden encontrar en el relato, acaso el hecho de que Franzen, a diferencia de Updike, no usa el estilo indirecto libre de un protagonista masculino y sí tiene una habilidad tremenda para dibujar personajes femeninos magníficos.
El argumento del libro es harto simple.: una família del Medio Oeste, los Lambert, puede estar ante su última navidad dado el avanzado estado terminal del pater familias, Alfred Lambert. Su esposa, Enid, trata de reunir a sus hijos, todos con exageradas y muy disfuncionales patologías.: Gary, ya casado y en medio de una depresión aguda, parece obsesionado con vender la casa de sus padres antes de que el precio del mercado la convierta en barata; Denise, una lesbiana que todavía lucha con su condición sexual al tiempo que abre un nuevo restaurante en el que se estrena como chef, trata de clarificar sus sentimientos acerca de lo que verdaderamente quiere y, por último, Chip, tras ser despedido de la universidad por tener una relación sexual con una alumna, se mete de lleno en una aventura en Lituania en la que la estafa de acciones y su alianza con un matón que ahora ha fundado un partido dedicado al Libre Mercado traerá imprevisibles consecuencias.
Uno de los mayores hallazgos de la novela está en su estructura, dado que cada parte se dedica a dibujarnos la situación por la que pasa cada uno de los personajes y encuentra magníficos modos, todos ellos hiperbólicos, de expresar la histeria del personaje respecto a su ambiente y respecto a la gran cultura de clase media de capitalismo avanzado que les rodea.
Así, asistimos a la narración guiados por el fracaso de Chip, un hipster que trata de mantener su estilo de vida y a su novia, Julia, una lectora de guiones en una productora que pronto verá el escaso talento de su prometido y sus obsesiones circulares; tendremos la oportunidad de comprobar como de avanzada está la depresión en Gary y todos y cada uno de los conflictos que tiene en su matrimonio y en su relación con sus hijos; viajaremos con los padres, Enid y Alfred, también a la de su insoportable crucero de lujo y, finalmente, estaremos con Denise y su abertura de un restaurante mediante piruetas legales más que sospechosas, con gentrificación de la ciudad de por medio, hasta comprobar como de escalofriante es la transición en Lituania y como de familiar le resulta la privatización masiva y salvaje a Chip. La novela termina, claro, en una desastrosa velada navideña familiar, la última, y con una nota agridulce que deja solamente un poso de esperanza al personaje más anciano restante de la família.
¿Sobre qué trata Las Correcciones? Es muy circular e insistente en sus temas, por eso funciona. Todos los personajes están atrapados en sistemas que no entienden, imaginad al mejor Kafka barnizado de una ficción suburbial, paranoide: el Josef K. del Proceso se reproduce y es también un hombre, lector de Schopenhauer, que no entiende su enfermedad, no entiende como el Alzheimer erosiona impiadoso su memoria y su voluntad, no entiende como el parkinson y una medicación no logra calmar sus angustias; una mujer que necesita responder a una cultura que aunque nazca de subjetividad también nace de una necesidad de tomar un rol social, etcétera.
Ningún personaje entiende lo que sucede a su alrededor y cuando lo hace, es para mantenerse estancado, sin esperanza alguna. De hecho, uno diría que pocas veces el testamento solipsista del capitalismo tardío, trasladado a la incómoda facha de la clase media, había sido tan divertido.
Seguramente superada por Ruido de Fondo del maestro DeLillo, la novela de Franzen es ahora un clásico. ¿Hasta qué punto podemos reprochar que el autor deje a los personajes abandonados en la línea final? ¿Es su siguiente novela una corrección a esta? Todas esas preguntas quedan en el aire; lo que sabemos, por ahora, es que, como recuerda Chip Lambert, la tragedia se reescribe como farsa. Y ahora, la farsa empieza a ser obvia, ha engordado y no tiene lugar alguno, más que la cíclica repetición de sus errores.
El capitalismo avanzado, obsesivo, repetitivo, desde la religión expresada en el medio oeste como una aculturación masiva y absurda, hasta la expresión fluctuante del mercado de valores como un síntoma de angustia al no saber cuanto puede llegar a costar lo que se tiene, responde a lo mismo y, en ausencia de héroes, a Franzen le quedan pocas epifanías. Tal vez la mayor la tiene Chip cuando, comprobando la Lituania gobernada por privatizaciones salvajes y violencia callejera, deduce que hay pocas diferencias con los Estados Unidos; tal vez, asegura, el nivel adquisitivo y la industria del ocio, tan potente como hipnótica.
Es cierto.: momentos antes, ha estado, al principio de la novela, junto a una chica descubriendo el placer de las drogas, placer que experimentan prácticamente todos los miembros de su família.
¿Cuando se acaba la farsa?
Tal vez, lo primordial sea soltar, al fin, todas aquellas angustias, incluso las personadas. En esta novela, Franzen no tiene más respuestas, pero en su logro tremendo de mostrar el alma de unos personajes que no pueden evitar estar profundamente infelices, tampoco nos ha ofrecido un villano sencillo. Las aparentes vilezas del capitalismo tardío no se respiran, ni parecen percibirse; tenemos que acercarnos y salir, periódicamente, para comprobar los efectos en las vidas comunes y en las mayores.
Pero, en su instancia más microscópica, Franzen cree también que estamos atrapados en otro sistema que no entendemos: el del cuerpo, la gobernanza de las enfermedades y el último round, no señalado, que nos resta librar antes de morir.
]]>El destino de Peter Ackroyd (1949), un entusiasta alcohólico, un magnífico crítico conservador del diario británico The Times, no fue escribir una novela inglesa, un poco a la manera de aquella generación de escritores precoces y talentosos que surgió en Gran Bretaña. El destino de Peter Ackroyd fue describirnos a muchos grandes escritores y, de paso, escribir dos o tres grandes biografías. Entre sus libros de ficción más destacados figura una revisión de los Cuentos de Canterbury amén de diversas ficcionalizaciones a costa de restos biográficos de Oscar Wilde, Platón o hasta Shelley.
Escrita en 2004 y traducida, cuatro años más tarde, de manera monumental por Margarita Cavándoli, esta biografía shakespereana repasa la vida del bardo en ocho cientas treinta y dos páginacas que logran algo insólito: convertir la vida de un hombre en un perfecto relato episódico organizado armónicamente en partes y no sacrificar, con todo lo que supone esta empresa, todo lo que tiene de rigurosa y elíptica la vida de toda persona.
Por elíptica me refiero a que un hombre o mujer, no importa el caso, no está todo el tiempo viviendo hechos que marcarán su sucesiva biografía y que explican de manera precisa porque actuó de ese modo: imagine ahora, querido lector, el sofoco que supone recordar sus noches más gloriosas de fiesta y desmelene e imagine como el más avispado de los biógrafos encontraría allí un soneto de hechos que explican, resuenan y hasta configuran melancolías posteriores, triunfos estupendos y hasta obras inacabadas.
Es por eso que las mejores biografías de Shakespeare se ocupan de sobrevolarlo; es por eso que me sorprendo para deciros ahora que Ackroyd ha encontrado un sistema poco dado al melodrama. Para empezar, suyo es el rigor de aclararnos qué hacía Shakespeare en cada tiempo y en qué medida eso es importante. Para continuar, él está profundamente interesado en el paisaje que vivía Shakespeare a cada paso, no tanto en el efecto dramático y examina como ese paisaje, como esa interacción educó a Shakespeare.
Si bien su recuento es maravillosamente lineal y ascendente, hay un relato paralelo, contado de manera exquisita, y es el del léxico shakespereano, el de tal riqueza de registros y donde pudo aprenderlos el bardo.
Por supuesto, las partes más interesantes son las explicaciones didácticas y absolutamente bien documentadas de donde estudió Shakespeare, de cuales eran los orígenes tímidamente empresariales de su padre y de sus pequeños triunfos en Stratford-Upon-Avon, de cual fue el momento en el que se casó con Anne Hathaway, su esposa mayor que él y qué significaba exactamente ese matrimonio en un tiempo en el que las bodas eran, ante todo, un asunto de posibilidades de negocio. Aunque hay un aura monumental en todo el libro y sus informaciones, considero formidables las informaciones del libro que, de alguna manera, deshechan toda la teoría posterior de las relaciones (íntimas o no) de Shakespeare con los clásicos latinos. Ackroyd explica con detalles extraordinarios cual era el aprendizaje de clásicos en la infancia del bardo y con qué obras estuvo en contacto; también desentraña con gran pragmatismo el sentido último de si sabía o no latín o griego.
Hay pocos reproches que hacerle al señor Ackroyd. No se detiene a examinar, como han hecho otros biógrafos y teóricos, los impactos ambientales exactos de cada obra, pero proporciona algo acaso más útil.: como el viaje de Shakespeare de Straford a Londres, de actor a dramaturgo, pudo suponer una feliz e insólita decisión de última que hora que cambiaría la historia de toda la literatura.
]]>Con Últimas tardes con Teresa, Marsé nos descubría que todo lo que no es desesperación lo será pronto. La juventud era un sitio poblado de mequetrefes y a la pobreza se la miraba con condescendencia, ignorando la supervivencia, como tampoco tras la burguesía había un lugar fantástico, sino más bien un silencio. Contrastando dos mundos, Marsé dio con su primera gran obra.
Prefiero vastamente esta Ronda del Guinardó donde se propone algo incluso más complicado que un sueño roto. Se propone, siguiendo una estructura aparentemente sencilla y circular, narrar la desesperación, sin excesos sentimentales. El argumento es bien sencillo: el inspector hace la ronda con una chiquilla de trece años, Rosita, por todo el barrio del Guinardó mientras ella termina sus tareas, pues deben ir al depósito a descubrir si el cadáver que allí espera es el del hombre que una vez violó a la niña. Europa está ocupada con la segunda guerra mundial y en Barcelona no deja Marsé de recordarnos que anidan los grises y las chabolas.
La historia no podía ser más triste, pero ocupa apenas ciento treinta páginas. Los poderes de Marsé se despliegan con mayor facilidad, ciertamente. El Inspector tiene un matrimonio roto y cuando va al encuentro de Rosita tiene un pequeño diálogo con su cuñada. La prosa de Marsé es vivísima:
“Más arriba habían baldeado la calle y bajaban oscuros regueros de espuma jabonosa. Prendido con las comisuras de la cloaca se pudría un ramo de lirios. En un portal y de espaldas, subiéndose con disimulada premura el borde de la falda, una muchacha hizo chasquear la liga contra su muslo”.
El Inspector quiere salvar a la niña, pero la ronda es descubrir que ese gesto ético es insignificante. Me fascina como el escenario de Marsé cancela los tópicos, uno a uno. Lejos de convertirse en el tradicional relato ético de hombre desesperado por lograr algo de bondad en el mundo se convierte, más bien, en una crónica de lo que ocurre cuando no queda nada.
Rosita anda bien cerca de lo que podríamos tomar como prostituirse, vende palomas para comer, limpia y hasta carga con la Moreneta mientras el Inspector descubre una inocencia rota en sus piernas y en su belleza adolescente que ya empieza a explotar.
“Una ráfaga de viento alborotó las hojas de los plátanos y trajo la risa espigada de Rosita. El inspector sintió que en torno suyo se rompían las costuras del día”.
La escena final es reveladora. El inspector sabe que no la verá nunca más pero también sabe, con el lector, que su empresa era un fracaso. Los intereses de Rosita son otros pero, lo que es más importante en las novelas de Marsé, la vida de Rosita pasa por lugares que el inspector ha alcanzado a comprender y le disgustan. Esos lugares están alejados de la resolución de la infamia y pasan por llevar una vida mejor. La última vez que leemos a Rosita, la última vez que sabemos algo de ella nos deja un poso irrepetible: Marsé no deja de explicarnos que está vivísima pero que, de alguna manera, pende sobre ella el dolor de todo cuanto le ha sucedido y todo cuanto desea y no tiene.
]]>“Rosita entró en el sombrió zaguán de la Casa silbando por oírse silbar, todavía con pelusilla de plumón en los dedos, los calcetines bailando en los tobillos y la Moreneta en la Cadera”.
El segundo libro de Sullivan confirma algo que podíamos sospechar si le veníamos leyendo: que se trata del cronista y ensayista más interesante de la literatura reciente norteamericana. Sus piezas de no ficción están exquisitamente concebidas, aunque tengan la rara virtud de no parecerlo.
Lo digo porque el estilo brillante de Sullivan es adaptar el relato al asunto tratado, pero sin que medie, digamos, un estilo constante. Tomemos la seriedad de Susan Sontag, pensemos en la brillantez (léxica a minuciosa) de Foster Wallace o en los relatos humorísticos de Martin Amis basados en su polisemia y en sus hallazgos estilísticos. En todas estas crónicas sobresale el estilo, casi diría que persiste, pero además se percibe desde la primera línea. Las de Sullivan no.
Fijo la vista en como empieza el recuento de su tiempo al lado de Andrew Lytle.:
When I was twenty years old, I became a kind of apprentice to a man named Andrew Lytle, whom pretty much no one apart from his negligibly less ancient sister, Polly, had addressed except as Mister Lytle in at least a decade. She called him Brother.
Cuando tenía veinte años, me convertí en una especie de aprendiz de un hombre llamado Andrew Lytle, a quien básicamente nadie aparte de su insignificantemente menos anciana hermana, Polly, había excepto como el Señor Lytle an al menos una década. Ella le llamaba hermano.
Y ahora su perfil, glorioso, de la estrella del rock caída en eterno regreso, Axl Rose
HE IS FROM NOWHERE. I realize that sounds coyly rhetorical—in this day and age, it’s even a boast, right? Socioeconomic code for I went to a second-tier school and had no connections and made all this money myself.
Yeah, I don’t mean it that way. I mean he is from nowhere. Given the relevant maps and a pointer, I think I could convince even the most exacting minds that when the vast and blood-soaked jigsaw puzzle that is this country’s regional scheme coalesced into more or less its present configuration after the Civil War, somebody dropped a piece, which left a void, and they called the void Central Indiana. I’m not trying to say there’s no there there. I’m trying to say there’s no there. Think about it; let’s get systematic on it.
ÉL ES DE NINGUNA PARTE. Me doy cuenta de que esto suena coquetamente retórica – en estos días, es incluso una fanfarronada, ¿verdad? La clave socioecónomica para “Yo fui a una escuela de segundo nivel y no tenía conexiones e hice todo este dinero por mí mismo”.
Sí, no quería decirlo de ese modo. Quería decir que él es de ninguna parte. Dados los mapas relevantes y una brújula, creo que podría convencer a las mentes más precisas que el vasto y rompecabezas que es el esquema regional de este país en más o menos la presente configuración después de la Guerra Civil, alguien se saltó una pieza, que y llamaron ese hueco Indiana Central. No estoy tratando de decir que no hay allá allí. Estoy tratando de decir que no hay allí. Pensad sobre ello; pongámonos sistemáticos sobre ello.
Existe un interés evidente en el lenguaje. Su estilo quiere recalar, y en estas dos crónicas lo hace de una manera distinta, en un lenguaje. Desde la manera en la que Polly llama a su hermano, el señor Lytle al que da título el ensayo, hasta la manera, casi oral, en la que empieza a exponer su pequeña intelectualización.
El libro de Sullivan es, qué duda cabe, excelente. Pero su triunfo yace, en menor medida, en la manera en la que el autor debe aprender a contar lo sucedido y lo que le viene sucediendo.Al final de su ensayo de Axl Rose, se decide a llevar al final su estilo.:
I don’t know him at all. Maybe if his people had let me talk to him, he’d have bitten and struck me and told me to leave my fucking brats at home, and I could transcend these feelings. As it is, I’m left listening to “Patience” again. I don’t know how it is where you are, but down south where I live, they still play it all the time.
And I whistle along and wait for that voice, toward the end, when he goes, Ooooooo, I need you. OOOOOOO, I need you. And on the first Ooooooo, he finds a note so tissue-shredding it conjures the image of someone peeling his own scalp back, like the skin of a grape. I have to be careful not to attempt to sing along with this part, because it makes me, like, sort of throw up a little bit. And on the second OOOOOOO,you picture just a naked glowing green skull that hangs there vibrating gape-mouthed in a hyperbaric chamber.
No le conozco en absoluto. A lo mejor si su gente me hubiera dejado hablar con él, me hubiera mordido y y me hubiera dicho que me llevara mis putos y podría trascender estos sentimientos. Así como está, soy escuchando “Patience” de nuevo. No sé como es donde tu estás, pero aquí, en el sur de los Estados Unidos , todavía la tocan todo el tiempo.
Y me silban a lo largo y esperar a que la voz, hacia el final, cuando se va, Ooooooo, te necesito. OOOOOOO, te necesito. Y en el primer Ooooooo, encuentra con una nota tan trituradora de tejidos que evoca la imagen de alguien pela la espalda propio cuero cabelludo, como la piel de una uva. Tengo que tener cuidado de no tratar de cantar junto a esta parte, porque me hace, digamos, una especie de vomitar un poco. Y en e lsegundo OOOOOOO, uno puede ver sólo un cráneo desnudo, que brilla intensamenteverde que cuelga allí vibrando con la boca abierta en una cámara hiperbárica.
Barroquizando la frase, con esos adjetivos y esas observciones (llama a la nota “tissue-shredding” / tritura papeles), Sullivan ha dado con su hombre. El asunto es que, una vez terminado el libro y disfrutado de muchas de sus piezas, el lector no dudará en ninguna medida de la personalidad de Sullivan, dispuesta a emprender la siguiente pirueta para que su voz se filtre de nuevo. Una de las pequeñas magias que atribuimos con certeza y justicia a la literatura, es la de reconocer la misma voz, en la que se forja una mirada, sin que importe ya cuán distintos puedan ser los estilos empleados.
]]>A Craig Seligman se le puede leer haciendo trabajos entre alimenticios y honestos en Bloomberg, lo cual es inquietante. Vamos, resulta del todo descorazonador hablar desde según qué tribunas. Pero no puede uno quejarse, ni debe, que ante los ahogos ya se sabe.
Este ensayo es muy prometedor. Para empezar, es un ensayo sobre la voz. Compara a dos mujeres, tal vez las más inolvidables para los lectores norteamericanos de los sesenta, Pauline Kael y Susan Sontag. Kael escribe crítica de cine. Con violencia. Con carisma. Con velocidad. Lo interesante de Kael es la construcción del crítico como figura de influencia y poder en un mundo (el del cine, y el cine de Hollywood, además) donde al surgir el Nuevo Hollywood incluso se llamaría a Kael a sumarse a la causa.
Lo haría Warren Beatty y el experimento sería fallido. Pero hay toda una serie de hechos de la relación de Kael con el sistema que el librito célebre de Peter Biskind, Toros Salvajes, Moteros Tranquilos, prueba. Es una lástima que Seligman no se detenga en lo que supondría Kael para ella misma.
Otro reparo que le puedo poner al libro es que ha caducado y no ha esperado a ver qué ha pasado con el más relevante de los Paulettes (el grupo de seguidores de Kael). Publicado en 2004, Seligman debería añadir una adenda dedicada a Armond White, un arbitrario antiintelectual que ha usado una serie de delirantes argumentos para justificar una especie de purificación estética al tiempo que formulaba preguntas razonablemente inteligentes en medio de un panorama simplificador.
Por otra parte, el libro en sí. Está escrito en el estilo de Kael (frases largas) por la que toma un partido sentimental. Kael, dice, era imperfecta, pero. Pero. Qué prosa, qué velocidad, qué tiempos. La sabiduría de que Kael no podía compararse a Sontag. Hay un debate subterráneo y casi freudiano en lo que compara Seligman y él lo sabe cuanto más ahonda en las descripciones. Sontag no escribe para complacer audiencias, porque busca ser exacta en un marco que tampoco es exactamente académico. Kael busca la guerra verbal.
Al final del ensayo, a poco que Seligman vaya examinando las características de una y otra, uno descubre cosas más y más interesantes sobre la figura de Sontag. Para empezar, que su vitalidad intelectual ya iría convirtiéndose en rareza conforme evolucionaba. Y para continuar que nunca superó el estilo de sus ensayos. En concreto, el del Viaje a Hanoi, una de las piezas centrales de la literatura norteamericana del siglo pasado.
Y, por supuesto, es una crónica.
]]>Uno tiene que atender a las advertencias que hace Dave Kepesh al principio de esta novela, advertencias por otra parte sinceras y definitivas:
And pleasure is our subject.
El placer y no otra cosa. Bueno, la otra cosa sería el noble arte de las mamadas, aunque sospecho que eso también se trata del placer. Pero Kepesh, profesor y crítico cultural con súbito estrellazgo televisivo de unos sesenta y un años, define así su visión del sexo, un triunfo cultural, atestigua:
The decades since the sixties have done a remarkable job of completing sexual revolution. This is a generation of astonishing fellators. There’s been nothing like them ever before.
Ay madre. Porque esta novela no va solamente de que te la chupen muy bien, no. Philip Roth tiene algo que Bret Easton Ellis no aprendió todavía: el sexo no es provocación.
El sexo lo es todo. Todo para este infeliz y ya viejo homo universitario. ¿Qué será de este intelectual lúbrico en su odisea de amor apasionado con Consuela Castillo, esa cubana inmigrante? Lo interesante de Roth es que no esquiva ningún recoveco en su comedia. Consuela Castillo, los cubanos resentidos….Todo está en esta novela, pero no se hace una invocación política. Más bien se nos recuerda que el deseo lo habita todo, incluso esos señores que vemos ahí, elegantes, perteneciendo a la Derecha, perteneciendo a otro orden diferente, creyendo en lo limpio y puro.
Age-old American story: save the young from sex. Yet it’s always too late. Too late because they’ve already been born.
¡La tragedia tras la pulcritud! ¿Y qué mejor mezcla que el exotismo de una inmigrante respetable? Uno sospecha que Roth ha encontrado con el dibujo perfecto para Castillo: una inmigrante pequeñoburguesa, un exotismo que quiere encajar en su establishment.
Para Roth es todo un viejo modelo de autoridad. Aturdido como está, Kepesh no remite, ni tampoco Roth, a la histeria del Herzog de Saul Bellow en el que un intelectual judío escribía cartas a grandes personajes de la cultura al tiempo que desnudaba su alma. No, estamos en un mundo distinto, un mundo de respetabilidad universitaria. Mentira otra vez: para Roth la revolución última acontece en la felación y eso no es otra cosa que una prueba de lo desoladoramente divertido que resulta él.
No, this is not seduction. This is comedy. It is the comedy of creating a connection that is not the connection.
La segunda mitad de la novela es, en cambio, desoladora. La confesión del hijo, que sirve para examinar las consecuencias de una vida en soledad, una soledad solamente acompañada por amantes y solamente con la fidelidad de una, también sirve para explorar el verdadero tema: la muerte. La segunda mitad de la novela responde con una ironía feroz, difícilmente imaginable, al lazo de amor y muerte: lejos de las implicaciones puramente políticas que guían las estupendas novelas de Houellebecq, la muerte aparece con el cáncer, con el súbito morir de células que destroza una vida, sin más.
La novela de Roth no es perfecta, aunque su brevedad facilita los halagos, tales como la concreción o el uso de diálogos directos, casi arrancados en vez de narrados con un orden demasiado ajeno a las intenciones de su autor. A veces, Roth desvela lo que pudiera ser uno de los temas de su novela:
Relinquising one’s freedom voluntarily – that is the definition of ridiulousness
Otras, da una bella metáfora del matrimonio con la que puede dar de un plumazo todo lo que necesitamos saber de Kepesh:
Marriage at its best is a sure-fire stimulant to the thrills of a licentious subeterfurge
Lo que aprendemos al final es poco, aunque no insuficiente:
Because only when you fuck is everything that you dislike and everything by which you are defeated in life, purely, if momentarily, revenged. Only then are you most cleanly alive and most clearly yourself. It’s not the sex that’s the corruption. It’s the rest.
Habrá que apechugar.
]]>He leído la traducción al catalán de este recopilatorio de artículos de Stieg Larsson, al cuidado de su amigo Daniel Poohl con sorprendido placer. El prólogo de su amigo es un trámite extraño. Quiere aclarar que echa de menos a la persona. No se ocupa, en fin, de lo que interesa: que el éxito y sus caminos misteriosos pueden permitir ver obra interesante. El oportunismo permite errores de este calibre, el haber publicado un superventas permite ahora que leamos todo Larsson con la conciencia que de haber un equivalente, el idealista y presionado Mikael Blomkvist, tal vez fuera él, no tanto por la subtrama sentimental, detalles al fin y al cabo anecdóticos, sino por el retrato de un periodista en constante lucha contra la corrupción y la ascendencia de los movimientos sospechosos.
Visto ahora, con este fresco en mente, Blomkvist quizá sea un alter-ego narcisista, pero por otra parte este descubrimiento es difícilmente nuevo o notable o interesante puesto que la literatura es también una larga batalla de héroes literarios que eran proyecciones más o menos felices de lo que sus autores veían al verse al espejo o tal vez al agacharse o incluso en retrospectiva, esa sensación literaria, aunque no dudo que las nobles intenciones de Larsson en sus novelas pulp eran las de hablar de lo que conocía y no las de (des)dibujarse robusto y heroico y galán.
He hablado ya de los aciertos de su Lisbeth Salander, pero aquí es donde escribe sus párrafos más memorables. El libro, una recopilación temática alreredor del racismo y los partidos neofascistas, no por elemental deja de ser necesario: es un repaso a la ascensión de la extrema derecha por Europa y al entramado que se esconde tras la libertad de expresión. Lo que aquí se hace no es otra cosa que recopilar una informativa y didáctica colección en las que explica las conexiones europeas de la extrema derecha. El primer artículo puede explicar cual es su sistema: compara el atentado de Oklahoma con lo que ocurre en Suecia. Es un procedimiento arriesgado. Pero la tesis golpea fuerte, que a fin de cuentas Larsson no fue nunca un noble estilista o ni siquiera un cronista, sino un hombre de tesis.
Su estilo es ya felizmente periodístico. Los coloquialismos se suceden sin parangón y uno deja de sospechar que se trata de los traductores. No lo es. Pero Larsson explica la ascendencia simétrica de un partido de extrema derecha sueca que miraba de reojo un gobierno danés en el que la extrema derecha había tenido la llave del gobierno, examina con un ojo clínico como lo aceptable depende tantas veces, ay, de los votos y no de esos principios democráticos, palabra esponjosa sin duda, que, ups, nos garantizan solidez moral. No lo hacen, pero no es un apocalíptico. Lo cual está bien porque permite que los datos nos dejen extrañados.
Felizmente acorralados.
]]>WW Norton & Company, 2003 (2011, Kindle).
Americana no significa chaqueta, ni femenina nativa del continente en los Estados Unidos. Define, con sagaz narcisismo, una pieza quintaesencialmente norteamericana, una suma de elementos reconocibles para el habitante medio que lo hacen, inevitablemente, indiscutiblemente estadounidenses. El libro de Michael Lewis es una pieza. No se me ocurre otra razón para explicar como este relato es capaz de empezar un capítulo dedicado a uno de sus protagonistas, el entrenador de béisbol Billy Beane, con una cita de Cyril Connolly, concretamente de su ensayo Enemigos de la promesa. Un capítulo dedicado al destino, al destino de un jugador que luego terminaría siendo manager. Y ahí está, la cita presidiendo, esa autoridad que no es otra cosa que sentimentalismo. En fin.
Uno sospecha que hay dos historias americanas, ambas no contadas tal vez por cuestión de énfasis. La primera es la historia del destino. De esto escribe mucho Lewis. Se entretiene en contarnos todo el relato de Beane en un gran destino. Las enseñanzas de su padre, leemos con énfasis épico. Después encadena con su ambición universitaria como si los sucesos que nos va a contar, que Beane terminaría su carrera profesional con números aceptables y luego en la cuerda floja, dirigiendo al equipo de los Oakland Athletics. Aquí está la otra lección. El gran triunfo. No hay triunfo. Son todo una inspiradora colección de fracasos. Lo digo sin apenas melancolía o apología de lo mediocre: en estas historias se fracasa demasiadas veces, se triunfa un par. Pero en este caso, mientras que la prosa de Lewis dibuja el destino de Beane, el lector más modesto se encontrará una historia realmente estimulante, una que me parece curiosa y relevante.
No era béisbol. Era un asunto de los geeks, de estadística. El béisbol, ese deporte que escribe sentimentalmente toda la historia de un país en base a leyendas de jugadores concretos, se convierte en todo lo contrario. Por eso es tan desagradable el tamiz sentimental de Lewis. Uno observa, claro, la cortesía con los lectores. Un escritor así, con sus connollies de autoridad, no puede olvidar a los lectores. Pero, al final, el sentimentalismo y los fracasos lo que dibujan es una historia de hombres de negocios de imaginación desbordada. Beane no era su destino, era su equipo: Paul DePodesta era un novato economista, salido de Harvard (ahora es vicepresidente de los New York Mets). DePodesta seguía la sablemétrica por traducirlo con prontitud y (poco higiénica) literalidad, las sabermetrics, inventadas y acuñadas por Bill James. El conocimiento del baseball, que por zen que suene es de una sonora y tediosa simpleza. Estadísticas, rigidez en el cálculo. Comprar jugadas, no jugadores. Establecer dinámicas, mediar en lo predecible.
Ahí es donde el libro vuela y donde merece la pena su lectura. Como una metáfora, pringosa en el lagrimal de ese equipo pequeñito que logra un triunfo, de Internet: el vuelo de la información, desorienta la jerarquía, hasta hacerla añicos y descubrir una nueva cultura. Y una cultura no es un marco de producción sino unas reglas, varias culturas. El efecto es horizontal, aunque la historia sea netamente vertical. La consagración de un método y sus inovadores. Pero ya no se trata de ganar – de pagar un sueldos- sino que hay algo todavía más caliente que la felicidad. El conocimiento. La felicidad de los algoritmos.
]]>Frank Kermode Shakespeare and Language
Penguin, Londres, 2000.
P’afuera telarañas nos dice, con mayor elegancia que nunca, Frank Kermode que se trata de William Shakespeare y toda precaución es poca. Para empezar, es uno de los centros de ese humanismo occidental en el que solamente Paul Cézanne y Wolfang Amadeus Mozart pueden ocupar parecido rol, pese a que ambos sean hombres blancos, dice con irónico desprecio nuestro autor. Esto significa que, ay, cuidado con esos estudios culturales que acechan, de vez en cuando, aunque nada de dramas: la otra advertencia que suelta tan magno crítico es que hay que empezar a leer al dramaturgo con altos y bajos, de nada sirve bañar en adjetivos una obra sin poder explicarla o adaptar unos criterios de recepción hasta hacerlos exclusivos hasta el punto de resultar tremendamente inútil como lector.
¡Y qué puedo decir yo de este crítico inglés, seguramente la presencia más hospitalaria e inmerecida que ha deparado el ensayo literario de la segunda mitad del siglo veinte! Su prosa goza de una amenidad incansable, uno sospecha que fiel heredera de ese pragmatismo inglés que tan poco techo y escuela tiene en devenires más franceses, mientras que su densidad conceptual sigue siendo de alto voltaje. Entonces este libro se propone ser, mayor reto, revisitación con obligado peaje en lo novedoso, también colección de prólogos para el no iniciados pero lo suficientemente completa y extensa como para que el lector, académico o no, del autor de Hamlet obtenga sus ideas, en generosa cantidad.
Kermode es un gran crítico de poesía como demuestran sus grandes obras, The sense of an ending o Romantic Image, así que la crítica de Shakespeare es una lectura poética desde su introducción. Uno lee la importancia de Shakespeare, pero Kermode la acomoda a la importancia del poeta, de sus versos. ¿Y cuál es la novedad principal de esta lectura, ya más o menos acomodada por Coleridge en sus escritos fundamentales sobre el dramaturgo? La información de la que dispone Kermode, las conjeturas sobre el público, nos permiten un atrevimiento mayor.
El crítico explica qué metáforas eran novedosas, qué recursos eran oscuros para su público y qué recursos, ahora familiares, leemos bajo nuestra contemporaneidad. En pocas palabras, el crítico nos cuenta con rigor ejemplar qué fue y qué son esos versos que escuchamos o releemos una y otra vez para que descubramos que hubo dos, tres, incluso más Shakespeare de lo que nos hemos permitido entender. No es que ninguna palabra fuera escogida al azar, es que la propia naturaleza referencial del texto está salpicada por dos ironías salvajes: que muchas palabras han sido familiaries tras el impacto de su obra y que las más oscuras estaban llenas de sentido para su público, pero también que otras permanecen intactas, llenas de más de un sentido.
No puedo decir que es el mejor libro escrito sobre Shakespeare sin que la sentencia no suene como una hipérbole insensata, sí puedo confesar que es el mejor que he leído.
Ser Persona
Stephen Greenblatt Will in the world
Jonathan Cape, Londres, 2004.
Cuando uno lee biografías parece leer al autor de la misma, subrepticio, cantar aquella tonadilla tan cacareada en todo programa del corazón español que se precie ¡Porque yo ante todo soy persona!. De mayores dramas hemos salido todos ¿eh? ¡Hasta los genios! O ¡sobre todo los genios!. Es una conclusión confortante para cualquier persona que se precie normal, ver que aquellos hombres pueden ser contados con una racha de dilemas que se alternan con episodios memorables, uno diría que nacionales si tuviera el día inspirado.
No pongo tanto en duda la capacidad que podamos tener para obtener datos, al fin y al cabo la manipulación de los mismos nos permite un acercamiento a la ideología o a las circunstancias del sujeto en cuestión, gracias a libros e investigadores estupendos, pero muestro mis mejores sarcasmos para todo objetivo con vocación totalizadora. Stephen Greenblatt (1943) tiene todas mis simpatías y eso que él firmaría gustoso esa cancioncilla familiar de la prensa rosa, aunque lo haría, si se me permite la analogía musical, por la vía del rock progresivo.
Greenblatt es, en esencia, un paisajista del tiempo del teatro isabelino. Uno con un ojo puntilloso para el detalle y así gana a cualquier escéptico. ¡Pero no en este libro! En este libro, Greenblatt viene a descubrir la importancia, ay, de la vida de Shakespeare en el tejido dramático de sus obras. No es tanto ese yo soy yo y mis circunstancias orteguiano como esa otra canción de Jeanette, inmortal.
Tiene este libro cosas estupendas, como saber anécdotas de palacio. ¡Estoy convencido de que esas cosas condicionaron, claro que sí! Pero además son deliciosas. Los problemas con los médicos de una reina convecida de que el culpable era Roderigo López, un judío convertido, que terminó colgado y esa rivalidad creativa o esa escritura que cultivó Christopher Marlowe, cuyo The Jew of Malta fue la obra que incitó El mercader de Venecia. Es una lectura atrevida, pero uno duda del contexto, aunque la licencia que se tome al final del capítulo sea un poco discutible y no entre en cuestión sobre los significados de esa farsa shakespereana.
Pero, para mí, el capítulo menos relevante, y el que se pretende más iluminador, es en el que se nos trata de convencer que Robert Greene fue el modelo de Falstaff. ¿Cómo forzar los hechos biográficos de la vida de Shakespeare sin parecer ridículo? Sabido es, y Greenblatt ha dado buena cuenta de ello, que los actores habituales de la compañía podían influir en las creaciones del dramaturgo, pero el descubrimiento de Greene se antoja sorprendente y da que pensar. Pero, incluso aunque la conexión tuviera el peso que aquí se dice, ¿no es lo que sabemos de Falstaff mucho más interesante que las infamias y la escasa altura atribuidas al propio Greene? El otro aspecto más o menos novedoso del libro está en profundizar más en el padre, pero no se preocupen, no estamos ante un relato patriarcal sino ante una investigación, más interesante, sobre las conexiones de John Shakespeare y la fe católica. El papel de Shakespeare en el libro es omnisciente y gracioso, casi el de un humorista sabedor de todos nuestros defectos: que su biografía encaje con esa tesis es también una licencia poética que su autor se toma.
Es el libro menos edificante de su autor, y aún así, se deja leer porque sigue estando notablemente documentado. Que sus conclusiones sean poco menos que arbitrarias es algo que ya viene de esa larga tradición de biografías en las que el profesional será tormento interior o no será. Y qué menos que tales sudores a este poeta sobrado de elocuencia.
]]>El conocimiento es ignorancia. Asumamos este principio, más o menos derivado socrático. Entonces, claro, la crítica es ignorancia. La labor del crítico es dialogar con rotundidad. La tensión está en los otros críticos y en los lectores. Entonces, pongamos, que reseño este libro, el primer volumen de la celebérrima A song of Ice and Fire ahora muy famosa por las razones equivocadas, una adaptación televisiva, pero ya incluso antes de eso muy, muy popular.
Las cuestiones de género. En esta novela hay dragones y un escenario medieval. La primera tentación del crítico es la de explicar, más o menos pedagógicamente, que esta no es otra novela de fantasía. ¡Y como hacen esos críticos que suelen ignorar esas novelas para saber eso con precisión! No hay tiempo que perder, razonaran, pero en fin. La posición más condescendiente es, de todas maneras, la que trata de explicar por qué esta es la gran novela de género que debemos leer. Es una posición que pueden adquirir críticos y fans por iguales. Justificarse.
La posición contraria, el género de por si ya produce grandes joyas, es igualmente condescendiente. Cuando dialogamos con la novela justificando, estamos cayendo en la condescendencia con nuestras propias capacidades lectoras: asumimos que se lee a Thomas Bernhard al anochecer. Cuando optamos por la opción contraria, cualquier género está bien y Martin es un maestro y nosotros unos fans, somos condescendientes con el lector y con el objeto porque asumimos que literatura son nuestras impresiones, nuestras pasiones y no algo que tiene teoría, discusiones, formas de lectura y labores.
Así que empiezo a leer el primer volumen de esta saga bastante cansado. “No es para niños” parece ser el gran juicio al que ha llegado la crítica después de cuatro volúmenes, y ni ahora ojeando la recepción del quinto la cosa ha cambiado. Este equívoco es magnífico. Si descontamos Hobbits y Harry Potter, los libros de fantasía medieval no han sido nunca para niños. Han sido, claro está, para adolescentes. Siempre para ellos. Pero, claro, tras el “no es para niños” sigue “hay sexo salvaje” (las dosis de violencia ya no pueden epatar). Todo un reto, toda una subversión, supongo, todo un desafío.
El caso es que Martin toma una opción bastante interesante respecto a J.R.R. Tolkien, que también escribió un relato de una tierra basta dominada por reyes y criaturas mitológicas y que convirtió la mitología en material de ficción popular, como lo hizo su contemporáneo C.S. Lewis, esto es, reordena un poco tus lecturas medievales y tus estudios y haz de ellos una fantasía que ocupe el máximo número de páginas. El problema de Tolkien, posterior a la primera aventura de su hobbit (un libro acaso insuperado en su género), es que jamás parece capaz de describir otra cosa que entornos kitsch y reyes honrados y un destino que es una de las más simples metáforas católicas que he leído jamás. El anillo único. Yo comprendo que la adolescencia es un lugar de paso para cultivar melancolías, pero no alcanzo a entender los motivos del éxito del librito, un ejemplo de pesadez roma que si por algo hay que felicitar a los cineastas que adaptaron la cosa es por su laboriosa fidelidad a ser pesados y poco interesantes.
Entonces llega Martin y decide que lo importante es eliminar la delgadez conceptual de esos libros y hacer, sencillamente, una fantasía heroica casi deconstruida, veremos si completa el proceso al final, en la que los reyes toman decisiones cuyas implicaciones éticas alcanzan dimensiones más allá del bien y del mal y los conflictos dramáticos sobrepasan el límite alegórico o las estructuras mitológicas y están llenas de dudas, intrigas sombrías. En pocas palabras, sub-shakespeare en un escenario enorme, Westeros, que básicamente es una tierra media sin enciclopedismos exuberantes, un tolkien americano, tomando prestada esa expresión equivocada que usó la revista Time para definir la saga.
La estructura de las novelas es novedosa, también puede leerse como novedosa respuesta a la saga de los anillos. Se usan puntos de vista. Pero Martin los usa anclado en la tercera persona, por supuesto. Los puntos de vista se repiten en sucesivos volúmenes. Lejos de una narrativa lineal, Martin opta por una estructura sub-faulkneriana. Estoy siendo preciso, creo, cuando digo sub-shakespereana y sub-faulkneriana. Martin no puede escribir las frases largas, temblorosas, dolorosas de Faulkner. No puede imaginar otra voz radicalmente distinta. Por supuesto, ya os podéis imaginar las razones de sub-shakespereanas. Y la prosa de Martin fluye correctamente, pero su idea de los símiles se me escapa.
“He found what was left of the sword a few feet away, the end splintered and twisted like a tree struck lighting”
“The blade was valyryan steel, spell-forged and dark as smoke”
Caramba. Las capacidades observadoras de Martin son asombrosas. Uno no sabe si bromea o es que los poetas han dejado sus peores lecciones cuando no se los lee con calma.
Y esos desternillantes contrastes que descubre Martin como si en vez de un narrador fuera un muchachito descubriendo el mundo:
“They were gloved in the finest moleskin and sticky with blood, yet the touch was icy cold”
O esos momentos desternillantes donde el autor desconoce la elipsis, los supuestos.
“Keep the pony well in hand” he whispered. “And don’t look away. Father will know if you do.
Bran kept his pony well in hand and did not look away.”
Un escritor de redundancias amables, casi.
Esto es, sencillamente, un escritor inoperante. No importa ya desentreñar si su ineptitud es fingida, un simple y gracioso prejuicio o una tierna idea de lo que debe ser un relato épico. Lo que si puede hacer Martin es mantener al lector más perezoso entretenido, aunque deba recurrir a diversas estridencias para ello. También de gran solvencia narrativa, algo raro en una novela con estos destellos de estilo pésimo, capaz de mantener un gran arco de personajes en marcha y un interés creicente.
Los personajes son todos muy estimulantes pero lo son en la medida que las situaciones los convierten así. Estamos, de nuevo, en territorios menores. ¿Hay algún hallazgo mayor en este primer volumen? Ninguno. Tal vez la innegable diversión. Si hemos venido festivos, la permanencia está asegurada. Ahora bien, el escritor deja claro qué espera del lector.
]]>Este libro agrupa todos los discursos, artículos y alabanzas del autor en su práctica totalidad. Lo hace con alguna excepción, pero en general casi todo lo que deba decir Javier Marías sobre literatura y maestros está aquí escrito. Como todo volumen recopilatorio, no escapa de cierta pereza, de cierto estancamiento en unidades temáticas que fuerzan la libertad de quien ha escrito un ensayo o ha reunido varios con otra intención que la de completar un volumen que complete, un elemento aglutinador que presente algún tipo de objetivo más allá, quizá, de cierta intención o intervención, pero nada que añadir puesto que el presente volumen se presta, para bien o para mal, a ser, exactamente, todo lo que ha dicho y escrito el autor de Corazón tan blanco sobre la literatura, descontando, claro, Vidas escritas, un libro pequeño y casi termita pero mucho más ampuloso de lo que cabría esperar (no pretendo ahora denostar la feliz intención de jugar con las fotografías de los escritores para ofrecer retratos tan inverosímiles como bromas proustianas, pero si añadir que no debería el libro ofrecer tan barroca exhibición en tan difícil entendimiento).
Marías es un escritor soberbio. Su prosa, nacida del digress is progress que alguna vez dijo Laurence Sterne, no oculta su rebeldía y su sarcasmo, no parece estar buscando en todas sus pruebas otra cosa que una oración mejor terminada y una nueva manera de decir. De decir algo. Envidia, aunque no sé yo si será una envidia jocosa o una envidia estrepitosa o una envidia honesta y pura o una sencilla admiración relajada, Javier Marías a esos novelistas que, como Balzac y Thomas Mann, sabían lo que iban a decir. Hay algo realmente extraño, gracioso acaso, también perplejo, en leer la parte dedicada a las novelas de sí mismo. Esa parte en la que redacta no ya sus intenciones sino el relato de sus investigaciones y vaivenes, pero, en esencia, es casi lógico viniendo de un autor que dice dudar, pero que hace de sus sombras y balbuceos toda una obra, también una teoría o una suerte de crónica en marcha sobre el acto de escribir, cosa que tampoco debe despreciarse, aunque si mirarse con la distancia de quien lee, con sorpresa e inocencia debidas a la juventud y a la distancia respecto a ese momento y esa literatura, Todas las almas por primera vez. Pero hay también una parte que nos debe interesar todavía y es aquella en la que el novelista trata de definir su postura dentro de una generación, aquella en la que interpreta con cierto, asumible, buen tino lo que han leído y lo que han hecho y lo que han buscado sus compañeros generacionales, entre ellos aquellos Nueve Novísimos que, recuerda el escritor, eran sobretodo poetas para disgusto de unos novelistas por entonces más ignorados.
Ha dominado Marías una frase larga, zigzagueante y nada enervante, sabemos que ha traducido al maestro alemán Thomas Bernhard y que ha leído con una cautela asombrosa al mejor Vladimir Nabokov, que era la propia expatriación de una lengua (la rusa) a otra (la inglesa), también aprendemos con el desdén de la conclusión que ha admirado, detallado y relatado en breves, conmovedoras crónicas su amistad con el magnífico Juan Benet y que no tiene problemas en comentar una cierta idea de la novela a partir del siglo XX, tomando como rastro a uno de sus maestros William Faulkner. El novelista en sus mejores momentos no revela sino que deja entrever métodos de construcción, una poética, una forma de leer y releer, su relación y nos da retratos memorables de sus maestros a través de sus experiencias, a través de sus fragmentos, en ese sentido el texto al que daremos una familiar relectura es Shakespeare en la duda todo un tratado sobre la poética de Marías, sobre algunos de los secretos de construcción de Corazón tan blanco y, de paso, unas intuiciones o premoniciones de muchas de sus reflexiones o fragmentos.
En los grandes momentos de este libro de lo que se habla es de una literatura nacional, una tradición y una idea de la novela que es también una posición en un mundo. Con menos pompa. Con cierto desaire. Con rastros de un tiempo pasado muy nutritivos. Y con un bienvenido desaire.
]]>El autor de este libro asegura en sus agradecimientos que una conversación con Michel Foucault se cuenta entre las cosas más relevantes para la escritura y finalización de su obra. No parece casual, pues uno de los asuntos tratados por el pensador francés fue el análisis de la sociedad como una serie de núcleos de poder y el tema de este libro, precioso, es precisamente el empoderamiento producido por la energía social. El concepto de energía social es difuso incluso para el propio autor, Stephen Greenblatt, pero dado que su libro trata de una serie de fuerzas colectivas, es conveniente recordar que tal argumentación conlleva la posibilidad de que el tema tratado, Shakespeare nada menos, sea objeto de estudio aparezca como algo caduco o explicable por su época, maravillosa pero al fin y al cabo irrepetible. Pero no es Greenblatt un tipo simple, pese a que su tesis sea positivista. Para Greenblatt, la energía social es la capacidad de leer a Shakespeare y que su estética sobreviva o incluso parezca insolente y todavía apasionante sin que medien todos los elementos que ayudaron a su construcción.
El autor de este libro es un representante muy relevante de lo que se llamó Nuevo Historicismo y otro shakespereano, Harold Bloom, ha calificado las obras de esta escuela crítica como insuficientes y parte de la ya célebre Escuela del Resentimiento. En tal guerra, el lector debe tomar partido: Greenblatt no debe tomarse como una explicación del genio de Shakespeare y cuando digo explicación me refiero a que todo lo que hiciera o descubriera el bardo fuera únicamente por cuestiones socioculturales ya sea en la creación (las obras eran colaborativas, con más frecuencia de lo que se suele pensa) o en el propio campo cultural (la cultura renacentista estaba repleta de mitos esotéricos).
Pero el propio autor es menos dogmático que sus detractores y admite que su concepto, el de la energía social, es ambiguo y flojo para ser delimitado con rigor académico. También es que nada tiene de novedoso. Entonces la excelencia de este libro está, precisamente, en la minuciosa descripción de la cultura isabelina, de las subversiones de Shakespeare respecto a sus políticos, de lo insólito y novedoso que hay en sus obras cuando, usando una cultura que le permitía trabajar en formatos abiertos al público, el bardo lograba ser un transgresor y un gran showman. Esa es la esencia del dramaturgo y es el principal asunto tratado por este libro. Aunque todos los ensayos son de una gran calidad, el que se ocupa de La Ley Marcial y parcialmente de los aspectos revolucionarios de esa obra maestra tardía que es La tempestad el que merece nuestro interés: la frecuente dificultad moral de leer a Shakespeare no es solamente una característica de su arte, sino algo mejor, algo que tiene que ver con la naturaleza imprevisible y compleja del ser humano. En su descripción de las secretas ironías que convierten la obra de Shakespeare en una fuerza transformadora, este libro es una ventana secreta.
]]>Me permitirá el lector que sea fiel a la lectura que hice de Män Som Hatar Kvnimnor (literalmente Los hombres que odiaban a las mujeres) del sueco Stieg Larsson. Leí gustoso la edición de bolsillo británica y no me ceñiré a la traducción al castellano, demasiado solicitada y vendida en tapa dura como para ser una lectura rápida y portátil, acaso la única manera de disfrutar de esta novela.
Empezaremos con lo obvio: el autor sueco que nos ocupa no es Henning Mankell. Por supuesto, está lejos de Raymond Chandler o de la sutileza descriptiva del siempre subestimado Georges Simenon, otro estilista que hizo del policial un compartimento ideal para la novela piscológica. Ni siquiera llega a las alturas de Thomas Harris. El autor es torpe, encadena escenas con un esquematismo poco riguroso y describe a personajes con frecuente descuido. Durante decenas de páginas comprobamos como Mikael Blomkvist, el periodista que protagoniza el relato, no parece otra cosa que un James Bond en modo periodista escéptico e incansable. Alguien tan íntegro como preocupado por acostarse con la siguiente mujer. No hay rastros ni razonamientos del escepticismo de Blomkvist, una pereza que compartirá juicioso el lector, y su relación con Erika Verger se desarrolla de un modo desternillante, tanto que uno llega a la conclusión que Blomkvist, un arquetipo incansable, no puede evitar a) follar y b) estar súper-comprometido-con-la-causa-hasta-sacrificarlo-todo-incluso-su-propio-honor. Está en su corazón, nena, parece leer el lector en cada intervención del personaje.
Entonces la pregunta es sencilla ¿estamos ante otro best seller más, con la diferencia de que ha vendido tantos libres (o más) como Dan Brown? La respuesta es negativa. Larsson tiene algo que Brown jamás tendrá y es un gran personaje. Ese gran personaje es Lisbeth Salander. Un ángel bisexual que es mitad Sherlock Holmes neogótica y mitad hacker vengadora, un genuino icono de nuestro tiempo. Su silencio parece elocuente en cada página, no hay escena que le resista y no que remonte. Su trato con los hombre es compasivo o rencoroso, como si no existiera término medio. Salander, parafraseando a Bob Dylan, hace el amor como una mujer y suspira como una mujer, pero golpea como un ángel vengador.
Desde Hannibal Lecter no estábamos ante un icono tan potente para el policial, quizá lo único que lamente sea que Salander no haya protagonizado relatos policiales, un formato quizá más adecuado para su potencial. Pero un icono necesita un gran misterio o una gran aventura. No podemos negar que el misterio no sea excitante, ni contenga escenas para el recuerdo. Se abre con un viejo recibiendo una nueva mariposa extraña, otra más en su colección que se expande de manera anónima y de periodicidad anual. El viejo descubre una mariposa perdida en su colección y entonces conocemos a Henrik Vanger, un viejo magnate retirado, que contrata al periodista Blomkvist para que investigue la desaparición de su sobrina Harriett hace más de tres décadas. Con un complejo árbol familiar que incluye a un loco nazi, Vanger pone a disposición del periodista una posibilidad de redención: si le ayuda, le sacará del apuro judicial en el que anda metido, el caso de un sueco corrupto al que busca derrocar. Paralelamente, Lisbeth Salander, la aislada y brillante trabajadora de una empresa de seguridad, debe perseguir cada uno de los pasos de Blomkvist pues así lo manda un anónimo y extraño cliente. Por supuesto, los dos misterios convergerán y los protagonistas terminarán unidos, resolviendo dos misterios adjuntos o descubriendo matices en el relato.
Quizá la mejor definición de la novela esté dentro de ella: en una escena muy graciosa por forzada, descubrimos un baúl en el que conviven novelas de Mickey Spillane con Pippi Langstrum y El club de los cinco. Y en cierto sentido es el interés tonal de la obra pero su decepción ante un misterio de altura o unos villanos magníficos. El final de esta novela no es tanto el descubrimiento de un misterio sensacional como un regreso a la família como unidad nuclear y peligrosa. El pasado, también dominado por hombres malvados e idiotas, no pertenece a nadie ya, ni siquiera al periodismo de Blomkvist. Y el futuro es una incógnita, porque Salander termina lamentando dejar de ser una magnífica detective para ser una débil e idiota enamorada. En esos detalles, un feminismo combativo combinado con ciertas dosis de tragedia y un humor melancólico y tierno que viene de su protagonista, tenemos el disfrute de esta novela, demasiado menor para un personaje tan interesante.
]]>Debo advertir al lector que no soy un crítico de poesía, más bien un lector indisciplinado. Pero éste es un libro vivísimo. El problema con la autora es su recepción, demasiado asociada a la imagen previa construida en su bitácora. La bitácora no contiene apenas ensayo alguno; sí muchos retazos autobiográficos, algún aforismo, muchas citas y fotografías. La imagen de la autora, una chica joven, bella y tatuada, ha eclipsado, en cierta medida, su recepción y de esto ya ha hablado con mucha inteligencia el Lector Malherido. La bitácora tiene un tono más bien juvenil en sus primeros años, algo aboslutamente lógico dado que la autora era una adolescente primero y una joven después, aunque no pocas derivas extrañas. El tono juvenil era el que podía detectarse en Exhumación, un divertimento escrito con su pareja, Antonio J. Rodríguez, a quien dedica el libro (refiriéndose a él con su seudónimo virtual, Ibrahím B.). Aquel libro era un ejercicio de tensión entre la broma y comentario intelectual de Rodríguez y la poesía e ironía de Miguel.
Pero la poesía de Miguel, aunque llena de no poco humor, busca, creo, un tipo de delirio al siempre referenciado (y reverenciado) William Blake. Poetry is not dead tiene tres partes: la primera, que lleva el título del libro, es mucho más delirante, la segunda se titula significativamente el Spleen de Madriz y la tercera Poemas para un narrador. Las tres tienen siempre poemas notables y no hay diferencia de calidad, por eso mismo creo que Poetry is not dead es mejor, por ejemplo, que Estar enfermo (La Bella Varsovia, 2010), que quizá tiene poemas que individualmente están a la altura o son superiores a los del libro que nos ocupa, pero no tiene una coherencia global, una presencia como libro.
La primera parte de Poetry tiene una notable tendencia al aforismo, que anuncian un discurso más sugerente del que se suele detectar en la autora. Escribe, por ejemplo, En la mitad de la nada el hipo es mi discurso. Es especialmente memorable porque funciona como imagen y como aguda observación de la juventud. Ladras o Mueres es el mejor poema de la primera parte, combinando autobiografía con una mirada, penetrante y severa, al mundo que le rodea. Tomemos estos versos graciosísimos y también brillantes:
Cerebros que he sido y cerebros que seré.
Drogas que he consumido. Medicinas.
Bocas que he rechazado y que ahora necesito.
Sesos de animal que mi madre cocinaba
antes de cambiar de ciudad
y dejar
las cucarachas del armario
en el olvido.
Cerebros recitando de memoria.
Cerebros escribiendo de memoria.
Ignorantes neuronas
vomitando de memoria.
Pero Miguel carece de agenda social; el tema principal del libro son sus apuntes autobiográficos, la posibilidad de escribir poesía o de que la poeta pueda articular una nueva poesía. A diferencia de Olvido García Valdés (que escribe, tal vez, la mejor poesía en lengua castellana con una diferencia abismal), su mirada no se convierte en una dimensión propiamente dicha y, ahí, creo estriba la diferencia entre actitud y estética. Pero Luna Miguel tiene mucha actitud y a veces puede llevar a pensar que tiene una estética (aún es todavía demasiado temprano). Esto se hace evidente en la segunda parte, El Spleen de Madriz, donde la noche es antes presa de una deformación (El neón de siempre azota mi casa / y traspasa los cristales / del transporte en el que habito) que de un reflejo. El tono prefiere lo visionario (Ni un bebé amarillo / de su semen / llorará / mi vida) antes que algún tipo de visión.
La tercera parte se abre con epígrafe de Rodríguez criticando la poesía, un diálogo ingenioso que también se intuye como parte de una autoficción mayor. Quizá el poema que me impresionó más fue La poeta y el narrador (escena de cama), pero confundí el humor vitriólico camuflado en su lenguaje con un comentario valioso sobre el amor. Pero el final del poema (Sabéis acabar con la Poesía / con la primera embestida) es mucho más divertido que inteligente: todo el poema se basa en un aparente desconcierto que nace de las diferencias intelectuales entre narrador y poeta, sin ahondar en los sentimientos de esta tensión. ‘Okay, whatever David’ es una broma metaficcional sobre la célebre carta de ruptura de David Foster Wallace y el poema que me parece más estimulante es Siempre te dejo la casa hecha una mierda. Ahí leemos:
Soy poeta
Puedes joderme hasta que te canses.
La poesía, vemos, es insolente y grácil, vivifica el lenguaje, y esa debiera ser la virtud indispensable de cualquier poeta. Este libro suda vida incluso cuando la aborrece, y es hasta ahora el mejor de la autora, el único que repasa todos sus talentos y descubre nuevas observaciones.
]]>La poesía de Miguel, aunque llena de no poco humor, busca, creo, un tipo de delirio al siempre referenciado (y reverenciado) William Blake. Poetry is not dead tiene tres partes: la primera, que lleva el título del libro, es mucho más delirante, la segunda se titula significativamente el Spleen de Madriz y la tercera Poemas para un narrador.
]]>Editorial Destino. Traducción de Felip Tobar.
Para escribir algo hay que creer en algo. Hay que conservar, por lo menos, una fe última, una postrera esperanzaComo mi paciente editor de Libro de Notas, Gaziel constató una melancolía en la constancia de la que depende la escritura periodística o la publicación del columnista. Pero no era una melancolía basada en los hechos, sino en el temor a los formatos. Gaziel sabía que su tiempo nunca iba a considerar escritor al periodista; Gaziel sabia, peor, que la trascendencia no era la vestimenta de su profesión. El 7 de Octubre de 1949, escribe:
“Yo creo que nací siendo escritor. Si la suerte me hubiese sido favorable pienso que habría podido escribir obras importantes, quizá alguna gran obra -novela, ensayo, teatro, historia.
Pero estoy llegando al final de mi vida y no he sido —para mi gusto— más que un periodista, un pequeño escritor de circunstancias que no dejará nada perdurable. E incluso un periodista truncado, que tuvo que enmudecer cuando llegaba a su plena madurez”
Y esta ironía con la que remata la vida de letras, tan honorable entonces. Esa lucidez con la que escribe:
“El hombre de vocación plena y exclusiva, íntegramente dado a la obra literaria, no ha empezado a existir en Cataluña – en un número de ejemplares limitadísimo – hasta hace muy poco y aún así con la ayuda de las muletas del profesorado, del funcionariado o del mecenazgo. Cataluña aún no ha podido mantener, decorosamente, hombres de letras exclusivos”
Pero nunca supo otorgar algo de modestia al paso del tiempo, al tiempo que le reunió con César González Ruano, con Manuel Chaves Nogales, con Josep Pla y con Julio Camba*, al momento en el que el periodismo y el dietario no fueron vestigios innobles sino formas íntimas y perfectas de escritura, como las que ahora reivindica un entusiasta David Shields en su Reality Hunger. Pero las tesis de Shield, que deberían leerse con la obra de un W.G. Sebald, Alejandro Zambra o cierto Bolaño en mano, no son las que explican el éxito de estos escritores. Al menos no enteramente.
Estos escritores comparten su sensibilidad al costumbrismo, su dominio preciso de lo minúsculo en cualquier retrato, sin que importe paisaje o persona, coral o particular. Gaziel nació como Agustí Calvet, nació en 1887, tuvo una memoria sentimental ligada a la Renaixença, a la escritura en catalán como opción única y vital y falleció en 1964, viendo un franquismo estéril y habiendo vivido el derrumbe del catalanismo político, que insinúa en un magnífico perfil de su amigo Francesc Cambó, habiendo vivido el derrumbe de la Segunda República (que describe “caída del cielo”) y habiendo silenciado casi toda su escritura, siendo este dietario en catalán una forma íntima de resistencia que para este magnífico escritor no es otra cosa que autoconciencia, amargura. Pere Gimferer ha dicho que considera las Meditaciones la obra principal del autor y esta es una observación valiente, pero certera, pues Gimferrer, quien lo ha leído todo (no ya de Gaziel ¡sino de toda la cutura que lo alimentó y que en su escritura se filtra sin cesar!), no suele usar la hipérbole como apoteosis de su gusto o forma común.
Este libro se ocupa del asco. Del asco de ver a España de 1946 a 1953, período en el que se escribe este dietario. Del asco de ver la política exterior como algo esencialmente feroz. Del asco de ver a Churchill y Roosevelt apoyar a Franco. Del asco ya difícilmente soportable de ver obedientes a esos escritores como Azorín, a los pensadores como Ortega y Gasset o a honorables filólogos como el doctor Marañón. Es decir, de ver la vida como la define el 30 de septiembre de 1949:
“El hombre jamás será feliz, de forma duradera, porque siempre persigue estos dos imposibles:
Que las cosas no sean como son.
Que duren más de lo que pueden”
Esta esponjosa melancolía no lo hace conservador, sino todo lo contrario. “La sexualidad es otra de esas cosas tan claras y simples que la humanidad se ha complacido en enturbiar y complicar de forma gratuita” y muestra un liberalismo no visceral, sino pragmático, hospitalario, vital (“Ahora bien: desde el punto de vista de la naturaleza, todas las demás formas de satisfacer el deseo sexual son igualmente válidas. Y por eso perduran y perdurarán siempre por más que se empeñen en prohibirlas códigos, morales y religiones”), pero también una ironía distanciada (“El amor es un apetito fisiológico, un hambre incontenible”). A Gaziel le amargará el cumplir sesenta y dos años y la incertidumbre.
“Lo que más me gustaría saber en este mundo ahora mismo es la fecha de mi muerte. Y no porque mi muerte me interese demasiado, sino porque me interesa mucho lo que me queda de vida.”
Dos meses después, cuando Joan Ventosa i Calvell le llama y se frecuentan por asuntos de negocios (el libro de Ventosa que Destino editaba, el libro que Gaziel ayudaba a editar), Gaziel añade una coda singular a esta incertidumbre:
“El secreto de la vida es no tener en cuenta la muerte. Vivir es sentir, desear mucho, pensar un poco y moverse o darse prisa siempre, exactamente igual que si fuéramos eternos.”
Es el párrafo más eterno y hermoso que puede escribir Gaziel en ese tiempo, en el que Ventosa es vitalidad y su otro amigo visitante, Joaquim Sunyer, amargura. Sunyer celebra la vejez de Picasso acompañado por mujeres y a Gaziel le asquea la vejez pasiva, le asquea la muerte del deseo y le asquea la desaparición de la vida. Alrededor de Ventosa combina una relectura asombrosa de Chateaubriand. El libro, el escritor, el autor, la vida, la política y los encuentros lo son todo para el autor. La relectura de las Memorias de ultratumba no está marcada por la seguridad de la vejez, sino por la cultura abortada en la que (sobre)vivía, por el ansia de buscar una respuesta al cenizo silencio que le rodeaba. El libro seguirá con ese rumbo, con las relecturas más frecuentes y los valientes y preclaros escupitajos políticos entremezclados hasta el final, anunciado como toda desaparición.
Este libro termina con el vencimiento de la Historia ante la vida, con un desistir que se permite una magnífica cita de Shakespeare para esperar, todavía, algo. Algo del Hombre, algo de la política, algo de la necedad y algo de la posteridad. Que el genio, en fin, sea capaz de preveer la futilidad del tirano. En ese momento, Gaziel lee y lo hace con una fuerza vital admirable y es por eso que este libro, lleno de sabiduría, retazos de retratos, aforismos y pequeños ensayos afrancesados, es sumamente imprescindible para entender un poco más una cultura interrumpida.
]]>André Bazin.Orson Welles. Paidós, Barcelona 2002. Traducción de F. Melià y Gemma Andújar.
La historia del autor de Ciudadano Kane parece marcada por el fracaso abrupto de sus proyectos y la fuerza, a veces incompleta, que los termina sobreviviendo en lo artístico. El súbito cierre del teatro Mercury deja una etapa con un final un tanto abrupto; la RKO y sus remontajes de El cuarto mandamiento, la segunda gran película del director que fue mutilada mientras éste rodaba It’s all true, un documental sobre Sudamérica. Su carrera empieza como termina: con miles de proyectos inconclusos de una ambición notable, pero también de un interés increíble por el tipo de obra que desarrolla. Pero en esos fracasos, surgen, al menos, cinco obras maestras, la mayoría todavía negadas por una cinefilia demasiado ocupada en examinar a un mito, frecuentemente megalómano y egocéntrico y caído en el olvido por lo fulgurante del prestigio de su primera película. Esta historia, banal y relativamente falsa, responde poco a los logros del autor y estos dos libros son una buena primera introducción para ello.
Por eso resulta gracioso el prólogo de Jonathan Rosenbaum, el editor y prologuista del volumen equivocadamente traducido como Ciudadano Welles frente al sincero y adecuado original, This is Orson Welles. Lleva a la confusión porque Citizen Welles es el título de una biografía escrita por Frank Brady y es precisamente un título sensacionalista antes que exacto. En su prefacio, Rosenbaum teje un relato lleno de desastres, de un manuscrito de miles de horas de entrevistas que casi termina desapareciendo por un fracaso con un primer contrato editorial, por la desidia de sus dos autores viendo que el proyecto no avanzaba y por la dispersión de su amistad con el paso de los años. El propio volumen es un milagro, pero uno cuidadosamente editado: tenemos un apéndice con los cortes originales del final de la citada_El cuarto mandamiento_ y durante la entrevista vemos no pocas entrevistas, cartas y demás documentos inéditos para mantener el contexto lo más vivo posible. El verbo de Welles es considerable, también la inteligencia con la que evalúa su obra y la de los demás, la gracia de sus anécdotas y sorprende con frecuencia su habilidad para despistar la conversación. Pero Bogdanovich es un gran entrevistador, tal vez por insistente, y consciente de todas y cada una de las digresiones, como por sagaz: en su formación está una creencia en una cierta política de los autores y es algo que turba al entrevistado.
De política de autores escribió, y mucho, André Bazin, entre otras cosas porque usó esa expresión para desarrollar una teoría fílmica que cambiaría la historia de la crítica de cine. Debe notarse que Manny Farber ya había hecho exámenes autorales antes que Bazin y que él fue el verdadero inventor del análisis autoral del cine, con inusuales y todavía vanguardistas resultados. Pero también que el prodigio del crítico francés tenía una validez que tal vez haya caducado con el paso de los años, pero que incluía un programa (o una serie de notas sobre el medio) que todavía siguen resultando como mínimo intrigantes para el análisis cinematográfico.
El libro analiza la filmografía de Welles hasta Sed de Mal, estrenada meses antes del fallecimiento del propio Bazin. En su prólogo, escrito para la edición norteamericana del libro, François Truffaut anhela la opinión de su mentor respecto a las películas posteriores del genio, pero hay algo erróneo en esa postura. El Welles posterior es, fundamentalmente, el de F for Fake, película complicadísima que seguramente hubiera escapado al alcance analítico del crítico de cine francés, aunque nunca podremos afirmarlo con total seguridad. Pero si que queda claro que Bazin era su estética y esa estética parece terminar en Sed de Mal, donde admira todavía los resquicios de un Welles tempranamente envejecido, tempranamente barroco en su análisis. El análisis de Bazin combina una marcada sensibilidad literaria y artística con un interés minucioso por el lenguaje, de hecho se ocupa de Welles en una clave aparentemente técnica para demostrar una tesis ya irrefutable: que su virtuosismo no quedaba reducido a una brillantez técnica, sino que buscaba la inventiva con cada uno de sus medios. Bazin parece desinteresado en su Macbeth, pero su falta de atención no le despista de los elementos de puesta en escena que resultan claves en la peculiar apropiación wellesiana de la obra de Shakespeare; también es cierto que su análisis de Otelo es el más considerado y detallado que recuerdo, también el más recomendable respecto a su tesis, que relaciona hábilmente su postergado rodaje con una mutación radical de su estilo más allá de “servidumbres externas”. El ensayo es breve, pero las notas de la prosa de Bazin variadas y muchas veces enciclopédicas por lo que es una obra clave para ampliar el rigor analítico en la obra norteamericana de su autor.
El libro concluye con un par de entrevistas que ofrece un encuentro de ambos autores en un contexto distante y algo teatralizado y viene acompañado por dos prólogos extras, firmados por Josep Maria Català y André S. Labarthe que son, en cierto sentido, excesivos, pero cumplen funciones distintas: uno es un aviso a los lectores, el otro mera cortesía respecto a la influencia de autor y sistema de crítica.
]]>A pesar de ser publicitados en España como Next Generation, el único autor al que se parece realmente Michael Chabon es a su contemporáneo Jonathan Lethem y a pesar de ello sus discursos no podían tener una identidad más antagónica. Mientras que el autor de Cuando Alice subió a la mesa es un escritor neoyorquino obsesivamente localizado en su ciudad (Brooklyn, Nueva York), Chabon concede infinita importancia al judaísmo, hasta el punto de convertirlo en el gran tema de la parte última de su obra. Ambos empezaron como escritores de culto y ambos han terminado escribiendo una gran novela americana marcada por el auge de los tebeos de superhéroes (y su impacto mitológico) y una actualización, aunque creo que sería más correcto decir deslocalización, de la novela policíaca modelada tras Raymond Chandler y su fundacional El sueño eterno. Encuentro muy estimulante Huérfanos de Brooklyn, un trabajo estilístico a la altura de uno de los principales referentes de Lethem, Bob Dylan, y una gran mirada a la ciudad de Nueva York que a veces logra evocarla con la fuerza desconcertante de Saul Bellow, pero como relectura del género negro no termina de funcionar. Su trama no podía escapar a ciertos convencionalismos y toda su fuerza residía en el brutal punto de vista del protagonista. Como era el punto de vista del protagonista el que proporcionaba una descontextualización del esquema chandleriano, era hasta cierto punto deseable que Lethem no contara la misma fórmula tras un buen rato demostrando que podía beber del modo menos obvio posible de sus referentes.
Sin embargo, tras terminar esta The Yiddish Policemen’s Union estoy dispuesto a replantear mi posición respecto a Lethem, cuya descripción de unos villanos estaba llena de matice y de furia y su violencia era abrupta y súbita, extraña pero no irreal. En esta novela, los judíos se instalaron en Alaska, creando el distrito de Sitka, y cambiando la historia: Israel no existe y la colonia judía perderá sus derechos pronto. El detective yiddish de aliento hard-boiled Meyer Landsman debe investigar el asesinato de Mendel Shipilman, el hijo de un importante rabino que era considerado el Tzaddik Ha-Dor, el posible “Mesías” de su generación. Chabon acierta al convertir su Alaska judía en una excusa para derrochar el slang yiddish y dotarlo de dobles o triples sentidos y releer en argot callejero las costumbres de los judíos rusos, alemanes y mezclarlas. Descubrimos que un sholem es una pistola y un shtarker un matón.
Aprecio la novela de Chabon, sobre todo por la fuerza imaginativa de su premisa y como esto afecta al escenario (Orson Welles ha rodado su ansiada adaptación de Heart of Darkness, John Fitzgerald Kennedy se ha casado con Marilyn Monroe) y su fuerza narrativa, sobre todo cuando cuenta los pasados de Mendel Shpilman y el aprendizaje de las partidas de ajedrez. También parece el autor estar disfrutando describiendo el cielo, a la manera chandleriana, una Alaska llena de niebla y helada y marcada por una colonia de judíos que está a punto de perder su independencia. Leer a Chabon es leer a un narrador que está preocupado por resultar placentero, inteligente y tierno, a una mirada humanista que tiene como modelo evidente al Gabriel García Márquez de El amor en los tiempos del cólera (tomen como ejemplo la página 27 y su “but of course there were worse ordeals to come” digno de la citada novela), sin embargo descuida toda la premisa metafísica que hacían de la novela del colombiano un hermoso tour de force con pausas otoñales. Se comprende, pues la novela de Chabon solamente bebe del autor de Cien años de soledad cuando describe a los habitantes de Sitka y parece ocupada en reproducir, cuidadosamente, una versión excéntrica de la lengua sobria y elegante de las obras protagonizadas por Philip Marlowe. Aquí tienen tres ejemplos de lo último: the wind carries a sour of tang or purple lumber (pag. 6); The planning housing developments remain lines on blue paper, encumbering some steel drawer; the citty sputters and the water reaches across the land like the arm of a policeman (pag. 179).
Chabon parece reevaluar algunas posiciones (o misreadings) de Las asombrosas aventuras Kavalier y Clay, pero su corrección sufre de algunos de mis problemas con La solución final, su versión de Sherlock Holmes. En La solución final, un anciano (y nunca nombrado, aunque siempre evidente) Sherlock Holmes se encontraba a un niño judío llamado Linus Steinmann que venía con un par de misterios (un loro desaparecido que pronuncia unos números y un hombre que aparece muerto a la mañana siguiente). La aventura nos enseñaba a Holmes, el héroe del racionalismo, ante algo que no podía resolver: el Holocausto. Es decir, la Historia, el cambio. Imposible no pensar en el viejo aforismo de la poesía tras Auschwitz. Chabon tiene una idea brillante: al detective, en su retiro, le sobreviene la Historia y demuestra sus incapacidades. La fuerza de la realidad. Pero su idea termina en un punto abrupto, no permite la vida interior del detective, está ocupada trazando una perfecta imitación, en clave algo más dulce, del relato modélico de Conan Doyle. Sigo pensando que estuvo muy inspirado, pese a tener algún que otro reparo perdonable, en Las asombrosas aventuras de Kavalier y Clay, cuya temática judía venía condicionada por el tema del que se ocupaba, los grandes de los tebeos de la edad de oro de los superhéroes (y por ende de los cómics) eran judíos (Siegel & Schuster, pero también Jack Kirby, Will Eisner, etcétera). Su protagonista emigrado, Joe Kavalier, era un escapista (como el dibujante Jim Steranko), pero Chabon lo amplificaba como metáfora: su creación junto a Sammy Claynmann será justamente el Escapista, un superhéroe que encarnará su biografía, su identidad portátil y su hogar a cuestas. Al final de la novela, Chabon descubrirá la naturaleza del hogar a Kavalier y deslocalizará, precisamente, a Claynmann, el judío norteamericano de Brooklyn, estrategia absolutamente brillante y parcialmente heredada de los relatos de John Cheever. Aquí corrige cualquier atisbo de fantasía mesiánica, mostrando los peligros y lo siniestro de cualquier salvador, de cualquier “mal menor“ que se excusa en la retórica del “bien”, pero, irónicamente, desaloja a los protagonistas de estos matices.
En esta novela policíaca, el detective resuelve el misterio, pero de algún modo todo depende de lo inconcreto: la parte más interesante es cuando lo sentimental puede verse unido a lo político. Una vez fundada una Historia (secreta) y alternativa, no queda nada. Hay unos villanos identificados y un héroe que los delatará, pese a su incertidumbre.
El final, que implica la secreta y auspiciada destrucción de la Cúpula de la Roca, no podía resultarme más extraño. No solamente por su deuda evidente hacia el planteamiento de Watchmen, sino por su la ambigüedad con la que los personajes terminan. El atentado planeado es confesado por el protagonista y él y su mujer se reencuentran dispuestos al futuro, a la siguiente diáspora. Es conmovedor, pero limita el turbador poder de su alegoría y traiciona el pesar que había tras Chandler, más escéptico que Chandler.: solos ante la diáspora, los judíos de Chabon tienen una oportunidad en el descrédito y en la lejanía del odiar. Pero el peso de la barbarie (secreta) difumina el mundo de Chabon y ofrece un suspenso antes que grandes preguntas.
Es la eterna paradoja. Es noble (e ingenua) la posición de Chabon, la de un mundo en el que existan las suficientes contradicciones como para albergar una cierta esperanza, pero su alegoría depende de grandes conspiraciones y grandes secretos y de una soledad, extraña y asumida como tragicómica, del judío respecto a su futuro.
]]>Acabo de leer la sexta y mejor entrega de la hiperexitosa saga Harry Potter de la escritora inglesa Joanne Murray, conocida por su nom de plume como JK Rowling. Es la primera entrega que podría defender sin reservas y esto me lleva a todos mis problemas con la franquicia. Algunos están glosados por A.S. Byatt en este estupendo ensayo, otros deben precisarse mejor.
1. El bien contra el Mal…del modo moroso posible
Durante siete entregas, la escritora quiere narrarnos parte de la juventud del mago Potter, hijo de un mago y de una humana, huérfano sub-dickensiano que vive con sus crueles y repugnantes tíos. Su archienemigo es Voldemort, cuyo nombre no debe ser pronunciado en el mundo mágico, y es la razón por la cual goza ya de una fama considerable en la primera entrega: siendo un niño, Potter adquiere su célebre cicatriz tras sobrevivir a la maldición de Voldemort y convertirse en una especie de mesías aparentemente indicado para vencer a Voldemort.
El malvado intenta vencer a Potter en las siguientes entregas….pero del modo más tópico posible, ideando un plan con terceros que rara vez deja a Potter realmente asustado (o sin otro susto que el de la visita anual del villano): el Voldemort de los primeros libros se asemeja más a un adorable y extravagante supervillano que aparece para revelar sus planes y desaparecer sin que nada ocurra.
2. No es excusa para el esquema
En la fantasía adulta más innovadora (La torre Oscura; Juego de Tronos) la primera norma es dejar atrás una fórmula y lanzarse al cliffhanger que implique giros absolutos en los esquemas habituales y marcar así la evolución de los personajes. Los cinco libros de Harry Potter se permiten muy pocas variaciones y hacen de ella una coartada para la evolución. Sin embargo, los cinco libros de Harry Potter empiezan:
-Una breve crónica del tedioso verano de Potter en casa de los Dursley, con una súbita interrupción de la magia para alegría del incomprendido protagonista y darle buenas noticias.
-El incidente camino de Hogwarths en el que deberán llegar in extremis sorteando algún que otro peligro.
-La llegada del nuevo profesor de Artes Oscuras que levantará todo tipo de recelos.
-La sombra de una amenaza misteriosa y de algún artilugio mágico, de exótico origen, que deberá colocarse en alguna otra parte o rescatarse de otra.
-El inevitable desencanto con el profesor de Artes Oscuras y el enfrentamiento con Voldemort o sus secuaces hacia el final del libro.
Puedo comprender la intención de Rowling de configurar un viaje iniciático repitiendo los elementos más reconocibles de la realidad cotidiana de sus lectores año tras año: Harry Potter pretende ser la fantasía más secular de todos los tiempos y por eso Rowling quiere identificar los hábitos académicos como pista inequívoca para sus lectores. Sin embargo, esta estrategia tiene una contrapartida terrible: los saltos narrativos son escasos y las posibilidades de que Potter actúe de un modo inesperado deben verse compensadas al final de la entrega o reservarse para la última.
3. Un imaginario desaprovechado.
El universo descrito por Rowling es cada vez más vasto: existe un grupo de súper-magos llamado la Orden del Fénix, una lejana prisión, llamada Azkaban, y todo tipo de seres y trucos lejanos y de cachivaches y trucos aprendidos a lo largo de la Historia y los sitios. Sin embargo….todo el escenario es Londres, Hogwarths, el Ministerio de la Mgia y la fantasía se ciñe al grado local. Y qué decir de los objetos: en la tercera entrega descubríamos que se podía viajar en el tiempo, bajo parámetros deterministas, y su uso….quedó allí.
4. Una transición apresurada.
El cuarto libro, hasta la lectura del sexto, contó enseguida con todas mis simpatías. No era difícil: pese a que seguía a rajatabla la estructura marcada por el resto, era, como dijo Stephen King en el New York Times, una fantasía absolutamente diurna. Mezcla de amable versión para teens de un misterio típico de Agatha Christie con elementos estimulantes como el Pensador, un almacén de recuerdos que actúa como dispositivo narrativo hiperrealista digno del mejor Bioy Casares.
Sin embargo, mientras que el cuarto se permitía el lujo de presentar a un Voldemort levemente amenazador (asesinaba a un secundario, introducido en el propio libro, pero con cierta brutalidad), el quinto libro es una de las experiencias lectoras más francamente aburridas que recuerdo: chusca alegoría sociopolítica en clave de Irak, centrada en el Ministerio de la Magia, implicaba la primera gran pérdida para Potter, narrada sin atisbo de emoción y que, retrospectivamente, no dejaba de ser un recursos sencillo (Black era un personaje introducido en el tercer libro y Rowling jamás pone en peligro a sus tres protagonistas, Potter, Granger y Weasley).
Bien, pues no considero exagerado asegurarles que la mayoría de estos reparos han sido solucionados en la sexta entrega. La primera vez en la saga que los flashbacks tienen un papel relevante y que rompen el esquema, la primera vez que tenemos la sensación de asistir a una verdadera narrativa ya que aquí se retoman todos los hilos abiertos en la segunda, cuarta y quinta entrega. Y el descubrimiento del personaje más complejo en la mitología de Rowling: Tom Marvolo Ryddle, luego conocido como Lord Voldemort. Descendiente del fundador de Slytherin, Rowling convierte el origen del villano vagamente reminiscente al de Potter (un talentudo que destaca en su escuela) y descubre la sangre nacionalista que brota en su origen. Pero también de las contradicciones que hay, al tener el aspecto de un humano triador.
Este es el mejor personaje de esta novela, que no esquiva capítulos previsibles, como el dedicado a las vicisitudes de Ron en el quidditch o la inocentona confusión de los bombones, desventuras más propias del cuarto libro y prescindibles porque Rowling quiere que el lector sienta también como espaciadas los encuentros entre Potter y el director de la institución. Ninguno de estos errores es nuevo y ninguno de ellos entorpece la diversión de la novela, incluyendo la sospecha de Snape y la continuación de viejos prejuicios familiares, además de una pérdida seria como la que ocurre al final del libro.
Así pues, esta novela funciona porque niega casi totalmente el esquema de la saga. Las concesiones son comprensibles. Y también como tremendo preludio al anunciado final.
]]>En el magnífico estudio dedicado a Enrique Vila-Matas de la revista Quimera (295, Junio de 2008), *Sergio Chejfec describe su primer contacto con la obra del autor cuando “no era época de computadoras, ni procesadores de textos”. Piensa en la Historia abreviada de la literatura portátil como un “libro raro, breve y propalante, parecido a un manifiesto, o más bien un compendio, de vanguardia” y lo reseña positivamente en un periódico. Su reseña aparece íntegra, pero firmada por otro. Chejfec describe este momento como el evento Vila-Matas.
Editado originalmente en 2008 por Lanzallamas en su Chile natal y en la Editorial Jus en México, este Diario de las Especies es, hasta ahora, la obra más interesante de la escritora chilena Claudia Apablaza. Dos son las figuras de la ansiedad de la influencia de la autora: Enrique Vila-Matas y Roberto Bolaño. O, siendo rigurosos, Bartleby y Compañía y Los detectives salvajes. El libro tiene la estructura de un weblog y sus comentarios, una conversación que va en aumento. También incluye un texto final llamado “Personas”, un axfisiante tour de force en clave alegórica.
Las entradas de blog y los comentarios van en aumento, así como la popularidad de su autora, A.A.. Al inicio de la novela, 78 visualizaciones de perfil y 26 comentarios, que irán variando, generalmente habrá menos en cada post respetando así la habitual irregularidad en los blogs, y terminarán en 714 visualizazciones de perfil y 36 comentarios. Todos sus posts son reflexiones sobre escribir una novela; son, según el título que le da la autora, la Búsqueda de una Novela. De A.A. se filtran pocos detalles de su vida sentimental. Lo que sabemos de sus relaciones sentimentales es poco, queda reducido a una anécdota breve:
Puede ser que ese beso no sea más que una delicada y atractiva costumbre japonesa. Es lindo besar a los japoneses. Lo hice una vez y después de besarnos en las Ramblas y en su cama, él me quedó mirando toda la noche. No pudo dormir. Yo despertaba y lo veía. Despertaba y me volvía a besar. No apagó la música en toda la noche. Soñé las siguientes noches con un departamento en Tokio. Con su casa. Con su casa solar. Cuando nos conectamos, hablamos en inglés.
Se enfatiza su lado transnacional, su obsesión (vilamatiana) por perderse. La deuda es explícita: la segunda entrada de A.A. es “Plagio a Vila-Matas”, una crónica que incluye una carta que manda al autor barcelonés, adjutando en ella su primer libro de relatos, Profana. Es entonces cuando las similitudes entre la narradora y la autora quedan definitivamente confirmadas: ambas están formadas en Psicología, han llegado a Barcelona y acaban de publicar un libro de relatos (en el caso de Apablaza, uno llamado Autoformato). A través de esa estructura, Apablaza, digamos, soluciona su influencia Vilamatiana. Es evidente que fuerza uno de los eventos VilaMatas en concepto y al invocarlo, pero que la idea, la inseguridad de escribir una novela y la conversación que se genera a partir de estas reflexiones (a veces más vagas, otras brillantes como en la conexión del tiempo de la novela y el concepto del cronotopo de Bajtín de la página 94) ha logrado una competente respuesta a la estructura maestra de la inmensa Bartleby y Compañía.
La relación con el mundo (real) blogosférico es tímida, pero sobresalen dos referencias a dos bitácoras relativamente conocidas. Un comentarista asegura sentirse muy identificado con el blog de Lluís Foix. Otro que ama el blog de Luna. El resto son voces dialogando, a veces interrumpiéndose, con una graciosa incorporación de los trolls.
Estas voces actúan como respuesta evidente a las que conviven en Los detectives salvajes. Tienen sus propios ideales literarios, pero Apablaza carece de la asombrosa inventiva verbal de Bolaño, por lo que todos sus comentarios se leen antes como actitudes que como una conversación genuina. Sin embargo, este defecto está compensado por la ingeniosa estructura del libro y por su cierre, una alegoría desconcertante que parece lejos del abismo vila-matiano del Silencio o del bloqueo al que parecía cercano en principio. Con su texto final, Apablaza da un giro al relato: todo se dirige hacia la idea del viaje o de la pérdida, pero no del creador en sus mares ficticios, sino del sujeto en el marasmo. Tal vez de la red. Posiblemente del mundo.
]]>Joseph McBride, Michael Wilmington John Ford Traducción de Soledad Andrés. Ediciones JC, 1989.
“Si hay algo que pueda definirnos es que ambos somos irlandeses” le espetó John Ford a Eugene O’Neill. Lo irlandés como algo nostálgico, aunque Ford, nacido Jack Feeney fuera un americano de primera generación. Lo irlandés como una frustración: Ford mentía y soñaba que tras su padre hubiera una conexión a Michael Morris el tercer baron Killanin, sobrino del primero, aunque las conexiones eran más bien vagas como explica el cronista, un entregadísimo y apasionante Joseph McBride.
Este es un libro sobre el pasado, sobre el de Ford y sus paradojas, pero también sobre el cronista. El primer libro sobre Ford de McBride data de 1973 y es un estudio de su cine, realizado al alimón con Michael Wilmington, cuando el realizador todavía vivía. Aunque su estudio es principalmente una biografía y el primero se ocupa de analizar su filmografía persisten los mismos temas, las mismas observaciones, incluso el interés por un canon similar: Judge Priest, The Sun Shines Bright, The Searchers o The man who shot Liberty Valance.
Wilmington es un buen crítico conservador y eso se nota en su estudio. Por conservador entiendo una visión trágica del ser humano y su destino, de su historia. Por eso mismo, el optimismo de Ford no es tanto Al final de su capítulo dedicado a The Searchers (me niego a usar el Centauros del Desierto) Wilmington escribe:
Scar y Ethan, hermanos de sangre en su cometido de justicieros primitivos, se han sacrificado para hacer posible la civilización. Ese es el significado de la puerta que se abre y cierra en la penumbra. Es la Historia de América.
Algo que es indudablemente cierto…para alguien de una visión del hombre y de la Historia profundamente pesimista. Afortunadamente el film de Ford también se presta a la lectura contraria: la idea de un héroe que no es más que sombras y anacronismo y es un resquicio racista, salvaje y reaccionario en un mundo que necesita otra cosa para mirar al futuro. Mientras que Wilmington insiste en que Edwards es un sacrificio heroico, es posible que Edwards fuera el héroe menos heroico y más siniestro de todos cuantos concibe Ford y quizá Wayne y su premisa le sirvan para lo contrario.
Pero esta paradoja, esta validez y estos matices forman parte de la obra de Ford. McBride admite que busca formular preguntas concretas antes que tomar un juicio severo sobre la figura fordiana y, aunque eso le impida ser demoledor en ciertos aspectos, parece ideal para el caso del cineasta. Pero también la del cronista. Su libro se abre con una crónica, firmada por él, del funeral de Ford. La descripción es minuciosa y todos los presentes son los amigos y admiradores al final de una vida, mientras que en su biografía todo parece majestuoso y el scope es generoso. Judge Priest y Young Mr. Lincoln son fruto de una comunidad tranquila y multiétnica como la de Portland. También es mítica su defensa de Joseph L. Mankiewicz (acusado por DeMille quien le quería delatar por su tendencia izquierdista) con su My name’s John Ford and I make westerns. Es entonces cuando el lector piensa que la biografía es también un triunfo del discurso de Ford, para bien y para mal fue algo de todos sus héroes, despreciando su posible condición de poeta, quizá para no revelar demasiadas pistas sobre lo que realmente pensaba más allá de la obra. Aunque eso forme parte de la estrategia de McBride, hay honestidad: la leyenda es siempre señalada como tal, aunque la contradicción acostumbra a ser el material más problemático para tratar a Ford, para McBride es una fuente incesante de solidez narrativa y de su idea: una figura en una penumbra irresoluble en cuya vida se aglutina el nacimiento del cine (en una fructífera etapa en la que mayoría de sus obras estan perdidas), el esplendor de Hollywood con la segunda guerra mundial y su posterior decaímiento en los años sesenta. También fue el western, que murió y desapareció en los setenta, década en la que fallece.
Poniendo de relieves estas paradojas, McBride no ha solucionado un misterio sino que, como pretendía, lo ha dejado en una perspectiva todavía más intrigante. Pero glosando todos los hechos, todas las mentiras, en fin, todas las contradicciones de Ford, sus filias y fobias e indagando en sus motivos con una documentación cuanto menos titánica, ha ofrecido el mejor retrato posible de un artista cuya obra sigue siendo motivo de discusión. Narrativamente impecable, su lectura es tan apasionada como honesta, una épica genuinamente americana (de primera generación e irlandesa, como el propio Ford). El resultado es asombroso, insoslayable para hablar y pensar la figura del cineasta.
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