Prefacios juveniles, reseñas de media tarde, lecturas a tiempo parcial… Un intento meridiano de soñarse columnista, por supuesto. Aquí vienen a leerse libros, a recomendarse unos cuantos y a discutir(los).
Eduardo Mendoza El año del diluvio
Seix Barral, Barcelona, 1992.
No apela un bolero a la nostalgia del mismo modo que un tango, aunque sean géneros con muchos puntos en común, además de ser compañeros de viajes en no pocos repertorios de ciertos cantantes.
En 1992, Eduardo Mendoza escribió El año del diluvio que él calificó, con acostumbrado rigor, como un melodrama y que yo calificó, con imprecisión habitual, de precioso bolero. Que transcurra en los años cincuenta confirma mis sospechas. Podría releer y seguir oyendo viejos temas de Los Panchos o Bola de Nieve durante ella.
El Año del diluvio es una novela que, según informa el autor en el prólogo, fue ideada como obra de teatro, lo que justifica, al menos al principio, tanto su orden narrativo, estricto y cronológico con una pequeña elipsis final, como su insistencia con revisitar los mismos escenarios.
El caso de Mendoza es fantástico. Es un escritor sin un tipo de novela concreto, pero reconocible en cada página. Tal vez sea porque concibe cada novela como un reto. Escribió una novela histórica-criminal, con la que irrumpió en la literatura española y dio un aliento que no se ha evaporado todavía. La Verdad sobre el Caso Savolta permanece vigente por esas y otras razones. Incluso en su celebrada saga del Detective Sin Nombre no repite un esquema: cada aventura, toma un modelo detectivesco distinto y la bufonada se dirige por nuevos fueros.
Su pulcritud y sus ideas, su romanticismo escéptico, su tristeza infinita, en el fondo son detectables en cada uno de sus retos. El año del diluvio es un melodrama tristísimo, sobre pasión prohibida y circunstancia política, en la que lo segundo no eclipsa las necedades y concesiones debidas a lo primero.
El tiempo, sin embargo, es la amenaza más temible, como bien sabe Mendoza. No solamente porque sea irremedimible, como nos enseñó T.S. Eliot en sus Cuatro cuartetos sino porque también permanece en un recuerdo concreto.
Por eso funciona tan bien este melodrama. Mendoza no quiere que conozcamos la conciencia de los personajes más allá de ese momento y de sus consecuencias. No entendemos infancias o épocas formativas, ni falta que hace. Mendoza no está interesado en alargar los días. Su técnica responde también perfectamente a una necesidad dramática y narrativa: que el amor es fugaz, aunque solamente luego comprendamos su importancia, su revelación.
Triste, claro está, como el anarquista que muere en brazos de la monja, sabiendo su fracaso, conociendo las limitaciones de su mundo. Tiene antes algo de tiempo para conversar sobre las razones de su decisión:
“Olvide lo que le han enseñado en el convento, prosiguió, y mire a su alrededor: verá cuál es el orden natural de las cosas: al pajarillo indefenso se lo come el halcón, pero al halcón no se lo come nadie; la naturaleza es cobarde y despiadada; los hombres, también. Las leyes están hechas por los ricos para tener a raya a los pobres y conservar sus privilegios. A los ricos no les importa que la ley sea severa, porque no teniendo necesidades, tampoco tienen motivos para quebrantarla; es fácil ser millonario y decir: cien años de cárcel al que roba diez cochinos duros. Los jueces y los policías están al servicio de los ricos, y de la santa madre iglesia, mejor no hablar: los curas son bufones de los poderosos; los obispos son unos globos inflados con ventosidades, y el Papa de Roma, dicho sea con el debido respeto es una puta vieja y loca.”
El discurso es significativo por cuanto deriva hasta el Papa de Roma y elude la posibilidad, lo cual encaja muy bien con la visión de Mendoza a lo largo de su bibliografía, de que se trate de una circunstancia estrictamente histórica. No se enfatiza la condición excepcional (o cruel) del franquismo, reconocible, nada oculto y evidenciado bajo el cual transcurre el relato y bajo el cual se explica muy bien el trasfondo del galán de la historia, un cacique con sobornos continuados que lleva a cabo gracias a sus lazos burocráticos en Madrid.
Más bien se parte de la idea de que el franquismo es una sintomática consecuencia del mundo y de sus más profundas idioteces. Pero curiosamente, Mendoza entrega el discurso más desconsolado al más tozudo de los luchadores, el que además morirá sabiendo que la monja, recién pecadora, es la única persona que vale la pena.
El año del diluvio es sensacional, aunque sea para recordar un momento prohibido, el pecado carmesí como cantaba Olga Guillot: tanta es la elegancia de su autor, que lo que después será inolvidable para ambos, es eludido para nuestros ojos. Ni tan siquiera nosotros hemos sido invitados a admirar tal hazaña.