Prefacios juveniles, reseñas de media tarde, lecturas a tiempo parcial… Un intento meridiano de soñarse columnista, por supuesto. Aquí vienen a leerse libros, a recomendarse unos cuantos y a discutir(los).
Me van a permitir ustedes que me inunde el tópico: Shakespeare ofrece tantas citas y tanta sabiduría. Dice Hamlet, en la quinta escena del primer acto de la obra a la que dio título, que “hay más cosas en el cielo y en la tierra, Horacio, de las que han sido soñadas en tu filosofía”. Recordaba esta línea maravillosa pensando en la insistencia, a veces férrea, otras veces práctica, de no leer la literatura ya en términos de política u ideología alguna, aunque sean lecturas ciertamente distintas.
¿Por qué se considera la literatura como algo poco imaginativo? Yo creo que responde a la manera en la que hemos dado a concebir la literatura: como un espacio salvaje donde la imaginación no está sujeta a reglas morales y donde no se sancionan u aprueban ideologías concretas. Sin embargo, en todos los autores yace un programa, estético y literario también, y se hace difícil no descartar los matices sino encontrar ese terreno literario fértil que pasa antes por una lectura y por una serie de descartes, más o menos voluntarios, que se ponen al servicio de un aislamiento cómodo de la literatura, como objeto o como serie de textos interrelacionados, que no mediante una realidad.
El tema es amplio y no me interesa ahora combatir el antiintelectualismo feroz de quien considera descartada la biografía porque considera mucho más importante su primer acercamiento a la obra antes que la manera en que vivió o pensó el autor. El tema es ciertamente largo por abarcar asuntos relativos a la teoría literaria muy diversos y escapa a lo que yo ahora quiero referir y es la manera en que decidimos que la ideología es antes un encierre que una liberación necesaria y en la que hemos aceptado, según unas reglas del juego que presumimos poco o nada ideológicas en sí mismas, no leer de manera ideológica o política no con el fin de no meternos en problemas sino con el fin de ser libres.
Hay un cuento precioso de Robert Louis Stevenson llamado “La piedra de la verdad” que termino recordando cada vez que leo una diatriba en contra de las lecturas ideológicas. En ese cuento, un rey y sus dos hijos, el mayor y el menor, visitan a otro, que además de rey tiene a bien de ser sacerdote y de tener como descendencia a una preciosa doncella que los hermanos no van a dejar de disputarse desde que la conocen. El rey sacerdote y futuro suegro tiene solamente un deseo para los pretendientes: que encuentren la piedra de la verdad, pues su sabiduría es incomparable a cualquier otra y a cualquier otro favor posible. Mientras el hermano mayor cabalga a través del mundo buscándola, el menor recibe una lección de su padre, al ser dicho que hay en su casa una piedra de la verdad y logra casarse con la doncella.
Los años suceden, y el hermano mayor va recopilando piedras, de diversos colores y notoria belleza, que son identificadas como piedras de la verdad, pero no logra encontrar sentido alguno. Al final, llegando al fin mismo del mundo encuentra a un viejo que le ofrece un feo guijarro que emite una luz que le permite entender el sentido de todos los pedruscos acumulados. Con ese guijarro en la mano, se dirige hacia su castillo, donde, al llegar, descubre a los hijos de su hermano menor y su tan ansiada doncella.
El hermano menor le comenta, con confidencia y sorna, que su búsqueda ha sido en vano pues la piedra de la verdad era un accesorio que estaba entre los tesoros de su padre y ahora él está casado con la bella doncella. Le responde que se mire, pues en la piedra podrá ver que es ahora un anciano de cabellos ya canos. El mayor le dice que ha encontrado un guijarro que es la piedra de la verdad y que se resiste a creer que lo que tenga en sus manos sea falso. Con el guijarro señalando a su hermano y su esposa, el hermano mayor observa la verdad de cuanto ha sucedido: tras la sonrisa de la reina no hay más que una profunda y tremenda desdicha y ahora, todo ha terminado.
Me parece un cuento brillante por muchas y variadas razones. La primera es la concisión narrativa de Stevenson que jamás renuncia a una sobriedad estilística de la que aprendieron muchos de sus admiradores, algunos de ellos ilustres cuentistas. La segunda es la lección que yace en el cuento. Stevenson coloca un objeto de deseo, que en realidad son dos.
El primero es la doncella. Por su amor, ambos hermanos quieren resolver el problema que plantea su progenitor, el de dar encuentro a la piedra de la verdad. Pero cuando el mayor emprende ese viaje largo y que ocupa gran parte de su vida, su impulso inicial se transforma ya que quiere encontrar la piedra de la verdad y entender su verdadero significado, maxime cuando todos dicen tener una.
Por eso el final es precioso. No es que ofrezca consuelo alguno al ver el fracaso del impulso inicial del hermano, sino que, al final de su viaje, está listo para comprender aspectos más complejos y mejores matices de la naturaleza humana. El hermano menor tiene una ansiedad inicial, pero no quiere resolver el problema tal y como está planteado, quiere resolver su problema, que no es otro que el de conseguir a la dama. Para cuando la comodidad, le ha dado la victoria, Stevenson nos proporciona un final verdaderamente sabio.: nuestros deseos no existen para hacernos más sabios, ni siquiera para sernos verdaderamente útiles al cubrir nuestras necesidades.
En el descarte de la ideología hay una actitud similar a la del hermano menor. La ideología es considerada, ciertamente, un estrago, pero al aceptar otro relato dado, un relato en el que podemos usar impunemente palabras como libertad o imaginación (reduciendo, considerablemente, el alcance que esas palabras tengan en sistemas de pensamiento humano) aceptamos como dado un relato de otros.
Es cierto que el impulso inicial pueda ser, como el del personaje de Stevenson, el de una doncella: en este caso, comprender nuestros reparos con un libro o autor cuyo discurso no nos parece aceptable y después, descubrimos, que son sus métodos los que no son legítimos. En el curso de esas explicaciones, llegamos a la ideología, no buscando el consuelo de una piedra de la verdad, sino buscando comprender algunas razones que existen todavía en el acto de leer y de escribir.
El hermano menor quiere dejar de iluso y bobalicón al mayor, pero es, solamente, porque no entiende la utilidad verdadera y última del ateísmo: la de entender por qué suceden las cosas, por qué humanos y por qué intereses, y no la de vivir la vida tal y como la dictan los demás.