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Edición LdN
Opiniones misceláneas por Pablo Muñoz

Prefacios juveniles, reseñas de media tarde, lecturas a tiempo parcial… Un intento meridiano de soñarse columnista, por supuesto. Aquí vienen a leerse libros, a recomendarse unos cuantos y a discutir(los).

Flores rotas

Juan Marsé, Ronda del Guinardó.
Plaza y Janés, Barcelona, 1984.

Con Últimas tardes con Teresa, Marsé nos descubría que todo lo que no es desesperación lo será pronto. La juventud era un sitio poblado de mequetrefes y a la pobreza se la miraba con condescendencia, ignorando la supervivencia, como tampoco tras la burguesía había un lugar fantástico, sino más bien un silencio. Contrastando dos mundos, Marsé dio con su primera gran obra.

Prefiero vastamente esta Ronda del Guinardó donde se propone algo incluso más complicado que un sueño roto. Se propone, siguiendo una estructura aparentemente sencilla y circular, narrar la desesperación, sin excesos sentimentales. El argumento es bien sencillo: el inspector hace la ronda con una chiquilla de trece años, Rosita, por todo el barrio del Guinardó mientras ella termina sus tareas, pues deben ir al depósito a descubrir si el cadáver que allí espera es el del hombre que una vez violó a la niña. Europa está ocupada con la segunda guerra mundial y en Barcelona no deja Marsé de recordarnos que anidan los grises y las chabolas.

La historia no podía ser más triste, pero ocupa apenas ciento treinta páginas. Los poderes de Marsé se despliegan con mayor facilidad, ciertamente. El Inspector tiene un matrimonio roto y cuando va al encuentro de Rosita tiene un pequeño diálogo con su cuñada. La prosa de Marsé es vivísima:

“Más arriba habían baldeado la calle y bajaban oscuros regueros de espuma jabonosa. Prendido con las comisuras de la cloaca se pudría un ramo de lirios. En un portal y de espaldas, subiéndose con disimulada premura el borde de la falda, una muchacha hizo chasquear la liga contra su muslo”.

El Inspector quiere salvar a la niña, pero la ronda es descubrir que ese gesto ético es insignificante. Me fascina como el escenario de Marsé cancela los tópicos, uno a uno. Lejos de convertirse en el tradicional relato ético de hombre desesperado por lograr algo de bondad en el mundo se convierte, más bien, en una crónica de lo que ocurre cuando no queda nada.

Rosita anda bien cerca de lo que podríamos tomar como prostituirse, vende palomas para comer, limpia y hasta carga con la Moreneta mientras el Inspector descubre una inocencia rota en sus piernas y en su belleza adolescente que ya empieza a explotar.

“Una ráfaga de viento alborotó las hojas de los plátanos y trajo la risa espigada de Rosita. El inspector sintió que en torno suyo se rompían las costuras del día”.

La escena final es reveladora. El inspector sabe que no la verá nunca más pero también sabe, con el lector, que su empresa era un fracaso. Los intereses de Rosita son otros pero, lo que es más importante en las novelas de Marsé, la vida de Rosita pasa por lugares que el inspector ha alcanzado a comprender y le disgustan. Esos lugares están alejados de la resolución de la infamia y pasan por llevar una vida mejor. La última vez que leemos a Rosita, la última vez que sabemos algo de ella nos deja un poso irrepetible: Marsé no deja de explicarnos que está vivísima pero que, de alguna manera, pende sobre ella el dolor de todo cuanto le ha sucedido y todo cuanto desea y no tiene.

“Rosita entró en el sombrió zaguán de la Casa silbando por oírse silbar, todavía con pelusilla de plumón en los dedos, los calcetines bailando en los tobillos y la Moreneta en la Cadera”.

Pablo Muñoz | 19 de julio de 2012

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