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Kliong! por Carlos Acevedo

Kliong!, a razón de cada martes, se encargará de desmenuzar el mundo del tebeo y del cómic desde una perspectiva que llama a la rotura y al trompicón. Kliong tiene más que ver con una olla que cae por torpeza que con un arrebato o un golpe, aunque a buen seguro no saldrás sin moratones.

Siempre hay circunstancias agravantes

Según voy leyendo por ahí, se tiene muy en cuenta y se valora muy mucho la forja de un estilo. Siempre. Todo el rato. El estilo se entiende, a veces, como un carácter propio o una suma de modos y maneras cuyo desarrollo e insistencia permite distinguir la obra de un autor a unos diez metros de distancia. Como si los rasgos que lo hacen único, es un decir, tuviesen más importancia que cualquier otra cosa. Entendido así, el estilo, o la la insistencia de trabajar con ciertos rasgos determinados y reconocibles, puede explicar, por ejemplo, la adjetivación con nombres propios. Pero más allá de eso, en ocasiones se trata de una propuesta de análisis sumamente razonable: su más abstrusa definición encarna y contiene una serie preguntas. Responderlas, intentar hacerlo, obliga a pensar qué se entiende por trabajo creativo.

Ahora mismo me interesa un gesto vanguardista, es un decir, en el que se sostiene buena parte de la creación reciente: volver al pasado en busca de las señas que permitan resolver una identidad propia y/o un estilo único e intransferible. Hacerse cargo, digámoslo así, de las claves de continuidad conceptual de abuelos y bisabuelos para, a partir de esa apropiación, crear algo nuevo que sobreviene o se añade a algo que había antes.

Un caso reciente, por ejemplo, es el de Olivier Schrauwen (Brujas, 1977), autor que ha hecho de su trabajo una muestra de cómo a partir de elementos y tratamientos disímiles es posible, al mismo tiempo, recuperar un patrimonio —que indica la vitalidad que desde hace siglo y pico ostenta el medio— y ofrecer un recorrido sugestivo, que incita al lector a adentrarse en su imaginación que desborda, inclusive, las nociones canónicas de historieta/cómic/novela gráfica. En su caso el estilo no insiste en un modelo de relato unívoco, sino que parece articular, en sus continuos saltos y movimientos, en sus cambios de técnicas y estructuras narrativas, una motivación que hace de la mutación y la diferencia de tratamientos una propuesta de estilo que, además de hacer suyo el pastiche, abunda en la suma y en la disposición alegre y dicharachera de los elementos.

Schrauwen opera por adición, y de esa manera resuelve seis historias (y una coda) de diferente manera, tanto gráfica como narrativamente, consiguiendo así potenciar el conjunto. Hablo, por supuesto, de El hombre que se dejó crecer la barba, estupendo volumen preciosamente editado por Fulgencio Pimentel además de ganador del último Gran Premio de la segunda edición de Golden Globos, certamen dueño de un palmarés interesantísimo por estimulante y poco obvio.

La obra de Schrauwen no sólo supone una inflexión en cualquier discurso posible sobre las marcas de estilo de un autor, sino que además retrata un rasgo determinante a la hora de pensar su trabajo. Lo digo sin ningún reparo: la brillante resolución de “El imaginista”, por ejemplo, obliga a repensar el proceso de configuración y sus límites. Dicho de otra manera: allí donde Schrauwen hace de la perversidad y la imaginación explosiva un trasunto indivisible de sus opciones estéticas es posible encontrar una (sexta) parte de su talento. Al tiempo que pone en cuestión las formas del medio en el pasado y potencia cada una de las partes del relato, Schrauwen establace un hilo conductor que continuamente ofrece fisuras e inflexiones que, dicho de manera literal, hace de una barba un universo.

Cabe destacar que ésta vez Schrauwen dinamita el registro cercano al de Winsor McCay que trabajó en Mi pequeño (Norma editorial, 2007): lleva esa idéntica propuesta al extremo, la hace suya hasta tal punto que el registro se McCay se vuelve ligeramente difuso, menos determinante pero igual de central.

Otro buen ejemplo de este tipo de proceder, además de editorialmente contingente, sería el caso de la obra de Joos Swarte (Heemstede, 1947): allí donde Schrauwen hace de la indefinición una potencia, Swarte acomete su labor por el otro lado, por uno absolutamente contrario: el de recoger una tradición que le resulta familiar, la iniciada por Hergé, y hacerse con ella hasta el punto de acuñar un término —_línea clara_— para referirse a la misma.

Lo curioso es que tanto uno como el otro comparten, además de una S seguida de consonante en su apellido, un interés por el medio que los invita a potenciarlo y redimensionarlo en relación a sus necesidades. Es decir, que lo han enriquecido y enriquecen en términos formales, demostrando que la apuesta por la libertad obedece, de alguna manera, a una especie de juego que está muy por encima de la mera aproximación o forja de un estilo. Swarte, en ese sentido, cuenta además con una suerte de estirpe, es un decir, que incluye a autores de la talla de Max o Chris Ware, quienes han asumido, en sendos prólogos, la influencia del autor holandés. Dichos prólogos aparecen, respectivamente, en las ediciones española, por La Cúpula, y americana, por Fantagraphics, del material de Swarte desde 1972 hasta la fecha. En ese volumen, aquí llamado Casi completo, es posible ver esa forja, pero también es posible ver lo que subyace: un interés manifiesto por la experimentación entendida como producción en los límites del medio. Me refiero, en particular, a que su trabajo es realizado en las zonas en que el medio tiende a difuminarse para ser llamado de otra manera, para obedecer al mandato de otras disciplinas, como la ilustración y la arquitectura, lo que ofrece un territorio limítrofe que le permite mayor libertad formal y, sobre todo, nuevas y enriquecedoras aproximaciones.

A pesar de que su trabajo responde a diferentes motivaciones, Swarte y Schrauwen están haciendo lo mismo. Nomás les diferencia su contexto, su contingencia. Ahí están los matices que diferencian una disposición y una voluntad de estilo que va y viene por los mismos derroteros para entregarnos y deleitarnos —a nosotros, sus felices lectores— con obras de gran envergadura; obras con entidad donde el estilo es una manera de insistir en que la vitalidad del medio, de la historieta o de cualquier otro, pasa por poner en cuestión los códigos y los protocolos de lectura con los que se ha ido construyendo.

Carlos Acevedo | 22 de mayo de 2012

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