De esa inestabilidad quise hablar en esta columna hace algunos meses, cuando ya la había abandonado, y me encontré releyendo Playground de Berliac. También hace menos tiempo, cuando terminé de leer Spleen de Esteban Hernández. Lo mismo hace un par de días cuando cerraba Potlatch de Marcos Prior y Danide con la certeza de que algo muy importante había ahí, entre tapa y contratapa. También pensé en la inestabilidad cuando Alberto me escribió para formar parte de una despedida. Entonces me pareció sensato intentar explicar por qué Paco Roca había tenido que salir de casa para formular una idea de memoria histórica sumamente atractiva, cuando quise leer su último trabajo comparándolo con obras que recalan en la idea del testimonio directo, de la construcción de ese testimonio; de cómo funciona esa construcción y qué tipo de abordajes nos deja a nosotros, los felices lectores. Abandoné la idea por falta de tiempo y pensé en hablar de lo último de Fontdevilla, quizás lo más interesante que he leído sobre política, sobre las maneras de intervenir en el presente y con ello en el futuro inmediato, ahora que todo es política porque se subraya que es así, que es política, y que se lee de esa manera (política) única y exclusivamente porque es el único protocolo de lectura que se aplica. Al abandonar también esa idea pensé en listar lo más interesante que he leído en el último tiempo y lo único que supe balbucear fueron los cuatro tomos de Frank, a los que vuelvo una y otra vez con una intensidad malsana. También pensé en hablar en las implicaciones que conlleva rescatar determinado tipo de obras, en lo llamativo que resulta que un evento como el GRAF crezca o en que la independencia sea cosa de la crisis y en que cada vez me resulta más incómodo ver al mundillo reírse mutuamente las gracias (si no las riéramos qué sería de nosotros, ai). Una última opción fue defender el acto de escribir gratis y porque sí. Incluso pude abocetar una idea que me gusta mucho: los críticos no saben leer. Pero lo que flotaba en el aire, lo que me movía, era la pregunta de Klosterman y sus variaciones Goldberg.
Es posible, del todo probable, que detrás de la pregunta de a quién querías gustarle cuando leías tal o cual cosa estuviese también la posibilidad de que única y exclusivamente estuvieses aprendiendo a estar solo. Algo así era lo que quería decir, parafraseando a un autor que admiro, pero precisamente esa soledad resulta tan concurrida que se vuelve inestable hasta admitir una última posibilidad: dar las gracias, saludar respetuosamente y volver una y otra vez a la misma pregunta, anterior a la de Klosterman y mucho más inocente: ¿por qué no?
]]>Obedeciendo a eso, esta última entrada no es más que una despedida: adiós.
Para tal efecto, tenía pensado linkar a un buen número de personas a las que recomiendo prestar atención; pero no lo haré. Simplemente nombraré a unos pocos autores cuyo trabajo me interesa muchísimo: Ana Galvañ, Esteban Hernández, Marcos Prior, Carla Berrocal, Néstor F., Juarma López, Deamo Bros. y Felipe Almendros. Hay más —incluso proyectos completos, como Ultrarradio, Argh!, Cultura del Duodeno, La Cruda, Adobo o Rojo Putón—, pero tengo la impresión de que basta con leer a estos talentosísimos autores para tener asegurado un futuro como feliz lector.
Porque de eso iba todo esto, de ser un feliz lector.
]]>Desde entonces, la de la entidad es la primera pregunta que me hago al acabar una lectura, básicamente porque la del durante —siempre ajustada a la forma, al cómo— está cubierta con lo que William Gibson, en una entrevista más o menos reciente, sintetizó como celebración del statu quo.
Así las cosas, mi condición de lector y espectador se dirime en esos dos ejes. De la relación entre ambos puedo establecer, por ejemplo, por qué determinado volumen me ha acompañado por cuatro países y en seis ediciones así como puedo advertir por qué una obra me parece bien tan sólo como obra primeriza o por qué no puedo decir nada bueno de otra, a pesar de que sea capaz de reconocer sus logros, a pesar de que perciba en ella la bendita entidad esa que un amigo puso en mi camino.
Si le explico esto, amable y paciente lector, es porque preciso de un punto donde apoyar una declaración que, según se mire, puede resultar caprichosa (que lo es, en último término). Allá voy.
No tengo duda alguna de que, en lo que llevamos de año, los mejores y más interesantes volúmenes realizados por autores españoles son aquellos firmados por Esteban Hernández y Marcos Prior. Me refiero, concretamente, a El Duelo (Ediciones de Ponent, 2012) y a El año de los 4 emperadores (Diábolo ediciones, 2012). Obras que, a pesar de ser asombrosamente disímiles, comparten esos dos valores que considero fundamentales: la entidad y la no celebración del statu quo.
En cuanto a lo primero, basta con dar cuenta de que el trabajo de ambos es hiperconsciente de las características del medio. O, dicho de otra manera, además de la clara y evidente noción de unidad, en ambos volúmenes es posible ver una preocupación que hermana al qué con el cómo. Es decir, un cómo que incorpora una problematización del propio medio. Un cómo que, vaya, es efectivo sólo como historieta.
Desde ahí ver la resolución de planos y de página en El Duelo, o la incorporación de elementos ajenos al medio en el caso de El año de los 4 emperadores, invita a pensar en los diferentes acercamientos que permite el medio.
Por su parte, Prior parece querer incorporarlo todo a su narrativa. O no. Perdón. Más bien parece querer incorporar todas las posibles narrativas a su trabajo. Desde la charla de bar, hasta el infomercial político con tintes de reality show, desde la enigmística hasta la exposición con power points (!). En ese proceso de incorporación, curiosamente, articula una narración que sólo podría tener lugar en un medio como este. Quicir, que sólo en un medio como este podría gozar de un tempo más o menos detenido y por ello resultar legible y disfrutable. La incorporación de nuevos elementos, en el sentido de que no son tradicionales y que llevan al medio a nuevos lugares, obliga a pensar en categorias propias de disciplinas más consolidadas o con un aparato teórico más asentado y menos tendencioso. Si embargo, en lugar de ponernos de exposiciones y artistas extranjeros, tan sólo es conveniente subrayar que la búsqueda de Prior está tanto fuera como dentro del medio, al menos en cuanto sin aquello que está fuera no podría hacer de lo de dentro un interesantísimo y estimulante campo de recreo.
A partir de la dicotomía del dentro y el fuera también es posible relacionar el trabajo de estos dos autores desde otro punto de vista donde el tempo tiene una particular importancia.
En principio, el tempo de Hernández es difícil de fijar, pues se trata de un tempo de corte cotidiano. Digamos que en lugar de estar por encima de la narración está por debajo, supeditado por aquello que ha de ser narrado y enseñado. Quizá por esto el trabajo de Hernández parece ubicarse, al mismo tiempo, en un pasado remoto o en un futuro cercano. El tempo de El Duelo, en particular, es contingente con ciertas claves de nuestro ahora. Pero lo cierto es que se trata de las claves que nuestro ahora viene arrastrando desde que fueron enunciadas. Pienso, por ejemplo, en los 15 minutos de fama que enunciara Warhol o en los vicios de la representación en televisión que tantas veces han sido acusados desde distintas perspectivas que, dicho sea de paso, son lecturas plausibles a la hora de enfrentar el desenlace de la vida de Altuna, protagonista de este volumen. De esa indefinición temporal y esa conciencia de lo que ha de ser narrado nace el feliz extrañamiento que evoca El Duelo.
He escrito varias veces el palabro ‘extrañamiento’ y eso se debe, básicamente, a que considero que se trata de un estado óptimo para detectar la belleza: dentro del extrañamiento, entendido como una percepción alejada de la automatización y producida precisamente por aquello que se percibe, cabe lo no-utilitario y lo no-funcional, pues en su territorio no es posible celebrar el statu quo. Allí sí caben, por ejemplo, obras que problematizan procesos internos (sean reales o no) y su contaste con la vida cotidiana, como es el caso de El Duelo, como lo externo y contingente, lo que alimenta la alienación nuestra de cada día, como es el caso El año de los 4 emperadores. Dos obras, dicho sea de paso, de extraordinaria belleza y gran entidad.
]]>Ahora mismo me interesa un gesto vanguardista, es un decir, en el que se sostiene buena parte de la creación reciente: volver al pasado en busca de las señas que permitan resolver una identidad propia y/o un estilo único e intransferible. Hacerse cargo, digámoslo así, de las claves de continuidad conceptual de abuelos y bisabuelos para, a partir de esa apropiación, crear algo nuevo que sobreviene o se añade a algo que había antes.
Un caso reciente, por ejemplo, es el de Olivier Schrauwen (Brujas, 1977), autor que ha hecho de su trabajo una muestra de cómo a partir de elementos y tratamientos disímiles es posible, al mismo tiempo, recuperar un patrimonio —que indica la vitalidad que desde hace siglo y pico ostenta el medio— y ofrecer un recorrido sugestivo, que incita al lector a adentrarse en su imaginación que desborda, inclusive, las nociones canónicas de historieta/cómic/novela gráfica. En su caso el estilo no insiste en un modelo de relato unívoco, sino que parece articular, en sus continuos saltos y movimientos, en sus cambios de técnicas y estructuras narrativas, una motivación que hace de la mutación y la diferencia de tratamientos una propuesta de estilo que, además de hacer suyo el pastiche, abunda en la suma y en la disposición alegre y dicharachera de los elementos.
Schrauwen opera por adición, y de esa manera resuelve seis historias (y una coda) de diferente manera, tanto gráfica como narrativamente, consiguiendo así potenciar el conjunto. Hablo, por supuesto, de El hombre que se dejó crecer la barba, estupendo volumen preciosamente editado por Fulgencio Pimentel además de ganador del último Gran Premio de la segunda edición de Golden Globos, certamen dueño de un palmarés interesantísimo por estimulante y poco obvio.La obra de Schrauwen no sólo supone una inflexión en cualquier discurso posible sobre las marcas de estilo de un autor, sino que además retrata un rasgo determinante a la hora de pensar su trabajo. Lo digo sin ningún reparo: la brillante resolución de “El imaginista”, por ejemplo, obliga a repensar el proceso de configuración y sus límites. Dicho de otra manera: allí donde Schrauwen hace de la perversidad y la imaginación explosiva un trasunto indivisible de sus opciones estéticas es posible encontrar una (sexta) parte de su talento. Al tiempo que pone en cuestión las formas del medio en el pasado y potencia cada una de las partes del relato, Schrauwen establace un hilo conductor que continuamente ofrece fisuras e inflexiones que, dicho de manera literal, hace de una barba un universo.
Cabe destacar que ésta vez Schrauwen dinamita el registro cercano al de Winsor McCay que trabajó en Mi pequeño (Norma editorial, 2007): lleva esa idéntica propuesta al extremo, la hace suya hasta tal punto que el registro se McCay se vuelve ligeramente difuso, menos determinante pero igual de central.
Otro buen ejemplo de este tipo de proceder, además de editorialmente contingente, sería el caso de la obra de Joos Swarte (Heemstede, 1947): allí donde Schrauwen hace de la indefinición una potencia, Swarte acomete su labor por el otro lado, por uno absolutamente contrario: el de recoger una tradición que le resulta familiar, la iniciada por Hergé, y hacerse con ella hasta el punto de acuñar un término —_línea clara_— para referirse a la misma.
Lo curioso es que tanto uno como el otro comparten, además de una S seguida de consonante en su apellido, un interés por el medio que los invita a potenciarlo y redimensionarlo en relación a sus necesidades. Es decir, que lo han enriquecido y enriquecen en términos formales, demostrando que la apuesta por la libertad obedece, de alguna manera, a una especie de juego que está muy por encima de la mera aproximación o forja de un estilo. Swarte, en ese sentido, cuenta además con una suerte de estirpe, es un decir, que incluye a autores de la talla de Max o Chris Ware, quienes han asumido, en sendos prólogos, la influencia del autor holandés. Dichos prólogos aparecen, respectivamente, en las ediciones española, por La Cúpula, y americana, por Fantagraphics, del material de Swarte desde 1972 hasta la fecha. En ese volumen, aquí llamado Casi completo, es posible ver esa forja, pero también es posible ver lo que subyace: un interés manifiesto por la experimentación entendida como producción en los límites del medio. Me refiero, en particular, a que su trabajo es realizado en las zonas en que el medio tiende a difuminarse para ser llamado de otra manera, para obedecer al mandato de otras disciplinas, como la ilustración y la arquitectura, lo que ofrece un territorio limítrofe que le permite mayor libertad formal y, sobre todo, nuevas y enriquecedoras aproximaciones.A pesar de que su trabajo responde a diferentes motivaciones, Swarte y Schrauwen están haciendo lo mismo. Nomás les diferencia su contexto, su contingencia. Ahí están los matices que diferencian una disposición y una voluntad de estilo que va y viene por los mismos derroteros para entregarnos y deleitarnos —a nosotros, sus felices lectores— con obras de gran envergadura; obras con entidad donde el estilo es una manera de insistir en que la vitalidad del medio, de la historieta o de cualquier otro, pasa por poner en cuestión los códigos y los protocolos de lectura con los que se ha ido construyendo.
]]>Respecto a mis expectativas y mis ánimos poco y nada tengo que decir, salvo que me falló el calculo (con dos entregas contundentes me estaría evitando esto) y que quise abordar la obra de Almendros dentro de una constelación de sentido que supone las historietas hechas y editadas en España. Es decir, quise discutir sobre lo que dibujan tres volumenes sin tapa dura en un entorno donde TODO parece ‘merecer’ tapa dura (algún día os hablaré sobre por qué hay esa noción de que las tapas duras ennoblecen, de dónde viene el hálito nostálgico respecto a ciertos formatos; algún día, también, trataremos la estupidez y el antiahorismo).
Por un lado, es imposible leer todo lo que se edita. No porque sea imposible en cuanto a material, se re-edita muchísimo, sino porque hacen falta estómago y ánimos completistas. Carezco de ambas características, nnamás eso.
Por el otro, resulta complicadísimo escribir sobre una obra sin sentirse ridículo de
cara al ruido y a la tontería que se genera a su alrededor. Todo esto me obliga —es un decir— a intentar contestar/constrastar ciertos apriorismos que van por ahí muy sueltos y/o muy dispuestos a abundar en el carácter autobiográfico de la obra de Almendros. Quicir, tengo la sensación de que hay demasiado ruido ambiental al tiempo que no me siento cómodo construyendo un análisis, un diálogo con un corpus, asumiendo que ‘yo’ es ‘yo’ y no ‘otro’ (Rimbaud intended) o ‘nadie’ (Parra intended).
Así las cosas conviene explicar que el título de esta serie, que concluyo ahora y de esta manera porque me faltan ánimos y redaños para hacerlo de otra manera, que no es más que la síntesis de la excitación, producto del goce estético, que en sucesivas lecturas me despierta la obra de Almendros.
Que tengan ustedes (cuatro) un buen día.
]]>Felipe Almendros empezó su andadura pública con Pony Boy, editado por Glénat en 2006. Allí explora el extrarradio y da con una concepción de la marginalidad muy afín a la cinematografía de Larry Clark o Shane Meadows. Quicir, se vale de la juventú como quién se acoge a lo inmediato y netamente contingente, no justifica un pasado ni propone un futuro al tiempo que indaga en la concepción de la idea de clase, en qué la define y qué tipo de comportamientos limítrofes dibuja y comporta. En ese sentido, cabe destacar que se trata de una aventura de adolescentes, de jóvenes descuidados y dados al desorden. Jóvenes que prefieren los estimulantes antes que las horas sueño y que por esto de ir por la vida haciendo el tonto acaban sumergidos en la tragedia. Lo que viene a ser lo normal, vamos.
Con Pony Boy ocurren dos cosas. Por un lado, hay una intención clara de retratar un un paisaje periférico sin mayores aspavientos, desprejuiciado. Se trata de un relato que no se sostiene en la construcción de arquetipos y de instancias determinantes, sino que lo hace mediante la instauración roblemática común y silvestre, que tiene que ver con la incomodidad del adolescente, que es lo que lo lleva por el camino del exceso y de la búsqueda constante de un lugar confortable. Por el otro, aparece una búsqueda importante a la hora de entender el resto de la producción de Almendros: se trata de la inclusión de elementos que dinamicen la narración, como la aparición de diferentes pantallas que toman la forma de viñetas que, además de contar con un peso y un valor muy logrados en la página, permiten establecer una narración paralela que indaga, con otro tempo y otras características, digamos, más específicas, en la construcción de los personajes, de las circunstancias que les rodean y de aquello que no forma parte de la narración general. Y que, al mismo tiempo, por no formar parte del relato tiende a acotar su alcance, a matizarlo.
A su vez, en Save Our Souls (Apa Apa Cómics, 2009) Almendros propone la totalidad del relato desde una voz también marginal al relato. Una voz que intenta reconstruir un viaje a México que empieza en la obligación y acaba en la errancia. Allí, Almendros empieza a valerse de su propia experiencia como material para su relato y con ello empieza, a su vez, a labrar su manera de apropiarse de la narrativa gráfica, eso que, en otras manos, se llamaría estilo. Es decir, allí comienza a alejarse de las bazas ya establecidas, allí comienza, sin remilgos, a dejar atrás todo lo que propuso en el apartado gráfico de Pony Boy para relatar lo que vivió con ese tipo de personajes en México, enmpieza relatar como su andadura con adolescentes acabó convertida en una obra de largo aliento donde desafía las normas de la narrativa gráfica con un grafismo libérrimo y corrosivo, con unas soluciones que, a pesar de la dificultad que imponen, resultan sumamente eficaces; como las diferencias de trazos, como los matices que evocan el trazo recto/de regla y el nervioso/a mano alzada. Hablo, también, de que la narración esté incorporada al tránsito de las viñetas como una conversación con un amigo mediante un chat, manteniendo los gestos, las derivas que toda conversación conlleva, al tiempo que se permite incluirlo como compañero en esas aventuras que se le hacen difíciles, complicadísimas, dado el carácter cerrado y la incapacidad para relacionarse con el entorno de Felipollas, el protagonista.
Sin embargo, a pesar del cambio de tercio se mantienen dos constantes: por un lado, la dificultad del protagonista para relacionarse con el entorno, y, por el otro, la idea de que el sexo es namás una catarsis. También hay una tercera: la familia desestructurada abordada desde diferentes nociones. Precisamente, el aspecto que (se) resuelve en RIP.
Continuará.
]]>“Muertes en la familia/ polvo en las estanterías / cicatrices de maquillar / un pasado que ocultar”, canta el dúo barcelonés Astrud en una canción que lleva por nombre “Todo es Lounge (Mi vida es Lynch)” y que sintetiza con rigor y a destiempo la catadura estética de R.I.P.. Incluso, ayuda a comprender algunas de sus claves: si nos quedamos sólo con el título y pensamos en la producción reciente, da lugar a una noción muy precisa. Almendros ha hecho algo muy cercano a Inland Empire en un ámbito donde predominan los corsés estilísticos y los ejercicios de estilo, es decir, ha dado con una obra que dinamita su paisaje, que abre nuevas vías de experimentación y lo hace desde la más absoluta libertad. Así, R.I.P. se presenta como una fuga hacia delante —¿o hacia dentro?— por parte de un protagonista que incide en resolver a como dé lugar todo aquello que le impide salvar la vida de su hermana. Se trata de una suma de males psíquicos que no le permiten salir de casa, que limitan su voluntad y cuya solución oscila entre la entrega al esoterismo y la necesidad de una racionalidad nueva. Con esa búsqueda y esa entrega, Almendros resuelve las “muertes en la familia” y lo hace enfrentándose al pasado. En lugar de ocultarlo y negarlo, lo glosa desde varios (y variados) puntos de vista, genera un crisol de signos para sostener una concepción de lo narrativo solventada en la autonomía de medios. Y esto no es poco, si tomamos en cuenta que Almendros se enfrenta a temas de suma contingencia: la violencia machista —tan cara al telediario—, el alcoholismo, la sensación de abandono y el dolor provocados por una familia desestructurada.
Decía que R.I.P. es la pieza de narrativa gráfica más extraña y estimulante que ha saltado a la palestra hispana en lo que llevamos de año, pero no me refiero tan sólo a su grafismo voluble e incompleto, su trazo nervioso y a la mancha controlada como razgo distintivo y unificador, sino por la construcción de una gramática y una retórica personalísima que se sostiene en el blanco impoluto que empapa y sirve de fondo a todo el relato. Ante esto, no es de recibo emparentar a Almendros con el estilo naif del británico David Shrigley o con experiencias cercanas al Art Brut, pero Almendros sobrepasa esas claves acercándose al absurdo y recreándose en una concepción libérrima de todas las constantes que, por convención, hemos dado en llamar narrativa gráfica. Y se ha demorado tan sólo tres álbums.
Continuará.
]]>Si bien ésta síntesis es demasiado concisa, no hay que olvidar que funciona también de modo opuesto. Es decir, todo lo opuesto al cotidiano —y aquí entran, por supuesto, las múltiples ficciones de lo verosímil y lo inverosímil— hace suyo estilo y destino, pues entre la relación de ambos elementos estriba su diferenciación ante lo ordinario y habitual. Es más, dicho distanciamiento —que no extrañamiento— se construye según el uso o articulación de estas dos claves, precisa de vislumbrar hasta qué punto el horizonte de ambos elementos es compartido o hasta que punto el trayecto es más importante que el final, etcétera.
Todo esto viene a cuento de que no puedo quitarme de la cabeza RIP de Felipe Almendros, volumen recién editado por Random House Mondadori en su colección Reservoir Books, lugar muy dado a la experimentación o, en el mejor de los casos, a aquello que no suele tener cabida en las grandes superficies: se trata de obras con un alto contenido del riesgo ese, habitualmente asociado a la producción de corte independiente. Con el palabro riesgo, me refiero a una serie de claves no habituales, conjugadas en función de algo que no precisamente tiene que ver con llegar a todo el mundo. Un testimonio cultural que haga del riesgo un rasgo distintivo, por ejemplo (y perdón por la cacofonía), es un testimonio cultural que no hace uso de la demagogia, que no se vale de una lógica alambicada, vacía e instrumentalizable y, sobre todo, que no apela a la simplificación en pos de la aceptación masiva. En el mundillo del cómic español el riesgo es, por ejemplo, no jugar a ser francés.
Almendros, de hecho, no juega a ser francés y a medida que va avanzando en su relato olvida, al parecer, hasta que es de Badalona para construir una historia alejada de toda deriva normalizada, y lo hace con una narrativa atenta siempre a la máxima expresión con los más simples elementos, con construcciones y derivas que, por separado, no podrían resultar más simples, pero que en conjunto construyen un relato cuyos aspectos formales se entrelazan hasta constituir una de las obras de mayor complejidad que haya dado el cómic español este año. De hecho, a la que te pones a apuntar directrices te das cuenta de que no te la acabas. Lo jodido de esto último, es que Almendros lo lo logra con una trama válida hasta para un culebrón. RIP es, digámoslo así, una historia que exprime las posibilidades gráficas del medio, el problema es establecer si lo hace/logra rompiéndolas, destrozándolas, desconociéndolas o ignorándolas, dando así motivos de sobra para meditar sobre su obra, obra que concibe como una obra de autoayuda para sí mismo. El muy.
Continuará…]]>Decía que me encontré con Reunión y que me gustó leerlo, cuando podía —la letra de Fontdevilla no siempre es descifrable—, como me gusta ver los sketchbook en plan general, cuando asumo que tenerlos entre las manos ya es bastante, porque es posible ver como se plantean los dibujos y la manera en la que funciona el desarrollo del dibujo, el ensamblaje de las piezas. Aquí no se trata de eso, sino que se trata de los apuntes, del robo parcial, hasta ahora impune, de lo que sucedía en las reuniones de pauta o de portada de El Jueves, último bastión de la sátira entendida como ámbito donde al poder no se le ríen las gracias sino las miserias. Se trata también de ver el talento incombustible y la facilidad de planteamiento de Fontdevilla, sólo opacada por la capacidad e insistencia para dibujar mujeres, algo que lo confirma —en el caso de que hiciera falta— como persona de bien.
También es cierto que Reunión es, cuanto menos, un documento curioso y que asumo de interés limitado para un lector casual, básicamente porque aquí lo gracioso funciona de otra manera: no hay grandes elaboraciones pero sí un sentido de la maravilla y de la oportunidad que Fontdevilla ha demostrado con solvencia en su tira diaria en Público. Estos apuntes que ha puesto a disposición Caramba en su nueva faceta y que nos ha traído el cartero son especialmente interesantes por eso, porque apuntan, al igual que el catálogo ese que se editó en Manresa, a mirar allí donde no es habitual, aunque sea parte importante del trabajo de un humorista. Me refiero a la posibilidad de ver un proceso que de otra manera sólo podría, de alguna manera, aventurar o conjeturar. Así, Reunión otorga certezas y ayuda a pensar mejor las bazas de su autor, lo que me lleva a ponerlo en mi biblioteca junto a otros grandes portentos del libretismo, del apunte y el boceto, como son Desprolijo de Dario Adanti, El Cementerio de la Familia Pis de Mauro Entrialgo y En la cocina dibujando de Ata, todos editados por Blur y todos, al igual que Reunión, apuntando a que el trabajo de un dibujante siempre tiene algo del ensayo a la vieja usanza, una forma que admite el error y que, por tanto, se muestra libre e ilimitada.
]]>Básicamente, han recuperado la prolífera relación entre cómic y música y han compartido las grapas de un fanzine para demostrarlo y lo han hecho bien. Digo, que han cogido y lo han hecho, sin más.
Mientras Esteve ha optado por una narración, algo flojilla, quizás demasiado apresurada, de la vida de Lee “Scratch” Perry, productor de dub y reggae, un hombre bueno y valiente que un buen día quemó todo por culpa del diablo; el señor Cavolo se sale con una escueta cronología que, a modo de postales unipersonales, glosa a los titanes del blues primitivo; aunque todo lo popular, digo yo, tiene algo de atávico y en el blues esto se nota más, pues rara vez se aleja del cotidiano.
Las postalitas de Cavolo, por llamarlas de alguna manera, son abigarradas muestras de conocimiento del género, pero además, y quizás lo más importante, es que su modo de narrarlas evidencia talento en cuanto a página bien resuelta, bien montada. Un titán, Ricardo Cavolo. Si siguiera usando facebook me haría fan, le daría un pulgar arriba virtual. También a Esteve, creo, aunque esta vez no me haya sorprendido. Bueno.
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]]>No sé muy bien por qué, pero sigo pensando que aún no es tiempo para decir mi visión de éste señor, al que hace cosa de tres años o más vi reacio a responder preguntas relativas a la libertad creativa y hacia el giro autoral que había dado y sigue dando el cómic a nivel mundial. He meditado bastante sobre ponderar desde mi posición, sobre las cosas que comporta esa ponderación, y me he detenido ante el miedo de parecer moralista o verme en el bando de los que creen o creían que en la Novela Gráfica está o estaba el único futuro posible. Y añado la conjugación en pretérito porque ese futuro brillante y lleno de promesas o premisas se ha visto opacado por la ausencia de dineros públicos para mantener el muy mentado proceso de profesionalización del medio.
Mientras escribo esto caigo en la cuenta de que, además de resultarme incómodo hablar de un muerto, tampoco me parece correcto personalizar, pues, para muchos —aunque no para mí— la labor editorial ha de centrarse en una cosa: vender papel con dibujines y/o letras a como dé lugar, y hacerlo en números de varios dígitos por el bien de su santa iglesia o empresa, dos términos que suelo confundir. Sobre todo cuando hablo de fumetti o de tipos en pijama con los calzoncillos por encima de los pantalones.
Y digo que los confundo pues para muchos el fumetti rancio, que era en mayor medida el que editaba Bonelli, así como lo superheróico, son las únicas temáticas posibles, asemejando así a la cultura de masas con las peores facetas del culto monoteísta. Esa es una actitud que no entiendo y que espero no entender nunca pues soy muy panteísta con éstas cosas de la(s) cultura(s) y nunca he despreciado ningún género (o subgénero) a priori. Es más, y esto lo digo completamente en serio, suelo despreciar sólo los discursos que se quieren unívocos respecto a los géneros pues su construcción conlleva erigir jerarquías que poco y nada tienen que ver con su lectura o visionado. En ningún caso,quiero decir que sobre gustos no hay nada escrito, sino que apunto que seguramente hay algo que el orador o ensayista no ha leído.
Hace un rato, tratando de que no me pillaran en un renuncio, es decir, mientras leía, me encontré con ésta cita de W.H. Auden. Cita que me tiene loco perdido pensando en cuánto de razón hay en ella y cuánto hay de simple mito de la edad de oro o de trasfondo reaccionario (en el sentido más noble del término, claro). Ahí va: “Los medios de comunicación masiva no ofrecen arte popular, sino diversión para ser consumida como una comida, olvidada, y luego remplazada por un plato nuevo. Esto es malo para todos; la mayoría pierde todo gusto propio, y la minoría se convierte al esnobismo cultural”.
Luego hay otra, que aunque refiere a algo diferente también viene al caso: “Un ensueño es una cena donde se comen imágenes. Algunos somos gourmets, otros glotones y la mayoría devora sus imágenes precocidas de una lata, tragándolas enteras, distraídos y sin saborear”.
No deja de ser curioso que Auden aluda a la metáfora con la comida para referir el uso y disfrute de los testimonios de una cultura, pero aún así es consecuente pues a lo largo de toda su obra expone un vitalismo en las más variadas facetas que permite la palabra escrita y, además, lo hace sin perder jamás el escepticismo y la precisión de quién ha ampliado su lengua nativa. La pregunta que me traen ambas citas de Auden estriba en saber por qué hemos de comer siempre lo mismo y en base a qué presupuestos. Sobre todo, en base a qué riesgos futuros. Una pregunta que no se me ocurrió hacerle a Bonelli hace cosa de tres años o más. En fin, que descanse en la paz que se haya procurado.
]]>Llegados a éste punto, creo que me toca hacer, o repetir, una declaración de intenciones. Declaración de intenciones: en mi cabeza, los tebeos o cómics o, vale, Novelas Gráficas, son testimonios industriales de una cultura y yastá. Iguales a pelis, series de tv, discos de/con música, el teatro, la danza y las artes plásticas. En mi cabeza, los cómics son iguales a los libros, así como la visita a un museo es igual a la visita a un cine para ver el último blockbuster. No porque se parezcan físicamente, sino porque los proceso de manera similar. Con matices, claro, pero esos matices son relativos a su materialidad. Es decir, a los medios técnico-prácticos que permiten que ese testimonio llegue a mis manos.
Fuera de esto, lo único que tengo que ofrecer sobre los tebeos que se han creado en el marco del 15M es un juicio: me parece ridículo pararse frente a ellos sin entenderlos como una manera de poner en solfa que el cómic forma parte de la sociedad en la que se genera; así como me parece que, como conjunto, son mucho más solventes que otros testimonios similares, pues en ellos subyace una posición común: erigir un punto de vista y compartirlo. Por otro lado, carezco del tiempo, y de la disposición, para articular sobre ellos un discurso concreto, pues al ser obras colectivas que no funcionan como una única voz, cada una de sus partes merece tanto detenimiento como el que merecen todas las expresiones aledañas al 15M. Hablo de tuits, vídeos hechos por aficionados y la ya incontable proliferación de textos al respecto. Dicho de otro modo, me parece ridículo recurrir al análisis pormenorizado de cada una de sus partes pues eso implicaría generar jerarquías, algo que contradice el propósito último del evento que tratan éstas manifestaciones, éstos testimonios.
Y ahora, creo, toca hacer otra declaración de intenciones. Segunda: Estoy enamorado del 15M, lo veo como la belleza hecha carne. Tanto en sus formas iniciales, a las que en privado critiqué por pura estupidez y en base a apriorismos, como en su deriva actual. Sobre todo por la instancia de diálogo que ha generado y que sigue generando. A partir de eso, considero consecuente establecer que para dar con un juicio de valor sobre las obras que se acercan a tan magno evento está la casilla de comentarios, para que quede como un (posible) debate construido de ideas y sensaciones. Aquí abajo, avispado lector, ni usté ni yo contamos con una tribuna preferente.
Léalos y coméntelos. De eso se trata. Lo otro es, lisa y llanamente, y aunque admita discusión, otra cosa. Más exactamente, un berenjenal. El mío.
]]>Luego aparecieron mogollón de libros, fanzines y tebeos. De hecho, en El País, y ya adentrándonos en lo que debería ser el tema central de ésta columna, Álvaro Pons habló de los tebeos que se produjeron en torno al 15M y dice que confirman una especie de compromiso político del que existía un antecedente: el número de El Víbora dedicado al golpe de 1981. No sé si es lo mismo. De hecho, por modos de producción y contexto histórico tiendo a creer que no, que se parecen lo que un huevo a una castaña, pero más allá de la analogía, que lleva un pero inscrito en su propia expresión, Pons apunta en una dirección que no deja de ser interesante. Dice:“la crítica y denuncia política parecían restringidas en los últimos años al ámbito de las combativas revistas satíricas, una tradición de largo recorrido que hoy mantiene con dignidad y fuerza todas las semanas El Jueves”. Esto lo dice luego de afirmar que el tebeo goza de ser un “arte de profunda tradición democrática”. Personalmente, no tengo muy claro qué es la tradición democrática en los medios de masas, pues en ellos la cultura popular cumple funciones roles que pasan por a) la imposición de una serie de preceptos y b) su apropiación y/o transformación por parte de los “oprimidos”, muchas veces en forma de parodia, que precisa de unos medios de producción relativamente símiles a los del primero, es decir, su posibilidad democrática depende siempre del acercamiento o de la aproximación al esquema impuesto, pero más allá de esto me interesa pensar que la crítica y la denuncia política están más cercanas al testimonio personal y directo que a la construcción de un aparato crítico que permita evocar una tesis que goce de cierta solvencia. Es deci…
No, espera. Stop. Ante mi se han aparecido una serie de preguntas que no me dejan continuar o que no soy capaz de responder en breve, pues escribo esto con cierta prisa: ¿Los tebeos que han salido en torno 15M practican la la crítica y la denuncia política? ¿Por qué? ¿Cómo podemos establecer los baremos que hablan de un rol social? ¿Cómo se construye un rol social de un día para el otro? ¿Se puede hacer desde/gracias a las pelusillas del ombligo? ¿Qué es la tradición democrática de una forma de expresión? ¿Que no la practique una élite? ¿Basta con eso? ¿Cómo definimos elite? ¿La cultura popular está en el exacto punto de la cultura de masas? ¿Es necesario matizarlo? ¿Qué pasa si no lo matizamos?, etcétera, etcétera.
Vamos, que me he líado.
Entonces, les dejo el Yes We Camp! Trazos para una ®evolución y ya intentaré contestar la próxima semana.
]]>La lista podría ser más larga, pero con estos dos elementos basta y sobra para decirte, avispado lector, que el cierre de Kiss Comix no sólo debería generarnos tristeza por el hecho en sí, sino por todo lo que implica. La sola existencia de Kiss Comix era una respuesta vigorosa e inapelable a los fenómenos que acabo de enunciar y me parecía importante subrayarlo. En Kiss Comix se practicaba la libertad y el poner en solfa varias acepciones de la moral, porque su coartada porno permitía espacio suficiente para sostener ambas cosas: la mayoría de la gente va a lo que va y eso siempre deja espacio suficiente para construir una marginalidad frecuentada.
Ahora, snif, sólo queda pedir por un minuto de silencio y porque la vida de El Jueves sea larga y fructífica.
]]>Lo que me llama la atención de este tipo de géneros híbridos, aquí y ahora, es que a pesar de no contar con nada parecido mínimamente a una novedad, despierten, al mismo tiempo, interés en una cadena que ya ha demostrado una solvencia sin par a la hora de generar y movilizar testimonios culturales relevantes por sí mismos y en un tipo que por primera vez, luego de un largo recorrido en el mundillo, se pone a relatar algo en completa soledad, con viñetas y en varias páginas (128, para más señas).
El volumen de Patrick McEown está lleno de personajes jóvenes, asiduos al sexo y a la ingesta de alcohol y drogas, jóvenes de bien. O, más bien, como han de ser los jóvenes: libérrimos. El caso es que tal como las nuevas series de ficción de la factoría MTV, en Hair Shirt la narración recae en un personaje protagonista que a partir de monólogos estructurados como flujos de conciencia establecen relaciones entre lo que acaba de suceder y su justificación en el pasado, establece posiciones, tomas de partido, y dibuja un panorama donde la confusión, a veces producto de la ingesta de alcohol, otras por mera inoperancia social, acaba por encarnar miedos profundos que invitan a socavar el pasado, a ponerlo en solfa en conjunto a fin de ordenar el presente. Un presente mutante y de difícil aprensión que determina una serie de pesadillas donde todos los elementos se conjugan como si se tratara de una peli de terror, donde la realidad se trastoca para elaborar una concepción de lo cotidiano que tiene al caos y al miedo como único aglutinante.
El trazo nervioso de McEwon permite, además, generar una serie de escenas que abogan por una comprensión de lo gráfico como parte constitutiva de lo narrativo, páginas de una planificación sumamente efectiva hablan, también, de una voluntad de persuadir al lector, hablan de una necesidad de representar las anécdotas que forman al relato de maneras diferentes y cada vez menos llanas, incluso con forzados intentos de innovar que, a pesar de su evidencia, resultan sumamente efectivos. McEown logra en Hair Shirt darle al relato general una hondura que en el caso de las últimas ficciones de MTV es pura desafección. La seriedad y el interés de McEown por ampliar las aristas de los personajes habla, sobre todo, de como un medio puede permitírselo todo mientras el otro sólo es capaz de insinuar ciertas directrices. Hair Shirt, un volumen estupendo en todos los aspectos, viene a ser otra carta a apostar al momento de generar una consigna: el cómic sigue pleno de libertades. No así como la narrativa de los medios masivos y globalizados, aún cuando comparten más de una seña de identidad. Meditemos sobre ello.
]]>Otra cosa que echo en falta en este texto es una postura, un protocolo de lectura expuesto entre las fichas de autores y series que dan forma al volumen. Digo echo en falta porque soy un integrista, porque bajo mi discutible punto de vista una historia ha de ser, también, un trabajo de relación entre los datos y la posición de un autor respecto y frente a esos datos, sobre todo cuando se trata de cultura popular, porque la historia de la cultura popular es la historia de una obra en un contexto determinado. Una historia donde los lectores y sus circunstancias son más importantes que los autores, los cuales están, sobre todo, supeditados a lo que sus editores quieren de ellos, pues su labor es químicamente parecida, casi idéntica, a la de un obrero en una fábrica. En la cultura popular, esa variedad überindustrial de los testimonios de una cultura donde todo se dirime en términos cuantitativos y no cualitativos, un autor valioso es aquel que sabe reventar los límites que establece su jefe sin quedarse en la calle y/o bajo un puente.
Pero esto son ideas mías, claro, que como integrista no puedo ver más allá. Además, ya estaba avisado. Un recorrido nostálgico no puede ser llevado a buen puerto de la mano del juicio crítico y el lenguaje ameno no permite que se establezca y estudie que, como dijo Grace Morales, las historietas sobre niñas dirigidas a las niñas tenían un obvio mensaje diferencial, clasista y socializador, entonces, no queda más quedarse con la enumeración y la amenidad, con lo encantador que resulta leer esas historietas a día de hoy. Y es una pena que sólo prevalezca esto último. Como integrista, snif, esperaba que se reflexionara, aunque fuese de manera tímida y encorsetada, acerca del rancio concepto de feminidad que se desprende de esos tebeos. Que se apostillara y señalara con el dedo cierto tufillo conservador y misógino que existe y se perpetua en ellos hasta el punto de, cuidadín, existir también en sus formas modernas.
Prefería y prefiero una obra con la tilde marcada en el femenismo más ingenuo, el que ve la discriminación positiva como un cambio de paradigma, por decir algo, cuando el cambio de paradigma pasa por educar en la igualdad, por subrayar otra cosa, básicamente porque apuntaría matices que de momento no existe en el estudio de los tebeos, de los cómics, de eso que ahora se llama Novela Gráfica en según qué barrios.
Puedo parecer integrista, aquí y ahora, mientras intento entender qué pienso sobre el volumen de Medina. Básicamente, porque soy incapaz de entender como es posible que no existan instancias para que alguien aborde de forma crítica el desarrollo del comic femenino en España. Quizás tiene que ver con este ir perpetuando la elaboración de fichas y relaciones amenas en lugar del ejercicio de la historia de un formato de vital importancia en la cultura popular, parte constitutiva de la identidad de una época donde el ocio se dirimía entre la lectura, la radio, el cine o la calle. Soy integrista porque, en según que temas, espero algún punto de vista diferente. Y no, aplicar los paradigmas y baremos del academicismo humanista no me vale como “punto de vista” porque en su marco lo contextual es menos importante que la obra en sí y en la cultura popular la obra en sí se dirime en términos cuantitativos, se convierte en material de notarios. Amenos y de recorrido nostálgico, clarostá.
]]>De alguna manera, el tedioso volumen guionizado por Harvey Pekar e ilustrado en mayor medida por Ed Pikor, intenta apuntar a eso pero en su formulación se pierde entre el recuento/la enumeración de anécdotas y la ilustración de las mismas, ofreciendo al lector una versión sesgada del medio. A ratos, The Beats (2011, 451 Editores) es poco más que un libro profusamente ilustrado, donde las viñetas corresponden al subrayado del bocadillo: no amplian información ni mucho menos logran generar ese fenómeno tan caro para algunos que es el “presentar lo viejo como parte constitutiva de lo contemporáneo a las nuevas generaciones”. Honestamente, y en mi nada humilde opinión, The Beats no da la talla para ubicarse en esa posición debido a que se ubica en el exacto meridiano entre el coñazo para el neófito y la medianía para quien tiene nociones claras acerca de quienes eran y que significan hoy, al menos en el ámbito literario, Ginsberg, Burroughs, Kerouac y ese largo etcétera eternamente pospuesto.
Tiendo a pensar que tamaño fracaso obedece a que Pekar murió mientras lo acababan, a que no tuvo tiempo para revisarlo. Es una idea, una intuición: tendría que verificarlo y me da un poco de pereza. Aún así, no es excusa: Pekar deja de exponer elementos para proceder a enumerarlos, evocando así la farsa constitutiva de buena parte de los libros de música que tan bien se venden. Construye un volumen bajo una premisa clave: ciertas circunstancias y ciertas casualidades un valor esencial que contribuye a la existencia de algo que quebró el placentero devenir de la literatura y el tiempo. La farsa está en que no hay posibilidad de repetición, independiente de las circunstancias y casualidades.
Pero no todo iba a ser tan malo: a partir de la página 122 un grupo de autores se reparten el pastel y deciden retratar todo aquello que a Pekar se le quedó en el tintero. Desde la librería City Lights, lugar mítico sin el cual, y esto puedo afirmarlo sin ningún pudor, la cultura no sería tal como nosotros la entendemos (que quede claro que este mayestático refiere a mis amigos y yo); hasta el retrato de la mujer Beat hecho desde la crítica de género, pasando por una breve hagiografía de autores que, digamos, pasaban por ahí, tales como Gary Snyder y Lamantia; páginas donde el talento de autores como Lance Tooks y, sobre todo, de Summer McClinton brillan, pero no sólo por su resolución técnica, sino por la voluntad de incorporar innovaciones, por probar a ver qué pasa si pasa tal o si cual, por buscar la libertad que sólo permite la experimentación, independiente de las páginas o el espacio que les han dejado.
Paradójicamente, y a partir de la declaración de intenciones de Buhle, editor del álbum, y el propio Pekar en la introducción, este volumen es en gran medida uno de esos que invitan a alejarse de lo que pretenden retratar como importante. De hecho, obligan a preguntarse si en realidad todo esto de los beatniks no es más bien un ejercicio de nostalgia, una exageración. Un poco como Howl (Rob Epstein y Jeffrey Friedman, 2010) una de las pocas obras que logra despertar odio hacia lo que pretenden homenajear, en este caso particular: logra que se te quiten las ganas de conservar una copia de Aullido de Allen Ginsberg siempre a mano. Casi como The Beats.
]]>Basado en un sueño del propio Tenreiro, La Celebración retrata el acontecer de lo que por aquí se llama fiesta de pueblo y que como tal está profundamente ligado tanto a lo solar como a la idea de ciclo, porque todo el acto de celebrar no es sólo puntual sino que conjuga el pasado y el futuro en un presente festivo que recupera la tradición viviéndola y respirándola, estableciendo patrones y motivos determinados para llevar la fiesta a buen puerto. Lleva la fiesta a buen puerto es, en el volumen que nos convoca, por ejemplo, darle de palos a un árbol para que sus flores parezcan copos de nieve que caen en un momento del año en el que se les celebra en sobremanera porque es lo que se hace con lo fértil y con lo anclado en el tiempo.
Tenreiro, a partir de motivos que son pertenecientes y determinantes a todas las culturas, construye una obra de matriz surrealista donde lo común y festivo se abre camino hacia la masacre, evento que tradicionalmente ha tenido siempre una estrecha relación con lo foráneo, cosa que no necesariamente ha de ser mala, y con ello evidencia y dibuja una gestión del tempo que forma un obra sugestiva, interesante, llena de matices que se mantienen levemente ocultos, escondidos, esperando a que el lector se interne en la obra a buscar un orden y una explicación.
Dueño de un grafismo indi, que no por bien ejecutado resulta menos obvio y cansino, este volumen acaba por resaltar una serie de condiciones propias de la narración que constituye o formula la identidad de una comunidad y plantea un relato fácilmente identificable, tanto entre los mitos populares como en los relatos fantásticos. Recurre, inclusive, a la existencia de un monstruo que lo mismo te evoca la destrucción o funciona como excusa y motor de la acción, elementos que funcionan, en definitiva, como un co-relato de la tradición popular, como gestos que ayudan a pensar la constitución de una narración común presente en todas las culturas. La elegancia en la ejecución por parte de Tenreiro, tanto a nivel narrativo como a nivel gráfico, hace de La Celebración un cómic necesario en un panorama que muchas veces prefiere lo que debería ser antes de lo que es, evitando así mirar la realidad y contradicciones a la cara, que es, precisamente, de lo que va este relato fantástico que recupera la idea de comunidad con soltura de cuerpo y muñeca. Palabrita de inmigrante.
]]>De un tiempo a esta parte, cada vez que me veo con un amigo hablamos de cómo ha pasado de mal el tiempo que cosas que antes eran posibles ahora no hay manera de que existan. Hablamos sobre todo de pelis y libros, también de tebeos. Nuestra actitud, solemos convenir, es la propia de los viejos que se admiran de que todo tiempo pasado fue mejor y de que el presente poco espacio tiene para mejorar y que el futuro no será más vivo por muchas revoluciones que ponga tuiter en el paisaje.
Recuerdo esto luego de leer 4 Botas (Edicions de Ponent, 2002) de Keko, un volumen que recupero por motivos más que peregrinos luego de varios años de tenerlo olvidado, arramblado en la memoria. 4 Botas es un tebeo que conjuga y extiende una trama de intriga a partir de deformar elementos de la cultura pop que intuyo reconocibles para todos, elementos que vistos desde el tebeo evocan más que provocan y que están dotados de una doble vida porque su correspondencia con la realidad existe.
Al leerlo, pienso una y otra vez en qué pasó con ciertos patrones de creación perdidos por ahí entre los tochos sobre enfermedades o entre la exposición del mito. Me pregunto, entonces, si estoy mirando hacía el lugar equivocado cuando todo lo que valoro como nuevo ha cumplido o está pronto a cumplir una década de rodaje. Pienso que estoy viviendo un cierto desfase, una noción que no es real, pienso que el circuito cerrado que suponen las lecturas en interné me están haciendo obviar lo nuevo y que soy tan gilipollas que me creo que la buena nueva de la novela gráfica no existe en ningún sitio, porque a la hora de valorar se suele conjugar la opinión en cuanto a lo que debería haber sido y no en cuanto a lo que es. Hablan de elementos fallidos, por ejemplo, o hablan, inclusive, de que un creador debe hablar sólo de lo que conoce. Creo, luego de leer 4 botas, que igual con esto último podrían tener razón porque Keko maneja con soltura los referentes de cierta cultura de masas que ya no existe como tal, cierta cultura de masas que se comportaba con ánimo esquinado y que poco respeto tenía hacia las abuelas o los niños que había a su alrededor. Una manera de entender la creación que se quería libérrima y distinta, no cómo hoy que todo parece hecho a partir de un pobre libro de estilo que se ha de seguir al pie de la letra.
(Es broma, estoy exagerando.)
Leyendo 4 botas me doy cuenta de que algo hay allí fuera con la fuerza de lo antiguo. Básicamente, porque lo hacen los antiguos. Los de siempre. Los que, en lugar de darle al público la comodidad que evoca una obra cuyos parámetros son inmediatos por cómodos e iguales, eligen educar al lector en otro ámbito. No sé si Keko tradujo o editó material de fuera, pero sé, con la seguridad que me permite mi propia experiencia como lector, que ha creado una obra con la suficiente solvencia para que anticipe su trabajo futuro. Leyendo 4 botas, un tebeo pronto a cumplir diez años en su primera edición, pienso que el futuro de Keko no podría ser más promisorio.
Sin querer, algo he aprendido.
]]>Hay en Ranko Kameran una apuesta estética que lo acerca al canon Avatar, esa manera preciosista de narrar la violencia, pero también hay algo que lo separa, y mucho, y no es otra cosa que la búsqueda de lirismo que acompaña el monólogo interior del protagonista, lirismo que a pesar de resultar un poco molesto gracias a su querencia por la afectación — a mi juicio innecesaria a la hora de retratar un personaje trajinado por la perdida de identidad y por la reconstrucción de esa identidad perdida—, pero incluso esto es un pecado menor: Ranko Kameran goza de momentos líricos no tan sólo dignos sino que, además, lúcidos y coherentes con la historia, con los continuos descubrimientos que depara el ir avanzando en la lectura de una elipsis donde la gestión del tiempo no sólo es una excusa para dar con grandes hallazgos narrativos sino que se manifiesta extrañado y en pleno estado de gracia.
Gonzalo Torné al guión, Sergio Sandoval a los lápices y al color, junto a Paco Cavero, han construido una historia que exuda virilidad — aunque el miembro del protagonista parezca apenas bocetado en el par de ocasiones en las que aparece, como si Sandoval temiera que que el saber dibujar una polla le valiera algún punto menos en el carné de conducir— y que acude una vez más al héroe o antihéroe como sujeto escindido que se ha hecho lo que es por pura necesidad, subrayando que la génesis de la violencia y el riesgo constante, y luego de la venganza, tiene todo que ver con la sobrevivencia y no necesariamente con un hogar desestructurado (no pun intended).
Ranko Kameran es una gloriosa y necesaria anomalía, no bromeo.
]]>Es importante ver cómo se construye la imposibilidad de la discusión, el in crescendo de ciertos razgos que limitan el diálogo, impidiéndolo, porque en ese proceso salen a la luz todos los aspectos que hacen difícil el intercambio de ideas, aspectos que están ahí hace la tira, que aparecen sólo en este tipo de discusiones y que lo hacen en calidad de argumentos, como si tuvieran algún valor por el simple y absurdo hecho de ser formulados, de existir. También llama la atención que la beligerancia, dicho sea de paso, no esté dirigida al tema de discusión ni a las ideas, sino que a los sujetos, a las personas, a los tipos que va y hacen por el statuto del cómic lo que pueden o lo que sienten que deben de hacer, tipos que van y se enfrentan por la opinión sardónica de un autor escocés y la diñan por pura inoperancia y por llevar un buen y cansino rato con un quítame allá unas novelas gráficas o unos tebeos o unos cómics, hombre, que cuando lo acuñamos nadie puso el grito en el cielo, que si esto es auto-odio o snobismo y así todo el rato.
Creo que me equivoco. En realidad, no es importante ver cómo se construye la inoperancia del diálogo, lo importante está en no caer en lo mismo. Lo importante es hacer lo posible para no caer en esas polarizaciones. Buscar matices, encontrar un método o un punto de vista, que al fin y al cabo son la misma cosa, recurrir a la historia y no jugarle en contra a la ídem, coger todo lo anterior y someterlo al juicio del otro, porque en el otro siempre hay algo de razón.
Aunque siempre haga de su voto utilidad, aunque nunca se juegue la vida y la razón por cuatro ideas, y no hablo de la validez de las mismas, aunque para él todo sea utilitario, aunque diga que lo importante de Kurtzman ha sido humanizar al enemigo, el otro siempre tiene y tendrá algo de razón: todos todos todos tenemos la razón.
Ocurre que no hay manera de ver lo sucedido desde una perspectiva amable porque los únicos acuerdos posibles tenían que ver con descalificaciones, con la lectura de esas descalificaciones. Efectivamente, se hizo patente la necesidad de encontrar bandos polarizados que, a título personal, logran parecer infantiles y absurdos, del todo futboleros. Esto último tiene que ver con mi posición ante la lectura de la polémica: la de un tipo que siente simpatía hacia el Barça que se hace del Madrí al leer El Mundo Deportivo o el Sport y que se hace del Barça al leer el Marca o el As, porque esa beligerancia, al basarse en la descalificación, en la mentira y en la manipulación, no hace más que obligarle a ponerse en contra. Sí, en contra de los juicios de lo que leo. Esa beligerancia, burda e infantil, me obliga a ubicarme junto al bando que se critica.
Quizás, todo recala en que nunca había visto una mímesis más exacta entre el mundo político actual y el mundo, digámoslo así, cultural. Nunca había visto tamaño diálogo de besugos en torno a unas declaraciones que, según como se miren, podían resultar interesantes al momento de ver y analizar el panorama del cómic español. La falta de sentido del humor de ambos bandos, la gravedad con la que son tomadas las posiciones… jamás había visto una indiferencia hacia el otro tan seria, contundente y colérica a la vez.
Todo esto me obliga a preguntarme a quién dirige el diálogo, con quién dialoga y por qué. Si existe la posiblidad de diálogo. Y si existe, para quién existe y bajo qué constantes. Cosas que me obligan a meditar si esto que pasa por aquí (casi) cada martes tiene sentido.
]]>Si recuerdo esto y te lo consigno, avispado lector, es porque intento ponerme en la piel de Manuel Bartual cuando hace unos meses visita el Festival International de la Bande Dessinée que se celebra en enero en Angoulême para salir de allí con la idea de montar un fanzine sobre humor. Esa idea se realizó y ese fanzine es ahora ¡Caramba!, un lomo precioso lleno de ciento y pico páginas con sobrecubierta y una retahíla de treinta nombres propios donde se mezclan buena parte de lo que podríamos llegar a entender como cómic español actual, ya que todos los colaboradores algo tienen que ver con el mundo del cómic, del tebeísmo. Algunos, de hecho, se ganan la vida con ello. Es más: hay uno que ejerce de reseñista y que fundó un fanzine que lleva la tira ahí, al pié del cañón (aunque muy posiblemente esto último tenga que ver con el tío en cuestión se ha desentendido). Y el autor del único texto, autónomo aunque ilustrado, seguro que lee tebeos. Segurísimo.
Pero la idea de este comentario no era entrar a enumerar quién está dentro y quién fuera de ¡Caramba!, qué hacen o dejan de hacer los autores convocados, sino dar con otra clave. Una que, sin desmerecer lo hecho, lo leído y disfrutado, obliga a meditar acerca de por qué si los papelotes nos dicen que en España el cómic vive en uno de sus mejores momentos esa realidad es palpable desde fuera, allende las fronteras.
De mi visita a Toulusse recuerdo, sobre todo, lo bien acompañados que estaban los entonces dos volúmenes que había editado Ultrarradio, Mortland y Transdimensional Express, volúmenes que aquí, en cualquier tienda del ramo, parecen una rara avis. En principio, pensé que esto se debía al hecho de que están muy cuidados, son preciosos, o a que gozan de un espíritu independiente bien entendido*. También pensé en la radicalidad y originalidad de su propuesta, que detallaré en otro momento, apenas me haga con su última publicación, y en cómo productos así hablan mejor del estado del cómic español que las cantidades de tochos que se venden en las grandes superficies. Recuerdo haber pensando entonces que había una parte de la producción española que, muy posiblemente, no tuviera la repercusión que se merece porque le falta el público que abarrotaba las instalaciones universitarias donde se festejó el festival ese de autoedición, libro ilustrado, tebeos, fanzines, etcétera. Quizás, pensé entonces y pienso ahora, lo que falta es que de alguna manera, por muy odioso que suene, se eduque al público en que hay vida más allá de las pelusillas del ombligo de cuatro norteamericanos, dos ingleses, tres franceses y una iraní.
Desde esa perspectiva, no puedo evitar agradecer ¡Caramba!. Como gesto, iniciativa y como prueba fehaciente de la existencia del cómic más allá de una industria incipiente que ofrece pocas sorpresas fuera de los formatos importados o del como etiquetar al medio para vender a granel. Pienso ahora que Bartual, más que importar una manera de hacer, ha querido importar una sensación. Y si lo pienso es porque ¡Caramba!, al menos en cuanto a la risa, que, supongo, era su objetivo último, ha logrado conjugar una buenas carcajadas, tres o cuatro risas largas y alguna sonrisa con una factura primorosa y una presentación tan dedicada que revive en uno la posibilidad de la fiesta. Una independiente, con un staff acojonante y donde sobran las risas. Y eso, si me lo permites, avispado lector, es bueno subrayarlo. Ya luego hablaremos acerca de si logra o no sus objetivos, de si las reflexiones en torno al humor que se desprenden de ¡Caramba! son acertadas o no.
Así que ve y hazte con él, avispado lector. Y recuerda: no todo van a ser las pelusillas del ombligo de cuatro norteamericanos, etc.
No sé si soy yo, que ante ciertas palabras siento pudor o, al menos, respeto, pero tengo la impresión de que el palabro libertad en estos días se ha usado de tantas maneras y desde tantos flancos que uno ya no se sabe muy bien qué o a quién representa. Si uno lee al staff opinador de La Vanguardia, por decir algo, uno puede llegar a pensar que la libertad tiene que ver con la posibilidad de festejar un triunfo deportivo o, incluso, criticar a alguien por usar el inglés y no con la posibilidad de recuperar el espacio público. Por eso, porque me he perdido, vuelvo a El invierno del dibujante. Por eso, intento encontrar entre su anécdota y entre sus páginas, la idea de la libertad que en su primera lectura me fascinó antes que recurrir, por enésima vez, a Doña María Moliner. Lo que yo entiendo por libertad, señora, está más cerca de la aventura que emprendieron Cifré, Peñarroya, Escobar, Conti y Giner, que de la confusión que los medios erogan, de manera violenta, aleatoria y caprichosa a los viandantes. Un poco porque el cómic que ha parido Paco Roca también trata de la amistad, otro poco porque no hay libertad que se mantenga con un hijo de la gran puta cerca y, ya para finalizar con la enumeración, porque, para bien o para mal, pensar como meros individuos, sin pararnos a pensar en un conjunto, lleva, indefectiblemente, a la soledad acompañada de Vázquez y González, personajes antagónicos que en la última y estupenda obra de Paco Roca comparten un destino común.
De todas maneras, El invierno del dibujante es un cómic que no sólo habla con libertad de un hecho puntual en el mundo del cómic hispano, la revista Tío Vivo, su fundación y su cierre, sino que, además, pretende y desarrolla una serie de anécdotas y relaciones que sustentan una interpretación de un ámbito de libertad que permite fijar la atención acerca de qué es y cómo se entiende la libertad creativa en el medio y de cómo las contingencias históricas y personales cifran esa libertad. Estos cinco pioneros, entienden la libertad como una manera de acompañar la historia, como un ejercicio que implica retos pero que también permite desarrollar su labor de manera distinta, nueva, ante una industria que los entiende como esclavos u obreros o, simplemente, porque la clave no sólo va a estar en la crítica soterrada que le tuerce la mano a la censura y que pretende azuzar la crítica en el lector. Me explico: en El invierno del dibujante se habla, también, de entender a los jóvenes o a los nuevos. Habla de comprender que uno ha de parecerse más a su tiempo que a sus padres, por mucho que este gesto, simple en el papel pero dificílisimo de administrar, tienda a recurrir a la diversión como único baremo posible.
Lo último de Paco Roca también goza de grandes hallazgos formales, entre ellos la ambientación, por decir alguna tontería, pero de eso, si se tercia, hablaremos en otra ocasión. Hoy, con la que está cayendo, basta con pensar la libertad en los tebeos como la posibilidad de desinfantilizar y desencorsetar el medio para que pueda acompañar a la historia en condiciones. Eso, ahora mismo, se me antoja importante. Aunque, para mí, desinfantilizar tiene que ver con no caer en la trampa de la afectación como desencorsetar tiene que ver con no caer en el ejercicio de estilo como única vía para hacerse de un nombre o convertirse en autor. Veremos.
]]>2. Me entero por internet de que Carlos Trillo ha muerto en Inglaterra y aunque no lloro, los vellos de los brazos se me erizan, el rostro se me desencaja aún más y la sonrisa del idiota que surfea por interné se me desdibuja. Los ojos se me inundan y no lloro, pero sí intento confirmar qué ha pasado. Lo mismo me pasó cuando murió Vonnegut. También con Cabrera Infante, Bolaño, Casavella, Ballard y Monicelli. Por nombrar a varios otros a los que vuelvo con fruición y casi a diario. Aunque la muerte de Monicelli la acabé festejando, porque la muerte digna y voluntaria se festeja y glorifica. Pero aquí y ahora, poco y nada se puede festejar.
3. Soy de los que al entrar al baño se pretende bajito y orondo, porque no renuncio a vivir allí lo que en el cotidiano reverbera como imposible. Básicamente, porque llega un punto en que se ha de renunciar a ser Nemo, a habitar Slumberland. Ocurre que reverenciar así lo onírico acaba por ser impracticable. No así pretenderse gris y tímido, porque, reflejados en las pantallas o en lo que queda de los flashes, todos lo somos o lo parecemos.
4. Pienso en el final ambivalente de El último recreo. En él se festeja la pulsión sexual que ha matado a los adultos. En él, se festeja el dejar de ser niño en todos los sentidos posibles. También puede entenderse como un nuevo comienzo de la civilización, sin distinción de razas, pero yo soy muy poco sensible a esas lecturas. Sí pienso que habla de un nuevo comienzo, ya que las historias que conforman El último recreo tienen mucho más de finales que de otra cosa. Todas y cada de ellas. Excepto, el final, que permite más lecturas. Casi como toda la obra de Trillo, en El último recreo el último tercio apela a la confusión e invita a la relectura.
5. Se me solapan las necrológicas y me sobresalta la certeza de que, mirando el vaso medio lleno, la muerte de Trillo permite que su obra, extensa y variadísima, pueda ser revisitada. El cadáver tibio del artista permite que el reconocimiento sea mayor, que el patrimonio de toda obra total se agigante y eternice a base de tributos, honores y promesas de nombres de calles, plazas o estaciones de metro. Esto, en cualquier caso, tiene su lado malo. La obra de un muerto es siempre más maleable que la de un vivo, esté o no el cadáver tibio. Incluso, cuando el cadáver ya no exista seguirá siendo más maleable que en vida y entonces será hora de falsear los parámetros de aceptación de la obra en el momento en el que fue creada para sobredimensionar el tributo e ir nominando el paisaje de la ciudad con su nombre. Carlos Trillo, digo yo, mientras el cadáver se enfría, merece más que eso. Merece, sobre todo, ser leído sin apriorismos porque lo suyo, su trabajo, no sólo responde a un grupo determinado de cabeceras importantes, sino que obedece a una noción de lo que es el cómic que lo ha convertido en uno sus más preclaros estilistas. Pienso en gente del talante de Kurtzman, de Goscinny.
6. Lo último que leí de Trillo fue La Herencia del Coronel, historieta ejemplar acerca de la psicología del hijo de los torturadores un tipo condenado a pesar de no sufrir en carne propia los violentos desmanes de la época. Un tebeo jodidísimo, difícil, donde el talento de Lucas Varela acaba por completar un estupendo trabajo. En mi libreta apunté: “Para Trillo lo grotesco no sólo es un ámbito donde recrearse en la psicología del maldito o del hijo de puta a secas, sino que es también un territorio donde todo es posible. Para él, el relato ha de ser siempre popular y ha de tener claves al alcance de todos, porque, a excepción de sus relatos eróticos, Trillo escribe para todos. Varela, por su parte, dibuja para sí y de ahí su minuciosidad”.
7. Quizás mi historia favorita de Trillo es El último recreo. Y digo quizás porque el otro día, mientras leía La Invasión ha comenzado, novelón fantástico en todas las acepciones del término, recordaba a Cybersix, a las re-encarnaciones de Von Reitcher, al despiporre y al gusto por la maravilla por la maravilla y yastá. Es curioso cómo Trillo ha sabido trabajar en multitud de registros sin perder jamás una dimensión de verosimilitud, una justa medida donde su trabajo habla de su entorno, de la historia, de quiénes somos, de dónde venimos y hacia dónde vamos. Lo hace sin afectación, además, con una soltura de cuerpo que ha generado héroes épicos y monstruos que, incluso, han intercambiado funciones. Eso es importante.
8. Pensaba en las mujeres de Trillo, en su culto incesante al erotismo. Incluso cuando no podía, o no debía, existía en sus historias una actitud que propugnaba una glorificación de lo erótico. No se trataba de un erotómano descarriado, no, sino de un esteta del erotismo y de la sensualidad. Trillo entendía las pulsiones del bajo vientre como un perfecto motor de la acción, como un impertinente motor narrativo que nada tenía que envidiar a otros, digamos, mejor vistos. Más que defender su honor, los personajes de Trillo defendían la posibilidad de encandilarse ante el cuerpo del otro. Así, a grandes razgos.
9. La muerte de Trillo es una lástima para cualquier lector que no crea en las categorías de Alto y Bajo, que desconfíe de la normalización. Básicamente porque Trillo sabía, y muy bien, que el movimiento se demuestra andando.
]]>Hace cosa de un año intenté releer Abbadón, el exterminador y fui incapaz. Por la misma época, si fui capaz de leerme El Túnel, porque es más corto, y El informe sobre ciegos. Del resto de Sobre héroes y tumbas, ni hablar. Con sus ensayos tampoco pude. Pero mientras lo leía me di cuenta de que mi relación con Sabato era como mi relación con Lovecraft o con el siglo XIX, que le tengo cariño a obras y autores empeñados en enseñarnos el horror y la oscuridad como parte inherente del ser humano. Autores que desdibujan la vida, porque la hacen grotesca e incómoda y que por eso prefiero. Para lo otro, digamos, ya tengo a la televisión o a internet.
Sabato envejeció mal como intelectual y su obra ha envejecido quizás peor, pero aún así la considero necesaria. En estos días en los que todo parece remitirnos al medioevo, aún más. Sobre todo porque se han olvidado de devolvernos, también, la risa. Pero ese es otro tema. Otro aspecto de la necesidad de ésta recuperación de la obra del autor argentino, más allá de mi bibliografía personal, una larga ristra de notas al pie extraíbles de cada cosa que digo o escribo, tiene que ver con que detrás de la opresión nos enseña el correlato de un mundo donde no hay orden posible. Pienso, entonces, en cómo rendirle tributo como víctima de las efemérides que soy. Y lo hago en voz alta, como pueden ver.
Pienso en qué leer y en qué debería leer el hombre contemporáneo y la mujer moderna y me quedo con El informe sobre ciegos, pero no el del libro, sino el que ilustrara ese genio absoluto que es Alberto Breccia y que es un cómic que mejora el relato original. Y no poco.
La voluntad de Breccia, un autor caprichoso y, quizás por ello, sumamente acertado a la hora de elegir las obras sobre las cuales trabajar, supo incidir en que El informe sobre ciegos de Sabato era una obra que le permitiría experimentar en un ámbito determinado del uso de las tintas y las acuarelas, de las aguadas y del trazo que hace a su obra de talante y corte expresionista. Breccia lo sabía y allí puso su empeño último, porque El informe sobre ciegos es una de sus últimas obras, que son las obras donde Breccia se vanagloria de su talento y enfrenta al mundo con el pecho henchido porque sabe, porque está seguro, que lo suyo ha dejado de ser sólo un trabajo. Cuando Breccia empezó esto de dedicarse a los tebeos era, en general, un trabajo como cualquier otro y, en particular, un trabajo mejor que se rasqueteador de tripas. Breccia, hacia finales de la década del treinta, se formó entre el folletín y la ilustración de la noticia de actualidad, tuvo que copiar y demoró años en conseguir un estilo y un uso de los materiales que ya querría para sí mucho dibujante que no sabe que el desarrollo de un estilo es el resultado del trabajo incesante e incluso doloroso.
Si bien la obra personal de Breccia es variopinta y oscila entre la ciencia ficción, el humor y el devenir de lo plástico, es sobre todo interesante su apego a lo fantástico como parte esencial para adentrarse en el horror contemporáneo, en el horror que encierra las ciudades en sus calles y que hace del hombre una víctima de sí mismo y de sus construcciones. Breccia sabía, y esto lo podréis comprobar en un par de meses, que la representación del mal, y por tanto del horror, ha de ser peor que cualquier idea de que ello pueda tenerse. Por eso elige atormentar, él también, a Fernando Vidal Olmos, protagonista de El informe sobre ciegos, porque a través de él y obedeciendo a los gestos de Sabato podría dar pie a una obra donde su talento se viera enaltecido, porque el nivel de sugestión que provocan sus tintas superaría a las ideas de cualquier lector. Y a las de Sabato mismo, todo sea dicho. Para que luego vengan a hablarle a uno de normalización y toda la pesca
]]>¿Es el cómic arte? ¿Podría serlo? ¿Debería ser considerado como tal? ¿En qué nos basamos para considerarlo así? ¿En la posibilidad existente ya en diversos medios para ejercer un análisis de los diferentes aspectos técnicos que lo conforman? ¿En que poco a poco va generando un vocabulario propio? ¿Es el arte territorio de las declinaciones?
Si en la cultura la normalidad es la subnormalidad, esto quiere decir que la construcción de una anormalidad ha de realizarse siempre al margen de la normalidad. Es decir, tratando de ser lo menos subnormal posible. Como hasta antes de ayer, como toda la vida.
Ahora que lo pienso, una manifestación evidente de subnormalidad proviene de todos aquellos que gustan de los productos de la cultura de masas y que precisan de una excusa o de un chivo expiatorio para poder disfrutarlos a vista y paciencia de todo el mundo. El subnormal es un sujeto que para poder hablar de lo que le gusta, adapta un sistema de valores que proviene de un área que desconoce profundamente, de un lugar donde, a lo largo del tiempo y del espacio, se ha asumido que las obras que lo constituyen pueden cambiar la vida del espectador/lector/consumidor.
Este lugar puede ser la academia o las páginas de propaganda cultural de los suplementos, lo mismo da.
Entre Duchamp y Hist, o entre 1917 y 1992, el arte acaba por experimentar un cambio radical en la gestión de su templo. El museo, los museos, pierden valor social. Todo lo que transcurre en ellos refiere al dinero. Al menos según los telediarios. De ahí proviene la sospecha hacía el museo, la elaboración de un sistema de valoraciones que más tiene que ver con responder a esa sospecha que con generar un discurso determinado. Todo lo que entra en el museo herido de muerte gracias a la sospecha, todo acaba por definirse en negativo. Dicho esto: ¿qué tiene de particular el cómic para que su entrada en un museo tenga un valor especial?
Esto último podría resultar curioso, a no ser porque luego está lo primero, lo de dar valor por formatos y asumir que cierta tipología de cómics merece mayor atención porque sus guionistas son o se comportan como literatos. Como si el dibujo no tuviera relación con lo narrado o como si todos los guionistas fueran y trabajaran como Alan Moore, ese hombre que escribe páginas y páginas con descripciones exactas de cómo y qué ha de contener una viñeta. O, peor, como si el dibujo no fuese más que accesorio o secundario.
Curiosamente, la aceptación del cómic como parte del paisaje cultural “que te cambia la vida” tiene que ver con valorar lo secundario, con urdir un planteo que invite al secundario de toda la vida a desempeñar un rol protagónico. Lo que se busca es, en rigor, que se hable de él en los suplementos, que se hagan exposiciones en torno a sus obras y autores capitales y que todo esto justifique la llegada al terreno de la respetabilidad dentro de la creación.
Luego, si el cómic sigue siendo interesante después de eso es lo menos.
]]>Digamos que Barcelona™ cumple con la (ridícula) exigencia actual de (sobre)pasar con creces de las noventa páginas y con ánimo de relatar historias intimistas, pero por suerte las historias de este calado son las menos. Incluso la temática es lo de menos: lo ridículo sería pensar Barcelona™ sólo en cuanto a sus historias, como si no fuera más que una antología. Así como sería ridículo pensar una a una las veintisiete historias que componen tan importante volumen. Y si digo importante es porque su principal baza, su directriz fundamental, es una idea de colectividad que no sólo tiene que ver con sobrepasar cierta cantidad de páginas, sino que tiene que ver con la finalización de un trabajo previo donde se mezcla talento, devoción hacia/por el medio y amistad. Barcelona™ es más una obra grupal que una obra colectiva, básicamente porque (según dicen) responde a las necesidades de un grupo de amigos y conocidos, a su relación como grupo y no simplemente a la necesidad de editar. No es que la necesidad de editar sea un pecado, pero sí es necesario entender que hay ámbitos donde ciertas cuestiones han de ser esgrimidas de manera diferente, en el caso de Barcelona™ la diferencia estriba en un proyecto que, como se dice en Italia, proviene dall basso.
Pero hay más cosas. Además de su naturaleza hay otros factores.
Con la mili de las revistas muerta y enterrada, proyectos como Barcelona™ cobran otra tesitura, otro valor y, sobre todo, otro registro. Recuerde el lector que fue en las revistas donde todos los grandes autores de la actualidad aprendieron a narrar, donde se afilaron la cabeza como artistas y/o narradores. Ese fue el lugar donde generaron y profundizaron en las posibilidades del medio y donde, además, se les pagaba por emprender ese aprendizaje con seriedad y profesionalidad. E incluso fueron un espacio donde los lectores aprendieron a afilarse la cabeza, donde se entregaron a lo nuevo y donde vieron que las viñetas, el narrar con viñetas, se podía permitir todo o casi todo. En ese sentido, aunque no haya mucho dinero detrás de Barcelona™, si se ha de saber y decir que detrás hay un grupo de autores que se transmiten su experiencia, que están en pleno desarrollo, que están revalorizando al medio como ámbito abierto a la experimentación, llenando conceptos (Barcelona, ahora mismo, es un concepto que más bien vacío) y permitiéndose una unión editorial que más tiene que ver con lo que comparten, el paisaje, que con los que los separa: la temática, el uso de la técnica, la tipología de las historias han decidido aprender a contar…
No pretendo voy a referir cada una de las historias que completan este volumen porque me parece que traicionaría la naturaleza del mismo. Pero sí voy a decir que la pandilla que come o cena los miércoles en L’Eucaliptus ha dado un paso adelante en cuanto a las nuevas posibilidades, ha explotado algunas de las variantes comerciales que presente nuestro ahora y ha logrado trascender la mera conjunción de individualidades para dar pie a un impresionante, por extenso y bien currador, catálogo de nuevos y no tan nuevos autores. Autores que, en principio, parecen compartir poco más que un paisaje.
]]>Por alguna parte tenían que salir ciertos aspectos revulsivos, ciertos cuestionamientos hacia el entorno. En algún momento tenían que volver a poner en solfa las claves que, desde el meridiano del siglo XIX, han caracterizado al medio. Pero no tiremos, otra vez, por ahí.
El caso, lo que nos convoca, la obra que nos convoca, tiene unos valores y unas características que enarbolan el cambio de tercio continuo. Su grafismo mutante cifra cadencias que van desde el tributo hasta la invención, mientras sostiene un discurso unívoco que se articula mediante derivas que escoran hacia el riesgo constante. En este volumen hay también una apuesta formal: el cambio continuo es acorde a nuestros tiempos: entre la mimesis de las narrativas de la red de redes y sus diferentes condiciones y repaso por los estilos que el medio ha ido adoptando con el tiempo Prior y Davide han hilvanado una férrea crítica a los que nos rodea, a nuestro tiempo, con gestos estilísticos que con su fragmentación recuerdan a los que conjuga y conjugaba el Culture Jamming.
Sí, avispado lector, Culture Jamming. Un movimiento prácticamente inarticulado, no cuenta con ningún manifiesto colectivo, salvo (quizás) por la soflama anti-capitalista que firmó Kalle Lasn en el 2000 y que aún a día de hoy es el How-To de cualquiera que quiera afiliarse al colectivo Adbusters. Aunque en realidad, lo único que vertebra al CJ, lo que nos obliga a llamarlo movimiento, tiene que ver con su propósito ulterior, con el fin de sus acciones. Todo su trabajo se basa en subvertir y sublevar los símbolos imprecisos y propios del capitalismo terminal: su lenguaje, sus signos o símbolos, la codificación de su discurso. Esto va de plantarle cara a la realidad, esbozar una alternativa, y, de paso, echarse unas risas a costa de los elementos a los que les ha birlado los mecanismos. Artistas como Ron English, Joey Skaggs, The Yes Men o los Luther Blisset no literarios, así como Banksy, producen con una directriz transparente: volver liminares los rasgos característicos del capitalismo terminal. La okupación (ilegal) de los muros, billboards o vallas publicitarias, así como las bromas a gran escala, buscan evidenciar, por ejemplo, el adoctrinamiento político o cultural y el lavado de cerebro o el condicionamiento mental con fines publicitarios y de consumo. Que los soportes de este grupo de artistas tenga una línea de continuidad con lo urbano, que expresen su descontento a partir de la gamberrada estetizada en un espacio público nos dirige, como referente inmediato, al detouernement situacionista de Debord y sus secuaces. ¿Os suena La sociedad del espectáculo? Pues eso.
Vale, que me he ido a los cerros de Úbeda. Pero eh, tenía una razón de ser: todas estas sinapsis han sido espoleadas por el volumen que firman Prior y Danide. Todo esto se me aparece cuando me pierdo entre las (estupendas) páginas que lo conforman. Y así también se me aparece Fernando de Felipe con Marketing & Utopia: Made In Usa (Glénat, 1998), volumen donde el autor zaragozano explorara los mismos mecanismos en un paisaje que, ahora, nos resulta lejano: principios de la década de los noventa. Al igual que Fagocitosis, Marketing & Utopía se expone como una obra fraccionada, cruzada por varios episodios que toman la imagen catódica como principal referente y que en base a ella, a su dinámica, construye su corpus narrativo con un hálito apocalíptico. Si bien Fagocitosis se construye con registros más amplios, ambas obras responden a la misma factura o fractura: el principal eje de su narrativa proviene de una ventana.
Aunque Fagocitosis se valga de la representación en clave actualizada de clásicos del pasado, como la utilización de la humilde propuesta de Jonathan Swift en clave de las Joyas Literarias Juveniles de Bruguerapara abordar la sátira, aquí bajo el nombre de Diamantes en bruto de la Literatura Universal, o la creación de el comando Los X-Pertos, trasunto de tebeo de la Marvel y espacio informativo de la televisión que desarma al opinador y lo dibuja como obvio y repetitivo. Pero esto no es todo, que también hay en ella un aliento puramente moderno (en la mejor acepción posible), dispuesto a dejarse empapar por los dictados de su época. De esta manera, sus mayores hallazgos respecto a un cierto rango de resolución podría hubicarse en Veryverysmartob o El Turno De Jaroslav Sasek, dos historias construidas como una traslación de lo que habita en las ventanas o en la interné, donde además de apropiarse de unos códigos sumamente reconocibles se permite acotar el terreno de su crítica a un terreno cada vez más conciente.
Fagocitosis rebasa la simple cita y el ejercicio de estilo para considerar el conjunto de lo que plantea como una colleja cognitiva de incuestionable valía,porque a lo largo de sus páginas la risa, la crítica y el inabarcable talento gráfico de Danide son elementos que han acabado por domeñar al medio, hacerlo suyo. Bravo.
]]>Me explico: resulta que la obra de Adanti se basa en un flirteo en los límites y márgenes de lo que se entiende por humor gráfico. Un flirteo que deviene en riesgo constante. No ya en cuanto a la temática —que hoy es riesgoso, al menos legalmente, hasta violarse un trocito de caucho como representación de un climax dramático— sino en cuanto a la formulación del chiste: los códigos en la obra de Adanti acaban pervertidos, subvertidos o negados. Invita al lector a recrearse no sólo en el chiste en sí mismo, sino que también en su funcionamiento: el estiramiento o la eliminación de los resortes narrativos del humor, la cadencia de una punch-line que a veces siquiera busca la risa, etcétera, acaban por generar en el lector una actitud diferente. Adanti aboga por arrastrar al humor a un ámbito más abstracto y libre, permeable a nuevas interpretaciones y que, de manera sostenida, pone en jaque la percepción del lector que sólo busca colmar sus prejuicios.
Las tiras de Adanti aquí recopiladas abordan la incesante transformación que refiere la escisión entre imaginación y realidad. Entonces, y desde una visión de conjunto, es posible establecer y propugnar que el autor argentino es una suerte de mad doctor. Un profesor chiflado que en lugar de utilizar su sapiencia para adelgazar, prefiere engordar nuestra capacidad cognitiva valiéndose de diversas trazas que conforman una idea o lógica del humor entre lo esquinado y el absurdo.
Así, Adanti hace suyos cantidad de elementos de la cultura, así in yeneral, pero en lugar utilizarlos como un caramelito para el lector/espectador les otorga una carga semántica potencia la experimentación en base a lo ya conocido. Hablo, por ejemplo, de cuando recupera la sección de curiosidades que antaño compartían los periódicos para descolocar al lector, para fijar la risa en perspectivas que más que nuevas resultan sumamente llamativas porque dejan de referir la curiosidad para referir lo absurdo que existe allí fuera, en el cotidiano que no es común: lo que transita entre nosotros de la mano de la televisión o el periódico.
En Toda Aquella Caspa Radioactiva, Adanti nos consigna su codificación de la realidad y su búsqueda de la comicidad; un ideario con forma de parque temático propio, donde todos los elementos acaban por conjugar una clara noción autoral y, sobre todo, una perspectiva que apunta al disfrute como directriz unívoca.
Léalo y regálelo, avispado lector, que este volumen funciona también como curso acelerado para que el hombre contemporáneo aprenda o recuerde de una mala vez de qué iba/va esto de la risa.
Cosas del infierno de la mente. En este caso, de una claramente privilegiada.
]]>Bien.
Entonces, si la eternidad del héroe de la cultura de masas descansa en las páginas de la prensa rosa o amarilla que lo convirtieron en tal… ¿Cuál sería la función de las nuevas narrativa que ha acuñado el 2.0 y que trastocan el détournement situacionista para construir piezas de refulgente e inesperada comicidad?
(MashUp, le llaman los enterados)
Lamentablemente, lo de arriba no es pregunta retórica y, esto es sabido, la Cultura de Masas tiene una velocidad 4 veces mayor a cualquier deriva académica. Por eso hemos de responder desde la caricatura, que es más fácil y rápido. Y, de hecho, encierra una tipología del funcionamiento de la cultura. Digamos, entonces, que la caricatura es una hipérbole: exagera los razgos del héroe consciente de que en ellos se encierran las constantes del paisaje en el cual el héroe se ha formado.
(La caricatura es el método deconstructivo más viejo y efectivo).
Vale.
(También contiene un flip-book de Reyes bailando can-can con el Sr. Gorila, todo un compañero de aventuras de Reyes).
El volumen compila la totalidad de las tiras de prensa con el famoseo como principal motivo que Reyes realizó para el suplemento Exit de El Periódico así como para El País. En ellas, Reyes recurre a la imagen inmediata, a la descontextualización subrayada y al cambio de perspectiva inesperado. Anula los mecanismos corrientes del viñetismo y, en principio, podría adscribirse a lo que el dibujante Dario Adanti, de quién hablaremos en breve, llama Post-Humor, un estado de gracia del humor que se sostiene, precisamente, en que ha asumido su propio fracaso.
Si bien algunas de las viñetas de Reyes pueden no causar gracia a según que lectores, cabe aclarar que todos los elementos en ellas convocados pueden causar risa. Los chistes de Reyes están construidos de modo tal que auguran lo jocoso. Reyes aboga dislocar la tradición humorística y sus mecanismos, ofreciéndose a él mismo, como autor representado, como materia para lo cómico.
(Incluso, es más, genera paradojas irresolubles en un final fantástico y grotesco).
Desde el cuestionamiento directo de su propia labor, llegando incluso a dudar (en el papel) acerca de la efectividad de algunos elementos utilizados para abordar a un personaje famoso x, hasta su aparición como elemento descontextualizador, la labor de Reyes desactiva a los personajes que retrata al enmarcarlos en el ridículo, al caricaturizarlos y volverlos una parodia que, aunque a ratos parezca tosca. Los deslegitima y, con ello, le da un par de pedradas al Salón de la Fama por el que se recordará nuestro tiempo.
Y eso, hoy a primera hora, es de suma importancia.
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