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En casa de Lúculo por Miguel A. Román

Miguel A. Román entiende la cocina como el arte de convertir a la naturaleza en algo aún mejor. Desde comienzos del milenio viene difundiendo en Inernet las claves de ese lenguaje universal. Ahora abre aquí, los días 12 de cada mes, su nuevo refectorio virtual.

Francisco y la Bagna Cauda

Me llega el chisme de que el flamante papa Francisco le da a la cocina. Al menos le daba cuando ejercía de arzobispo primado en Argentina, y en su apartamento privado frecuentemente trocaba la púrpura por el delantal y se preparaba su propio condumio; que no sé yo si ahora que calza las sandalias de Pedro le dará tiempo para seguir buscando a Dios entre los pucheros como hacía Teresa de Ávila.

Aunque tampoco estoy seguro de que sus destrezas sean muy altas ya que, según parece, la dieta de su santidad no va mucho más allá de ensaladas, fruta y pollo “sin piel” acompañado de agua y alguna que otra copa de tinto. Una frugalidad salutífera que ya instaurara en los refectorios papales Juan Pablo II, no tanto por humildad sino porque había acostumbrado su estómago a las estrecheces del régimen comunista de Varsovia.

Uno echa de menos aquellos banquetes papales del Renacimiento, cuya fama de ubérrimos y exquisitos dominaban el panorama gastronómico mundial y las cortes de toda Europa enviaban sus espías culinarios a Roma a ver qué se cocía, literalmente, en las cocinas vaticanas que comandaban auténticos cocineros “estrella” como Martino da Como, Bartolomeo Scappi o Johannes Bockenheim y las primeras imprentas echaban humo sacando ediciones de sus recetarios que se vendían mucho mejor que las Biblias.

Era una Iglesia para la que la gula era más una virtud que un pecado y que tenía muy en cuenta aquel mandato divino al papa apóstol: “Levántate, Pedro, mata y come” (Act. 10, 13), papas que un siglo antes aprendieron a comer en Aviñón, la sede que acostumbró a Pedro Martínez de Luna, Benedicto XIII, a las “ollas podridas” que luego fueron su único consuelo terrenal en su destierro de Peñíscola.

De aquellos refinamientos viene al menos la “salsa vaticana” (otras atribuciones son improbables, fruto de la fantasía popular), que así glosaba Álvaro Cunqueiro:
“La salsa verde es la salsa vaticana. Es la historia militar del mundo, es la salsa de los suizos del papa. Su ortodoxia es patente. Es romana; es la de la especiería europea contra la especiería levantina. Es la salsa de los Colonna, esos príncipes romanos que huelen a perejil. A los Borgia no les gustaba. (La época de Alejandro VI fue en Roma una época de herejías culinarias, de anarquía). A los suizos sí que les placía. Los suizos del papa fueron siempre los soldados mejor alimentados de todo el orbe cristiano, dispensados de vigilia y con suplementos de pichones estofados y garrafas de vino tusculano. Quizá por esto no escribieron la Iliada con sus alabardas.”

Eso fue justo antes de que los españoles descubrieran la cocina americana y cambiaran el paradigma gastronómico occidental, devolviendo a la cocina española a lo más alto del podio culinario, lo que tal vez le dio a Carlos V la fuerza moral suficiente para saquear Roma y confinar a Clemente VI en Sant’Angelo y ponerlo a dieta de sopas de ajo y vino aguado. Desde entonces la cocina papal no levanta cabeza y no parece que sea este papa el que le vaya a devolver su esplendor.

Se hubiera esperado de su santidad Francisco que hiciera honor a sus raíces porteñas y se diera al bife de chorizo, las fainás y el dulce de leche; o al menos a milanesas y empanadas. Piononos no, que no debe estar bien visto comerse a un antecesor en el puesto.

Pero, que se sepa, el sumo pontífice solo mostró entusiasmo por la pitanza una vez que le anunciaron que en el monasterio cuya visita tenía en agenda le iban a homenajear con una espléndida ‘bagna cauda’.

La Bagna Cauda es un secreto a voces, una invención piamontesa que, como tantos otros platos itálicos, cruzó el charco en el equipaje de los emigrantes que llegaron a Argentina.

Plato, dicen, de arrieros, arrieros sabios en cualquier caso, que se reunían al finalizar su jornada errante y montaban esta especie de fondue con lo que tenían. Los piamonteses inventaron las fondues, todas ellas, aunque luego los suizos y los borgoñones les pusieran sus arreglos, también con lo que tenían a mano.

Se trata de un cocimiento en cazuela de barro a baja temperatura con aceite de nuez, ajo picado y anchoas en salazón troceadas, lentamente revuelto con cuchara de madera hasta que claree, y en el que los comensales en comunidad van mojando crudités: cardo, tupinambo, cebolleta, puerro, alcachofa, espárragos, etcétera, verduras de bajo poder sápido porque el protagonista burbujea en la olla. (Hoy se ha perdido el aceite de nueces, escaso y caro, y para mantener el tipo se emplea aceite de oliva y nueces troceadas).

Así a primera vista no parece un plato digno de un papa, pero proclamo que es una de las fondues más serias; y preparada por manos monjiles, como se le prometía al entonces futuro papa, ya será casi la puerta del cielo.

Receta de caldo del papa Luna con sus hábitos
Eva Celada, Los secretos de la cocina vaticana
Cómo se hace la Bagna Cauda del papa Francisco (en italiano)

Miguel A. Román | 12 de mayo de 2013

Comentarios

  1. Mario Aiscurri
    2013-05-17 19:53

    Excelente, tu artículo, Miguel… como siempre.
    Si el muy querido papa Francisco, ha comido ya, en La Argentina, bagna cauda, menudo chaco se llevará en Italia cuando no encuentre ni una pisca de crema de leche en la preparación.
    Es que en nuestro país, la bagna cauda lleva ajos y anchoas, y en algunos casos nueces, molidos preferentemente en un mortero y luego cocinados en profusa cantidad de crema de leche.
    Como sucede muchas veces, los platos europeos se transfiguran en las pampas argentinas, siendo esta la base de la identidad de nuestra cocina nacional. Aquisición de ideas y fusión permanente. Todo un tango, para decirlo con mayor precisión.
    Con este proceder, los platos a veces mejoran y a veces no.

  2. Miguel A. Román
    2013-05-18 22:20

    Gracias por tu visita, Mario.

    Pues no te creas, hay bastantes recetas variantes en el mismísimo Piamonte donde se le añade nata y/o mantequilla.

    Reconozco que nunca la probé así (solo la he catado fuera de casa una vez, en una ostería de Turín, el resto han sido caseras). Mentalmente no asimilo una mezcla de aceite y nata en el mismo cuenco, pero todo será ponerse.

    Aunque no puedo estar seguro si son recetas “de-ida-y-vuelta” (no sería el único caso), los turineses ejercen de alpinos y emplean la nata con mucha más prodigalidad que en la gastronomía propiamente mediterránea.

    Un cuestión de pastos que ya aclaraba el detective-gastrónomo Pepe Carvalho:
    Por otra parte hay aportaciones italianas como el basílico y una señal norteña, la de la crema de leche, los platos con crema de leche son de países lluviosos y por lo tanto con pastos y por lo tanto con muchas vacas y por lo tanto con la posibilidad de hacer muchas cosas con la leche, en vez de bebérsela de una manera primate, como siempre hemos hecho nosotros, españoles de mierda, de secano, siempre con sed y con pocos pastos y con pocas vacas y con poca leche. (Manuel Vázquez Montalbán, Los pájaros de Bangkok).


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