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el ojo que ve por María José Hernández Lloreda

Se volcarán aquí, cada día 27 de mes, una serie de reflexiones personales —aunque no necesariamente de ideas originales— sobre la mente, la realidad y el conocimiento. La autora es profesora del Departamento de Metodología de las Ciencias del Comportaminento de la Facultad de Psicología de la UCM. En LdN también escribe Una aguja en un pajar.

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Cuando uno se dedica a estudiar la visión, lo primero que le sorprende es lo complejo que resulta desde un punto de vista científico el análisis de cualquiera de los procesos que llevamos a cabo de forma tan natural e instintiva. ¿Por qué un proceso tan simple como separar una figura del fondo resulta una tarea complicadísima si se intenta implementar en una máquina? Porque el mundo que uno ve tiene que ver tanto con la realidad como con características generales del cerebro humano y con las características particulares de cada cerebro, al que de alguna forma la experiencia con el entorno ha ido modelando. Y esto nos debe llevar a pensar que si así es con la visión, lo mismo debe ocurrir con el resto de habilidades del ser humano.

Una de nuestras capacidades más curiosas es la de fiarnos de los demás. Muy útil, pues nos va en ello la supervivencia, pero muy sorprendente si uno se para a analizarlo detenidamente.

Uno confía en la información que le dan sus coetáneos sobre el mundo, en su sistema de creencias y valores. Ya dediqué un artículo a este tema, así que no voy a volver a insistir mucho, pero lo analizaré desde un punto de vista un poco diferente. Si uno echa una mirada a la historia del pensamiento, lejos de confiar en lo que sabemos, deberíamos estar ya escarmentados y saber que lo que pensamos será en su mayoría hecho trizas por las nuevas generaciones. Es más, los nuevos modelos vendrán de los genios, esos grandes “desconfiados”, que dudan incluso de las teorías más asentadas. Pero en cierto modo es comprensible que el resto deleguemos en ellos: para nuestro día a día tampoco es tan importante que sea la tierra la que gire alrededor del sol o lo haga el sol alrededor de la tierra. Por otra parte, nuestras capacidades e intereses son limitados, así que no podemos ir verificándolo todo.

Sin embargo, existe un tipo de confianza que requiere un gran esfuerzo por parte de quien la da; es aquella que, aunque la información esté en clara contradicción con la que uno mismo tiene, exige creer e incluso no pensar que te estén haciendo luz de gas. Es difícil convencerse de que lo que uno ve no es cierto y, por ello, no debemos hacerlo a la ligera si no nos queremos convertir en carne de cañón de cualquier desaprensivo. Por lo tanto, la primera reacción deber ser pensar que los otros están equivocados, se debe confiar en primer lugar en uno mismo. Sin embargo, es curioso cómo conseguimos convencernos incluso en contra de lo que vemos, haciendo un auténtico acto de fe. Es evidente que para ello deben darse algunas condiciones; una de las más sólidas (aunque no siempre lleve a la “verdad”) es que el número de personas que lo digan sea suficientemente grande y suficientemente dispar como para poder descartar “un complot”.

Cualquier daltónico, que sepa que lo es, se creerá que estas dos imágenes son diferentes, por mucho que no sea capaz de encontrar la más mínima diferencia entre ellas. Sin embargo, ninguno de los tricromáticos creerá que son iguales, por mucho que algunos daltónicos lo digan. Curiosa asimetría, pero estamos en mayoría:



Por supuesto, también hay otras claves que pueden ayudar a comprobar que lo que los demás dicen puede tener visos de verdad. Si hay que coger las cerezas del árbol, el tricromático está en clara ventaja, de manera que un daltónico puede entender que hay algo ahí que él no ve.

Por supuesto, uno confía en los familiares, en los amigos, en los conocidos… Y no puede ser de otra forma, no podría desarrollarse el cerebro de un niño si no confiara en sus padres o en los que lo cuidan. Por mucho que nos empeñemos (y debemos seguir haciéndolo) en decir a un niño que desconfíe de los desconocidos, es muy difícil que éste lo pueda hacer. Ya sabemos que las mayores capacidades pueden convertirse en un arma arrojadiza, pero es así. No podemos educar a un niño como si fuera a un combate con el resto de la humanidad, ni enseñarle las claves que se necesitan para detectar en quién se puede confiar y en quién no. Lo irá aprendiendo a lo largo de su vida, como va aprendiendo a hablar sin que uno pueda transmitirle de forma explícita las reglas gramaticales.

Y, aún adultos, seguimos siendo bastante confiados. Hemos aprendido algunas cosas, pero uno no puede vivir luchando contra el enemigo todo el día. Sólo cuando hay muestras evidentes de que algo va mal, uno empieza a desconfiar, de otra forma, la vida se convierte en un pequeño martirio. Y claro, de eso se aprovechan algunos, porque hay auténticos profesionales en esto del engaño que utilizan con maestría dos circunstancias: la propia tendencia humana a la confianza y el hecho de convivir con personas que no tienen ninguna intención de convertirse en detectives privados. Y por eso es más fácil que “los de fuera” vean tan pronto lo que tarda tanto en “verse desde dentro”. Lejos de considerar “qué tonto he sido”, uno debería pensar “qué humano he sido”.

Es evidente que en función de las experiencias de cada uno, se van modelando los criterios de selección, pero, aún así, nos equivocaremos. Seguramente a veces confiemos en quien no debemos y otras veces no confiemos en quien debemos. Forma parte de la experiencia humana y no hay fórmulas mágicas para evitarlo. Y, por este mismo motivo, debemos entender que los demás (salvo los muy muy cercanos) no confíen ciegamente en nosotros; no debemos exigir tal condición a nadie. Yo más bien desconfiaría de alguien que me exige algo que ni él mismo me permitiría exigirle. Y esto mismo nos debe llevar a entender que aquellas personas con algún tipo de trastorno tarden, si es que lo llegan a hacer, en confiar en nosotros frente a su evidencia. Un ser humano que hiciera tal cosa de forma ciega no conseguiría sobrevivir, y uno siempre es el principal responsable de sí mismo.

María José Hernández Lloreda | 27 de mayo de 2010

Comentarios

  1. Markus Trapp
    2010-05-31 23:53

    Impresionante tu texto, muchas gracias.


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