En general son mucho más molonas las historias que involucran grandes explosiones que parecen querer alcanzar el cielo. Aunque hay excepciones a esta norma.

A mí me dio el otro día por soñar que había volado la Sagrada Família. No que volaba, sino que ya había volado. Seguramente me perdí la precuela y había soñado en algún sueño anterior todo el proceso de voladura. Seguramente es así porque recordaba todo el proceso. Me acuerdo, por ejemplo, de que constrúí los detonadores con relés y cordita. Y que había temporizado la explosión usando un portátil y una placa de control de manera que primero estallaran las cargas interiores y un par de segundos más tarde las exteriores, de manera que la estructura se venciera hacia dentro sin provocar daños a otros edificios donde sí vive gente.

También me acuerdo de que lo hice de noche para no hacer daño a los inmigrantes que trabajan en la construcción, porque ellos no son responsables del pegote que edifican, como no son responsables de ningún otro pegote.

La Sagrada Família es un pegote, y hasta me da pereza vivir en un mundo en el que sea necesario aclarar esto. En general, todo lo que hacía Gaudí parece obra de un valenciano de esos que se tiran el peo más grande que el culo. Y, dado que le pagaban por hacer lo que hacía, podemos dejar de decir lo gran artistazo que era Gaudí y limitarnos a mirar con la cabeza fría el horror estético e ideológico que constituye su legado.

Con todo, quiero aclarar que el problema de volar la Sagrada Familia no lo era en absoluto. La Sagrada Familia ya había sido volada. Por mí. Y las cosas que han pasado ya no constituyen problemas. Debía enfrentarme no a la voladura sino a las consecuencias. Las consecuencias venían en forma de una desconcertante llamada de teléfono por parte de la Guardia Civil, que es muchísimo más onírica que los Mossos d’Esquadra. La Guardia Civil me decía que sabían que había sido yo y que además de por voladura me iban a detener por haber tirado una mochila con los detonadores que me sobraban en el contáiner de orgánica. Que eso era una falta de civismo intolerable.

La llamada de teléfono era desconcertante porque me estaban avisando de que me llevarían a juicio y yo podría escapar. Pero inmediatamente caía en la cuenta de que escapar era una ficción más. No podemos escapar mucho más de lo que pudo escapar la Sagrada Familia cuando me vio venir con los explosivos. Así de libres somos. Tenemos trabajos, relaciones que mantener, tenemos que dejar las cosas para el día siguiente o bien hemos quedado de aquí a pocos días. Son múltiples hilos, muy ténues individualmente, pero que juntos alcanzan a inmovilizarnos cual si de Gúlliver playero se tratara.

Y, visto lo ficticio de la huida, quedaba el tema central, que es reconocer que haber cometido un superatentado espectacular es sobre todo un marrón impresionante. Me preocupaba que se enterara mi madre, y cómo decírselo a mi novia, y qué pensarían de mí en el trabajo. Me preocupaba que me metieran preso y que me petaran el cacas en el talego. Me preocupaban bastante cosas irrelevantes, pero no tan irrelevantes como la Sagrada Familia. Me consta que la Sagrada Família no le gusta absolutamente a nadie, y que su único mérito consiste en aguantarse de pie teniendo en cuenta su rara combinación de absurdo económico y fealdad insuperable. Mi detención iba a constituir una manera de guardar las formas y de decirle a la sociedad que, aún en el caso de librar al planeta de un feo forúnculo multicolor, no se admite la iniciativa privada. La violencia contra personas y cosas está en manos de la autoridad que competa en cada caso.

Purranki