Purranki Sandongui ha colaborado antes con Almacén en su columna Zasnujismo. Además publica la bitácora 3l Potadero de Bleturge. Su columna aparece los viernes. Esta sección dejó de actualizarse en julio de 2008.
Mucha gente se cree muy lista por tumbarse bartolarmente a mirar estrellas fugaces y los así llamados ciervos estelares. Mi desprecio por ellos no podría ser más grande.
Siendo el desprecio que siento por las cosas un conjunto bien ordenado, ha de existir forzosamente un desprecio hacia una cosa que supere el desprecio que siento hacia cualquier otra cosa.
Gustan esas personas de esperar imbécilmente un meteoro y pedir secretamente un deseo. Cuenta la leyenda que decir en voz alta un deseo impide su materialización. No se ve de forma clara qué relación podría tener enunciar cuál pueda ser mi deseo con la consecución material de éste. La realidad es que el hecho de prohibir la comunicación del deseo no tiene tanto que ver con su materialización, sino con una libertad y con una supervivencia.
La libertad es la de poder desear lo que se quiera realmente. Si no puedo conseguir lo que quiero, no es menos cierto que nada me impide desearlo. Para evitar que la presencia de otras personas dificulte el hecho mismo de desear libremente resulta conveniente esta norma enunciada en forma de mentira: no se puede decir lo que se desea. De esta forma, puedo desear la muerte a manos de unos fontaneros húngaros a la persona que pueda estar a mi lado mientras le informo con una sonrisa que los deseos no se pueden decir porque si no, no se cumplen.
La libertad es la del deseo, y la supervivencia es sin embargo la de la propia idea de desear. En efecto, el secreto artificialmente impuesto a los deseos permite la propagación de la idea de que merece la pena desear cosas al ver estrellas fugaces, porque proporciona una cortina de humo artificial detrás de la cual desarrollar toda la magia: si no decimos los deseos tampoco hay manera segura de que nadie más compruebe si se realizan o no. Y así nos va.