En todas partes se pueden establecer fronteras, más o menos confusas y más o menos definidas. Existen otras que no son por convenio, sino un poco más lógicas. Es la frontera entre el sueño y la vigilia, o el horizonte o los cercos que dejan las tazas de café en los incunables si no se anda con cuidado.

Una frontera es algo muy delgado que separa dos cosas distintas, o que tenemos muchas ganas de distinguir.

Todo el mundo tiene más o menos claro cuál es la diferencia entre “estar soñando” y “estar despierto”, o al menos la diferencia entre “estar normal” y “fliparlo en colores”.

Lo que no está tan claro es la llamada “frontera de pijama”. Se define como aquella distanca que un individuo puede recorrer tal cual sale del catre. La distancia de pijama aumenta si nuestra vestimenta digamos nocturna es más o menos presentable. Hay individuos que consiguen ir a comprar el pan en pijama. Incluso hay casos de poncho y slips abanderado que se han visto en las grandes superficies del extrarradio. Gente que ha entrado en el Ikea mientras llevaba la toalla de la ducha, y se ha quedado a vivir por error.

Lo primero que se observa en un incendio nocturno es que hay varias personas vulnerando su distancia normal de pijama, y no se dan cuenta. Gente en bata o en camisón. Señores con liguero, señoras con neoprenos amarillos. Cada uno ha salido a la calle como más cómodo estaba un momento antes.

Hay un límite posible en el cual la vestimenta nocturna y la diurna se aproximan. De día llevamos chándal y de noche un chándal un poco distinto. No queda claro cuál de los dos sería menos de salir a la calle. Es ese el punto de inflexión a partir del cual la persona queda irreversiblemente destruida y reducida a la animalidad más salvaje, sirviendo sólo para público de multiconferencias y concursos.

Purranki