Purranki Sandongui ha colaborado antes con Almacén en su columna Zasnujismo. Además publica la bitácora 3l Potadero de Bleturge. Su columna aparece los viernes. Esta sección dejó de actualizarse en julio de 2008.
Diez minutos bastan para sacar al reo de la celda, llevarlo hasta la camilla, atarle las correas, cargar los inyectables y conectar el dispositivo letal. El dispositivo letal es un aparato que permite ser accionado desde el otro lado del espejo. Yo me quedo mirando el espejo junto al condenado, pero sé que al otro lado hay tres personas en fila frente a tres pulsadores. Cuando el notario da la señal oprimen a la vez sus respectivos botones. Entonces se abren las válvulas del dispositivo. Primero la del sedante y diez minutos después la del veneno. Todo es automático. La persona que realmente ha abierto las válvulas con su acción de oprimir el botón se selecciona mediante un mecanismo aleatorio electrónico. De esa forma ninguna de esas personas y todas a la vez son el verdugo.
Personalmente, creo que el verdugo soy yo mismo, y no me duelen prendas en reconocerlo. Ustedes me comprenderán. Si se usasen métodos más antiguos para quitar la vida, seguramente sería yo o alguien como yo el encargado. Así que me considero yo el verdugo material. Y seguramente llevo razón porque el estado también me considera así al adscribirme a un régimen especial. Mi trabajo es de oficina durante tres días a la semana una semana sí y otra no, en vez de trabajar una semana seguida y otra no como hace el resto de mis compañeros. Duermo en mi casa incluso los días que trabajo. Así es la mayor parte de las semanas. La verdad es que es descansado. Cuando hay una ejecución normalmente voy a trabajar solamente el día de la ejecución. Duermo la noche antes en la prisión, hago el trabajo y me dan quince días de vacaciones, y después tengo una entrevista con el psicólogo y otra con el sacerdote, y me reincorporo. Soy el que más ha durado en mi puesto. Y lo consigo gracias a una gran estabilidad mental.
Soy una persona tranquila y no me deprimo con facilidad. He aprendido a no mirar a los presos a la cara, a no fijarme en sus muñecas ni en sus andares, y a no escuchar sus gritos ni sus sollozos. Mientras conduzco a los presos tarareo Barabara Ann, de los Beach Boys. Cuando les ato, trato de imaginar que es una persona enferma y que yo soy el enfermero, y lo mismo cuando le pongo las cánulas. El resto es fácil. Sólo tengo que quedarme allí mirando al espejo, hasta que entra el forense y certifica la muerte. Entonces el alguacil me da la señal y me voy directo al vestuario y me cambio y tengo mis quince días de vacaciones. La última vez fui con mi mujer a visitar los montes apalaches, el antiguo territorio indio. Es un lugar precioso.
A pesar de todas mis precauciones hay alguna cosa que no va bien y me preocupa. Sueño con frecuencia, y casi siempre me acuerdo de los sueños. Desde hace algunos años me ocurre que cuando sueño me vienen a visitar. Al principio era algo ocasional. Una cara que me recordaba a algún preso, una cicatriz. Tomé la decisión de no mirarles a la cara durante la ejecución.
Sin embargo, ha ido en aumento en vez de disminuir. En mitad de todos mis sueños siempre aparece alguien vestido con mono naranja. A veces fumando un último cigarrillo detrás de otro. A veces cortando el césped o sentados en un banco. Yo sé que todos ellos son asesinos peligrosos y que no es lógico hacerlo, pero muchas veces hablo con ellos y les pregunto por asuntos de familia o por alguna mascota enferma. Es muy raro porque sé que no conozco ni sus nombres ni sus caras.
Siempre me despido de ellos invitandoles a cenar a casa o con un abrazo, como si fueran familia mía. Tengo durante el sueño la sensación de ser amigo de toda esa gentuza. Y la cuestión es que preferiría tener pesadillas, soñar que me persiguen o algo por el estilo, luchar con ellos, yo qué sé. La cuestión es que el sueño en sí no es desagradable, me despierto contento. Es al despertarme y pensar en ello que me doy cuenta y me da asco.