Creo en la honestidad del autor, al menos en esa que le lleva a escribir lo que siente que tiene que escribir. Desde ese punto de vista no existen obras ambiciosas para el autor, sino obras necesarias. Esa ambición estará entonces, si acaso, en la visión del crítico o en el lector; y estos suelen asociarla a la grandiosidad: temática, de extensión y de objetivos, generalmente unidos al intento por parte del creador de romper el canon artístico o social. Así, me atrevo a decir que si esa ambición es evidente en la obra es que algo falla por parte del autor.

He leído al menos dos reseñas que resaltan que El señor cocodrilo está muerto de hambre (Ponent Mon, 2010) es un gran libro que carece de la ambición de otros del autor. Yo lo niego: se trata, el de Sfar, de un libro transguesor, en el que su aparente sencillez (en tamaño, en asunto, en ilustración) forma parte de su enormidad. Escoge el autor francés el formato de la fábula infantil para romper todos sus esquemas y crear una parábola adulta sobre el absurdo social, la amistad y el propio género. Y utiliza para ello todos los recursos posibles: en el lenguaje con la mezcla de registros diafásicos y diastráticos en el mismo discurso, en el dibujo, con la contraposición de un trazo inocente, infantil, con la mostración cruenta y adulta de varias escenas; y en la propia narración, fiel en la estructura al esquema de la fábula, pero rompiendo constantemente su status a través del humor y la irreverencia, y siempre manteniendo un dificilísimo equilibro con lo entrañable.

Y es que ya me fascina la figura de Joann Safar por su capacidad de reinventarse y de no repetirse, uno de esos artistas que tiene la capacidad de producir decenas de obras sin estancarse en un estilo —¿en qué se parecen La mazmorra, Pascin o El cocodrilo…, innovando constantemente sin dejar de parecerse a sí mismo.