Constituyen un género tomado por la putrefacción. Son un aborto, un deshecho, una huella en el suelo perfectamente marcada pero que nadie mira. Son siempre un fracaso: es indecente el recuento de los méritos porque delata el desconocimiento que del afectado se tenía; y es un erial el halago, porque el más interesado ya no escucha. Las necrológicas debieran convertirse en un género pre mortem, como una extremaunción de obligado cumplimiento, y no esa derrota que llega siempre tarde, el último bártulo que emerge del naufragio.

Me hubiera gustado llegar a tiempo. Me hubiera gustado poder decirle a Manuel Ortiz, cuando todavía estaba habitado, que admiraba la claridad de sus ideas y la elegancia y suavidad con que las transmitía. Quisiera haberle agradecido la sencillez con que se acercó a este sitio y se hizo un hueco cada vez más ancho. Agradecerle que me escribiera desde el hospital, en marzo, para decirme que ya andaba el cuervo raspándole las entrañas y que no llegaría el artículo ese mes. Hacerle saber de mi asombro porque sí publicara puntual y enérgicamente en abril, en mayo, y en junio, pocos días antes de ausentarse ya definitivamente. Pero no lo hice. Seguro que quienes tuvieron que estar, estuvieron. Pero este reconocimiento afectado y público de su valía llega normativamente tarde, tanto como aullar en un desierto o pedir auxilio bajo el agua: habría, tendríamos, que gritar mucho antes.

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