Imaginé una ficción que fuese común a toda Europa; vislumbré, más exactamente; y creo que la ficción es la lengua común que se requiere, la amalgama que por naturaleza se salta las fronteras y prejuicios, anula coyunturas y contextos, y la entelequia que imaginan entre las nieves del norte puede espantar en las arenas australes. Ese es el ejemplo.

Europa es una mala novela; o la novela de un adolescente: le falta perspectiva, claridad, le sobra desconcierto, desconfianza y miedo. Es una antología de cuentos en la que no hay criterio ni objetivo alguno, y cada texto es una negación del anterior y del siguiente.

Necesitamos políticos dotados de ficción, políticos capaces de crear una Federación como se crea una sinfonía, constructores de una ópera cuyos agudos hagan temblar a todo el mapa.

No creo en la abstención: es fácil, y una claudicación, la rendición sin resistencia. Pero es más cierto que nunca que las campañas míseras y rastreras de los dos partidos políticos mayoritarios no invitan a otra cosa. Ni una sola propuesta para Europa, ningún rubor en renunciar a la pedagogía y a la información. Como los malos novelistas nos toman por idiotas. Me siento burlado cuando escucho las cuñas publicitarias. Si nos insultan, sólo caben dos posibilidades: que merezcamos el agravio o que sea una calumnia. Mi yo más racional me hace apostar por la primera respuesta, pero mi álter ego creador de ficciones me incita a demostrarles lo contrario, y se me ocurre que todo pasa por el voto: votar como quien va a una librería y elude comprar a los pesos pesados, los bestseller, y decide apostar por algo pequeño, insignificante, hundido en esquinada estantería, con la esperanza poco recia de encontrar una joya, y el consuelo un poco ruín de, al menos, no haber agrandado la riqueza de esos gigantes que yo sé no son más que molinos.