Miguel A. Román pretende aquí, el vigésimo octavo día de cada mes, levantar capas de piel al idioma castellano para mostrarlo como semblante revelador de las grandezas y miserias de la sociedad a la que sirve. Pueden seguirse sus artículos en Román Paladino.
Las palabras son seres vivos. Nacen, se extienden, derivan a nuevos vocablos y, eventualmente, se agostan hasta quedar de ellas sólo el recuerdo imborrable de los pasajes literarios a los que prestó sentido. En la misma metáfora, el lenguaje será entonces el ecosistema que da cabida a estos bichos y la gramática fuera así la ley de la selva que ponga a cada uno en su sitio e implacablemente defina quién se come a quién.
Pero, tal vez para mayor similitud con el reino de los seres animados, los términos no únicamente transitan por su vida sirviendo a un concepto estático, sino que mutan, esto es: mudan sus habilidades y aprenden nuevas destrezas acomodándose a las mentes que los conciben, a las bocas que las pronuncian y a las plumas que las escriben, cambiando de sentido para renacer al idioma con nuevos e impredecibles usos.
Pongamos como ejemplo que durante el Siglo de Oro –y aun un trecho más de historia– “correrse” fue usado como turbarse, avergonzarse o afrentarse (hoy diríamos “cortarse”). Así se corrían los pícaros de Quevedo cuando eran pillados en falta, se corrían los hidalgos cervantinos ante aceradas puyas y hasta la imperfectible santa de Ávila se corría sin pudor en medio de sus taumatúrgicos éxtasis. Luego, sin que sepamos muy bien cómo, apareció “correrse” en el siglo recién finado describiendo momentos de arrebato mucho más mundanos y asequibles al público (más aún: en un primer paso sólo los varones, surtidores de fluidos seminales, podían correrse, pero en aras de la encomiable igualdad de sexos (¿o géneros?) también las damas pueden hoy correrse como Dios –o el diablo– manda).
Guapo1, majo o chulo fueron en su momento términos despectivos para designar a truhanes y fanfarrones que medraban por los barrios bajos y mostraban sin correrse sus ropajes estrafalarios como hoy hacen raperos y marchosos. El sendero por el que han llegado a ser halagos está evidentemente incrustado en la idiosincrasia española, y más concretamente en la madrileña. Más curioso es el caso de “hortera”, que fuese antaño plato de madera, luego mancebo de verdulería y hoy nombra a quien muestra un dudoso gusto similar al de aquellos majos dieciochescos que Goya plasmara en su auge social.
Mucho más recientemente hemos asistido a la transmutación de “lívido”, adjetivo que tras siglos de ser sinónimo de “amoratado” devino al fin en “intensamente pálido”, sin duda mediado por su asociación a lo cadavérico, cualidad con la que el Diccionario de la Real Academia lo aceptó –no sin resistencia– desde la edición de 1984 (y desde luego sin retirar su valor original). Parecida suerte ha corrido “culminar” que, en vez de llegar al culmen o cenit, termina por ser el ocaso final de los acontecimientos aunque quede muy atrás en el tiempo su momento álgido… y usted me entenderá pese a que “álgido” significó hasta no hace mucho “extremadamente frío”.
Estos transformismos del lenguaje forman parte irrenunciable de su metabolismo íntimo, responden al libre albedrío de la comunidad de hablantes, única entidad propietaria del mismo, y no son ni buenos ni malos, sino naturales y tal vez aporten a su manera salud y lozanía al idioma, al igual que –retornando a la analogía del primer párrafo– la evolución de las especies dominantes y la extinción de las débiles es un mecanismo natural de renovación ante la alternativa de hacerlo o morir.
Sin embargo –e insisto en el símil ecológico– cuando estos mecanismos son forzados, víctimas de negligentes abusos y sometidos a poderes no naturales el equilibrio cruje y la catástrofe amenaza. Los medios de comunicación masiva (y entre ellos esta Internet que este texto difunde) con demasiada frecuencia irrumpen en el idioma con la misma irreflexiva prepotencia con que una pala excavadora arrollaría un bosque milenario. La semántica es devastada sin piedad, los diccionarios son escarnecidos y la comunicación clara y concisa es arrastrada al borde del precipicio del sentido equívoco.
Hoy mismo, cualquiera que sea el día en que se me lee, puede el lector constatar que en este mundo convulso al menos media docena de noticias tiran del vocablo deflagración no para citar lo que realmente significa, llamarada repentina pero sin explosión, sino en un mortal giro antonimista, referir a una explosión, tal vez incluso sin flamígera manifestación. Y probablemente en la misma noticia se narrará que el artefacto en cuestión “explotó” (luego produjo una explotación, un aprovechamiento) y no explosionó, que es lo que deben hacer tales ingenios cuando estallan.
De igual forma añadirán nuevas víctimas a la lista de la deplorable violencia de “género”, o sea, entre palabras masculinas, femeninas y neutras y no entre personas de sexos diversos. Narrarán cómo esforzados deportistas “detentan” la primera posición en su especialidad, sin atender a que ese verbo se aplica a quien posee algo que en justicia no le pertenece. O, en fin, deplorarán una nueva catástrofe “humanitaria”, detentando la masacre el adjetivo que merecen quienes altruistamente actúan en beneficio del humano género (¡ahora sí!).
Así las cosas, me voy preparando anímicamente para el momento en que el lexicón oficial de la Academia, notario antes que censor, incorpore a “comentar” como “relatar”, conceda a “vigente” completa sinonimia con “actual” y, en una segunda y demente fase, otorgue carta de naturaleza a étimos inverosímiles como preveer, inflingir, alante o transportismo. Tras eso Babel parecerá una verbena de barrio.
1 Guapo: “Hombre pendenciero y perdonavidas” en el DRAE. La acepción de “bien parecido” todavía es calificada de “coloquial”.
2010-09-21 22:10
Gracias, básicamente es lo que quiero darte. En los días que corren que haya personas que como tu se permita el lujo de expresarse así, es para mi todo un enorme soplo de esperanza. Gracias por tu labor, en el día de hoy, leerte me ha alegrado el día y animado a escribir también, aunque de otras cosas, pues en ocasiones callarse debería considerarse delito.
Nuevamente, muchas gracias.
Atentamente