Miguel A. Román pretende aquí, el vigésimo octavo día de cada mes, levantar capas de piel al idioma castellano para mostrarlo como semblante revelador de las grandezas y miserias de la sociedad a la que sirve. Pueden seguirse sus artículos en Román Paladino.
El escritor griego Petros Márkaris, casi al mismo tiempo en que recibía la noticia de ser galardonado con el premio Pepe Carvalho 2012, ha publicado Περαίωση, nueva aventura del comisario Jaritos en una Grecia vapuleada moral y económicamente.
Περαίωση (transliterado peraiosi) es un término contable utilizado para referirse a un procedimiento de regularización fiscal a empresas y profesionales; sin embargo, su semiótica original es mucho más profunda y orbita en el entorno de “transición, cierre de ciclo”, incluyendo, claro, alguna connotación al fin del ciclo vital llamado “muerte”, algo más apropiado para una novela de género policiaco como es el caso.
Aunque en la versión en Inglés de la novela, el título se ha traducido como “The Settlement” (“el acuerdo”, “el arreglo” o algo así), espero que su traductora habitual, Ersi Marina Samará, persuadirá a Tusquets de que en la edición española se traduzca como “Liquidación”, que conserva el concepto contable pero recuerda también al uso “mafioso” de quitar en medio a quien estorba; aunque yo incluso sugeriría “Ajuste de cuentas”, que sería la expresión castellana que mejor comparte el doble sentido que, supongo, Márkaris ha querido darle a su obra.
Resabios de las lenguas, suplicios de los traductores
Y en estas cavilaciones andaba yo cuando se me ocurrió pensar en cómo se vería desde la Grecia moderna el término “crisis”. Al fin y al cabo es una palabra que inventaron sus antepasados.
No, por supuesto, con el mismo sentido. Para los helenos antiguos, crisis era sinónimo de dilucidar, dictaminar, tomar una determinación, y como sustantivo se aplicaba muchas veces una sentencia jurídica que zanjaba una cuestión ardua. Tímidamente los romanos lo adoptaron con el sentido de momento crítico, decisivo.
El término desapareció en las lenguas latinas prácticamente durante siglos, salvo en su empleo médico, bajo la influencia de los textos de Galeno: la enfermedad puede resolverse por “lisis”, es decir, con una prolongada convalecencia, o por “crisis”, de un día para otro. Claro que, en este último caso también se incluía el desenlace fatal.
Sin embargo, en ambos casos el concepto de “crisis” no es necesariamente maligno ni perverso. Decisivo sí, pero no conduce al caos sino a una nueva situación y, en cualquier caso, es un juicio inevitable y en cierta forma parte del orden natural de las cosas (o capricho de los dioses).
En castellano, durante el siglo XVIII el latín parece ya poco culto a los cultos y buscan en el griego clásico términos más dramáticos. Crisis resurge entonces como concepto de un juicio inapelable, una opinión dotada de implacable objetividad, y se emplea el término “crítica” para el conjunto de argumentos que conforman a esta: “El defecto es de las noticias necesarias para hacer una crisis justa en la materia” (B.Feijoo, 1750)
No es sino hasta el siglo XIX que ambos conceptos, el galénico y el crítico, se funden en uno y las “crisis” empiezan a designar momentos de ingobernancia y necesidad de ruptura con el modelo presente. Prevalece, al parecer, el concepto clínico que considera que una crisis es un presagio de final cataclísmico.
Pero no es crisis el único término cuyo concepto no sería uniforme en todos los idiomas de las naciones implicadas.
La Staatsverschuldung es, en alemán, la deuda que el estado contrae con sus acreedores, pero el sustantivo Schuld, deuda, tiene connotaciones bastante graves. En realidad significa “culpa”, casi un sinónimo de delito, y la obra de Dostoviesky “Crimen y Castigo” se traduce en el idioma germano como “Schuld und Sühne”. Así podría pensarse que para un hablante de este idioma, mantener una alta deuda implica un conflicto moral, una situación ignominiosa y que supone una completa irresponsabilidad del deudor.
Cuán distinto del caso hispano, para quienes que una deuda puede ser simplemente una obligación moral e imperativa pero relativamente sana entre gentes de honor; y así nos enseñaron a rezar “…perdónanos nuestras deudas…”, pues el “pecado” es acto de gente de mal, pero una deuda la contrae cualquiera y además es objeto de misericordioso perdón.
Y mezclando esto con las idiosincrasias de cada región, se queda uno preguntándose si no será que para un griego estar en crisis no es ni bueno ni malo, sino el juicio esperable de un proceso, una situación pasajera, un momento para girar y seguir recto; y por otro lado se entendería mejor que la cancillera vea con absoluto horror y desdén la aparente ligereza de los países “periféricos” (otra palabra griega) en el tratamiento de su culpa, su delito o, dicho en tudesco, su deuda. ¿Es posible que haya algo de esto?
Pues no. Claro que no. No hay tal falacia de determinismo lingüístico ni realismo platónico (aunque Platón fuera griego). Las palabras tienen algún poder, lo demuestran la magia y la poesía, pero pensar que los pueblos y sus dirigentes son ingenuos incapaces de reconocer el concepto frente al término en sus dimensiones reales es insultar su inteligencia.
El pensamiento no es producto del lenguaje, antes es exactamente al revés; los términos son cortos y pacatos, pero eso ya lo sabemos y no nos embaucan: solo uno sabe, por ejemplo, quienes merecen ser llamados “amigos”, a pesar de que Facebook insista en banalizarlo.
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