Miguel A. Román pretende aquí, el vigésimo octavo día de cada mes, levantar capas de piel al idioma castellano para mostrarlo como semblante revelador de las grandezas y miserias de la sociedad a la que sirve. Pueden seguirse sus artículos en Román Paladino.
Previene Covarrubias a propósito de “manceba” (que, por cierto, diferencia del masculino “mancebo”): “Este término se toma siempre en mala parte”, dando a entender que, si bien su significado natural sería “por la mujer soltera que tiene ayuntamiento con hombre libre, porque esto suele comúnmente suceder entre mozos y mozas”, añade que “confúndese la significación extendiéndose a significar cualquiera ayuntamiento que no sea legítimo, cuando es continuado”.
Pero no es, por supuesto, una “confusión”, sino la necesidad de dar nombre a lo innombrable, a aquello que repugna al decoro de una sociedad que no puede evitar trasladar al lenguaje sus fobias y tabúes.
Y es que si, como vimos en la anterior entrega, la relación marital no legalizada es prolífica en la generación de eufemismos y sentidos encubiertos, imagínense la extramarital: el asunto, el lío, la aventurilla,… hablando con propiedad: el adulterio o, más sonoro, la fornicación, o más coloquial: poner los cuernos.
Y la distinción que el eximio lexicógrafo ya establecía en 1611 entre el masculino y el femenino de “mancebo/manceba” no es casual ni honrosa, pues en el glosario aplicable a los contendientes en la relación, han sido los términos femeninos los más abundantes y, al mismo tiempo, menos benevolentes; fruto, por descontado, del machismo que perversamente disculpa o exculpa al varón que interviene en estos lances pero juzga y condena a la mujer, obviando que hacen falta dos voluntades para bailar ese tango.
Pero dejemos esto para más adelante y comenzaré por el final.
“Amante” es hoy en castellano el término más comúnmente empleado para referirse, sin faltar mucho al respeto, a los que establecen una relación sexual furtiva. Sin embargo, a muchos les sorprenderá saber que es un significado novedoso para la palabra. Hasta la segunda mitad del siglo XX no se registra con el sentido de ilicitud que hoy nos parece tan propio. Antes eran amantes quienes tenían intenciones honestas, únicamente movidos por el amor profesado al amado, como los “amantes de Teruel” que lo fueron sin más contacto carnal que un beso póstumo. Y, de hecho, fuera de las alcobas, se puede seguir siendo amante de la cultura, de las artes o del deporte sin que ello presuponga que se hace a escondidas.
(Estas mudanzas del lenguaje, naturales por otro lado, confuden con frecuencia a quienes leen textos de otros tiempos y no aciertan a darle a la palabra el significado que en su momento tuvo: Pasaba Andrés con Preciosa honestos, discretos y enamorados coloquios, y ella poco a poco se iba enamorando de la discreción y buen trato de su amante (Cervantes, La gitanilla, 1613)
El giro proviene –probablemente- del francés amant, y quizá el hablante de español lo aceptó con alivio tanto por su carácter de género común a ambos sexos como para poder desprenderse de otros términos más cargados de maledicencia.
Porque, hasta entonces, el más suave sustantivo para una señora que tuviera trato carnal persistente con un señor casado (con otra mujer, claro) era el de “querida”. No participio, sustantivo: la querida. El término sigue figurando en la edición vigente del DRAE como “Hombre, respecto de la mujer, o mujer, respecto del hombre, con quien tiene relaciones amorosas ilícitas” (en la edición próxima será, simplemente, sinónimo de “amante”).
Nunca se le había ocurrido que pudiese llegar a ser la querida del rey rival en su corazón de la doncella cubana. (Gómez de Avellaneda, El artista barquero, 1861)
Según él, yo era la querida de Juan y mi presencia le resultaba intolerable… (Laforet, Nada, 1945)
Cierto es que también hubo “queridos”, si bien muchos menos y tal vez con un matiz menos desdeñoso:
…le sucede poco más o menos lo que a una parienta mía, que se muere por las jorobas sólo porque tuvo un querido que llevaba una excrecencia bastante visible sobre entrambos omóplatos. (Larra, el castellano viejo, 1932)
Pero, como ya digo, el tema se presta a una cierta cuchufleta, y el ingenio mordaz de mis cohablantes ha venido tirando de eufemismos más o menos crípticos como “la otra” o “la amiguita”:
Me mandó Wilson que fuera a Chinatown a comprar una pulsera que quería regalar a una amiguita suya. (Jardier Poncela, Amor se escribe sin H, 1938).
¡Su marido de usted tiene una amiguita en la calle de Pérez Galdós! (Hnos.Álvarez Quintero, La esposa y la chismosa, 1930).
Y lo que me dolía era la espina que llevaba clavada en lo más sensible de mi ser: el pensamiento de que estaba con la otra… (Pérez y Pérez, Aquella mujer, 1961)
Peor, supongo, es el caso de la “mantenida”, figura muy extendida en los años en que las mujeres tenían mal lo de acceder a un empleo remunerado y su manutención corría a cargo de la parte masculina, normalmente “honesto” padre con familia legítima.
No se había engañado: era una mantenida, es decir que era algo más que mujer pública, mejor que una mujer de mundo y tanto como una gran señora. (Hibbert, Sena, 1946)
Ella sería una mantenida, una mujer de segunda, pero se comportaba como una primera dama. (Cabrera Infante, La Habana para un infante difunto, 1986)
Similar a la anterior, es de destacar el uso de “entretenida”, nuevamente galicismo, esta vez a partir de entretenue:
Una entretenida es una mujer que se aburre con el que la entretiene… y se entretiene con un amigo del que la aburre. (Hnos. Álvarez Quintero, La quema, 1922).
Evidentemente hubo, hay y habrá “otros”, “mantenidos” y “entretenidos”.
Era un entretenido, capaz únicamente de explotar a las mujeres. (Blasco Ibáñez, Entre naranjos, 1916)
Pero mi aportación era tan exigua que prácticamente era un mantenido de la escultora, perversamente viciosa y exigente en materias íntimas. (Luca de Tena, La llamada, 1994)
Sin embargo, como puede suponerse, la frecuencia de uso de estos términos es exigua en comparación con su femenino. Ya sea tanto por menor número de casos aplicables como porque, en su día, ningún varón confesaría su dependencia económica de una dama a la que “compensara” sexualmente. Al sexismo y la maledicencia se le añade, claro, la hipocresía.
Vicios de la sociedad humana, que intenta hacer del idioma una vestimenta que cubra sus deformidades cuando, en realidad, las realzan para mayor ridículo.