Miguel A. Román pretende aquí, el vigésimo octavo día de cada mes, levantar capas de piel al idioma castellano para mostrarlo como semblante revelador de las grandezas y miserias de la sociedad a la que sirve. Pueden seguirse sus artículos en Román Paladino.
El lenguaje, como reza el encabezamiento de esta columna, es la expresión sonora del pensamiento. Es simplemente una herramienta o arma, según el matiz, que se adapta a las ideas e intenciones de quien lo enarbola. Así si el hablante es machista, revolucionario, hipócrita, liberal, asceta o imbécil, su verbo revelará los vericuetos de su intelecto. El idioma no tiene personalidad, es un sujeto pasivo.
Ahora bien, esto, que es aplicable al individuo, es también extensible a la sociedad que nos rodea y condiciona. Y al igual, claro, que las filias, el idioma gestiona también la fobias.
Y entre las más acérrimas fobias sociales está la de la expresar la relación sentimental y sexual, consentida, mantenida y que se establece en convivencia en hogar común, por tiempo indefinido, pero sin sacramentar ni registrar con contrato legal alguno. O sea: vivir en pecado.
El conflicto, en este caso, surge por dos mecanismos. Por un lado viene el tabú, aquello cuya existencia es evidente pero no debe nombrarse (dura prueba para un mecanismo cuya tarea primordial es darle nombre a todo).
Pero además, la mudanza de costumbres y la normalización de situaciones que hasta no hace tanto eran socialmente inaceptables pueden dejar al descubierto vacios léxicos, descosidos del vocabulario que se generan cuando la sociedad avanza a más velocidad de la que el idioma puede evolucionar o adaptarse.
Las palabras técnicamente correctas para nombrar el estado de dos que comparten techo y lecho sin haber pasado por la vicaría o el registro civil, es “amancebamiento” o “concubinato”, (valga también “amasiato” en el español de América). Pero, evidentemente, hoy profanaríamos el tabú y parecerían insultos graves si usáramos tales vocablos para adultos responsables y decentes que simplemente han elegido hacerle una respetuosa higa al sistema matrimonial clásico.
Tampoco parece que puedan utilizarse otros términos más coloquiales, como “amigarse”, “juntarse” o “arrejuntarse”, tenidos hoy por tan indecorosos como los anteriores, pese a que al menos el primero tiene ya larga permanencia en el idioma:
“La VI manera es de los que estan amigados en illicitos o no razonables amores y habitan en uno. Y estos no son de absolver, si primero no desistieren y se apartaren” (sermón anónimo de principios del XVI).
En su lugar, como suele suceder en estos casos, surge el eufemismo en forma de “pareja de hecho” (por oposición a la que lo fuese “de derecho”), “pareja sentimental”, “compañeros sentimentales” (adjetivo este ya registrado por el DRAE: “Correspondiente a las relaciones amorosas sin vínculos regulados por la ley”).
Términos que podrán ser más o menos adecuados en las notas de prensa o sentencias judiciales, pero que son demasiado largos para el habla cotidiana: “Te presento a mi pareja de hecho” o “mi compañero sentimental me ha preparado una cena especial”. En su lugar, normalmente se prescinde del calificativo y se utiliza “pareja” o “compañero, -a”; ocasional e informalmente “mi chico” o “mi chica”, aunque el aludido haya superado la cincuentena.
Como el término “compañero” tiene un largo historial de uso en relaciones en la que no existe vínculo sentimental ni mucho menos sexual (trabajo, viajes, cuerpos armados, organizaciones políticas,…), podemos asumir que “pareja” tiene algunas ventajas y que cobra así un nuevo significado más allá de la evidencia de designar un grupo de dos. Queda, en cualquier caso, pendiente una fórmula para la situación de convivencia: “emparejados” tiene pocas probabilidades, pero “acompañados” no tiene ninguna. De momento se acude a la locución “viviendo juntos”, que queda bien claro.
También se recurre con frecuencia a “novio, -a”: “Hoy me recogerá el novio de mi madre”, me suelta un discípulo, y constato que es el término predilecto de los hijos de parejas “reconvertidas”, tal vez porque es más fácil de comprender para mentes párvulas, pese a que se conviva maritalmente y el “noviazgo” clásico implicaba una relación, con o sin fin matrimonial, pero cada uno en su casa.
Y ya que de familia hablamos, los términos parentales en estas situaciones tienden a permanecer inmutables: mi suegra, mi yerno, mi cuñado, mi primo, mi tía, carecen de momento de complemento o afijo distintivo que valide o desmienta la situación legal. En ocasiones se asume sin trauma, pero en otras la gente tiende a precisar en exceso: la pareja de mi hija, el compañero de mi cuñada.
Nada extraño cuando, en los mismos afectados, es patente la aversión a cruzar la frontera y decir con naturalidad “mi marido” o “mi mujer” (lo que evitaría prescindibles circunloquios), como si el simple hecho de pronunciarlo implicara perjurio o, quizás peor, la materialización de una situación legal-sentimental a la que se ha renunciado explícitamente.
Me comentaba una sexóloga que no era banal el peso del tabú lingüístico para los homosexuales –de ambos sexos biológicos-. Parece ser, siempre según esta fuente, que el término “pareja”, al ser sustantivo común supone un refugio aceptable para quien no quiere dar más explicaciones, y que cuando “salen del armario” cambian a “compañero” (ellos) o “compañera” (ellas, claro), expresando con menos pudor el género de su media naranja para que no haya dudas. Sin embargo, por la razón que sea, algunos siguen evitando decir “marido” o “mujer”, respectivamente, aunque hayan contraído nupcias legales.
En definitiva, me quedo con la sensación de que, en esta materia, el idioma se nos ha quedado pequeño, obsoleto, retrógrado; diría que vamos a necesitar nuevas palabras o bien desligar los giros y expresiones tradicionales del caracter censurante. Ambas opciones son muy improbables y los mecanismos del idioma no van por ahí.
Lo más probable es que la gente, que es la dueña de las palabras, termine por aceptar una terminología respetuosa y de plena normalidad. Aunque para eso, primero, la pregunta “¿estado civil?” tendrá que desaparecer de los formularios cuando se acepte que no es información relevante, o eso o que una opción de respuesta sea: “es complicado”.
2011-06-28 17:39
Muy ilustrativo, como siempre, gracias.
Respecto a lo que dices al principio sobre el sexismo en el lenguaje, supongo yo que la pareja marido-mujer es expresión del machismo de la sociedad, pues aunque “marido” viene finalmente de de “macho” en latín, ¿no es su pareja natural “esposa”? No sé, siempre he visto en esa pareja de palabras un mayor peso en el término que designa al hombre, como si este ostentase algún título mientras ella fuese una simple mujer, algo similar al varón-hembra.
Saludos
2011-06-28 22:29
Hay sexismo en el lenguaje, insisto, porque la sociedad que lo genera y maneja es sexista, de igual forma que el lenguaje es antropocentrista (nosotros pierna, ellos pata, nosotros nariz, ellos hocico, humano/persona y animal, etcétera).
Dicho lo cual…
> siempre he visto
Que tú lo veas así implica subjetividad. Lo de “simple mujer” es significativo. Mulier (mujer) es la denominación exclusiva para la hembra de la especie humana (frente a femina, que es hembra en genérico), mientras que maritus (marido) solo lo es el vir (varón) casado. Puede interpretarse que el hombre adquiere un rango como también que la casada mantiene su esencia personal femenina.
De hecho, en el aspecto legal, la mujer casada respecto de su consorte era uxor. Téngase en cuenta que Homo (hombre) para los latinos, abarca a toda la especie.
El cabo de este ovillo es que el latín, como el griego, evita en muchos casos la unidad léxica de femenino y masculino, dando vocablos distintos a ambos sexos, por lo que hombre no es el masculino de mujer ni hembra el femenino de varón. Eso no es por sexismo ni lo contrario, sino porque en su origen no existía el genero gramatical.
Por otro lado, eso de que maritus proviene de mas,maris lo dijo un buen día San Isidoro, le copió Corominas y establecido quedó para el resto de los siglos, pero no está tan claro. Maritus es el adjetivo participio de marito, casarse, y también existía su femenino marita. Parece extraño que unos señores que tiraban de tanto léxico como los latinos hubiesen establecido un verbo “machar” para luego adjetivar al que ya era varón.
Es curioso, ya que estamos aquí, la desviación en el significado de sponso y sponsa, que para los romanos eran los prometidos en matrimonio, pero no casados.
En cualquier caso, sí, el idioma tiene sesgos sexistas y no hace falta buscarlos con lupa. Me temo que la segunda entrega de esta misma columna lo dejará bien claro.
2011-06-30 06:46
Curioso e interesante.
Aunque… el compañero de mi cuñada… ¡es mi hermano!
2011-06-30 13:35
:) Bien pudiera ser, pero precisamente, si se emplea esa expresión, podemos inferir:
a) Que mi cuñada es legítima, es decir, la hermana de mi cónyuge.
b) Que convive sin vículo legal con un varón.
En este caso, además, el artículo juega un papel fundamental pues de haberse dicho “un compañero” tal vez estuviera hablando del entorno de trabajo (o sugiriendo que mi cuñada es promiscua).
En cualquier caso, son estas descoyunturas del idioma las que he intentado analizar.