Miguel A. Román pretende aquí, el vigésimo octavo día de cada mes, levantar capas de piel al idioma castellano para mostrarlo como semblante revelador de las grandezas y miserias de la sociedad a la que sirve. Pueden seguirse sus artículos en Román Paladino.
Leo en un digital salmantino que Víctor García de la Concha “fue el impulsor de la política lingüística panhispánica que consiguió la unidad del español ”.
Tengo para mí que será un bienintencionado exceso laudatorio del periodista, pues, sin menoscabo de la labor del académico durante su mandato al frente de la Real Academia, no le había yo contabilizado entre sus logros el de la gloriosa unidad del idioma patrio.
Aunque lo cierto es que García de la Concha ha manifestado cada vez que se lo han preguntado, y aun sin inquirirle, que su trabajo lo ha hecho principalmente en pro de esta unidad del castellano. Y coincidiendo con cada evento académico, se proclamaba desde aquí y allá la inexpugnable unidad del idioma y su envidiable salud… a pesar de los peligros que la acechan.
Y uno, que ya tiene el tic de que cuando mucho se desmiente es que algo de cierto habrá, empieza a plantearse si no será una entelequia eso de “la unidad del idioma español”.
Ya a Rufino José Cuervo Urisarri, hace siglo y medio, se le abrían las carnes de pensar que la presión dialectal en América podía dar al traste, con el tiempo, a la fluidez de la comunicación entre las naciones que tienen al castellano como tesoro común. También Andrés Bello, Menéndez Pidal y Dámaso Alonso se encuentran entre quienes alertaron contra los cánceres que indudablemente ponen en peligro la evolución unitaria de la lengua, agorando que, tal y como le sucediera al latín, terminará siendo un marasmo de dialectos de tan escaso valor comunicativo como lo pueda ser hoy el español para hablar con un hablante de italiano o portugués.
Al fin y al cabo, nuestra lengua es hoy la usual de unos cuatrocientos y pico millones de seres humanos, ciudadanos de más de veinticinco naciones que ocupan aproximadamente un 15% del suelo planetario. Pretender que semejante horda parlotee sin apreciables diferencias es a todas luces imposible. Y empíricamente así se manifiesta.
No están únicamente las múltiples y evidentes diferencias de vocabulario, que benditas sean en general pues amplían el horizonte expresivo del idioma, aunque podrían parecer redundantes: yo calabaza, tú zapallo, yo coche, tú carro, este dice computadora y aquel ordenador,… y en ocasiones pueden dar lugar a (más o menos divertidos) malentendidos, como el de aquel chileno que buscaba “sacarse la polla” (la lotería) o el argentino que tarda un instante en comprenderme cuando le digo que tengo que “coger a una chica para un trabajo” (contratarla, pero ‘coger’ es allá un eufemismo para la cópula carnal).
Para algunos la más clara fractura del español es la variante fonética del seseo que parte al conjunto de hablantes en dos mitades asimétricas: la andaluz-canario-americana y la del resto de España. Sin embargo hay que tener en cuenta que esta diferencia tiene ya siglos de arraigo y que, dada la supremacía numérica y territorial de los seseantes, empieza a verse esta característica como una forma genuina del idioma que, de momento, convive sin fricción aparente con la opción contraria.
Para otros son las diferencias sintácticas y morfológicas las que quiebran la unidad del idioma, destacando como ejemplo el voseo y su implicación en la declinación verbal (tenés, vení, etc), olvidando que no hay que salir de la península Ibérica (ni siquiera de la zona no seseante) para encontrar alteraciones del paradigma gramatical tan severas como el leísmo y el laísmo.
En resumidas cuentas: si ni en el léxico, ni en lo fonológico, ni tan siquiera en lo sintáctico, coincidimos plenamente los hispanohablantes ¿dónde está la tan cacareada unidad del español?
En ti.
En mí, en vos, en nosotros.
La unidad del idioma no se fragua en los salones académicos, no está impresa en las gramáticas ni en las ortografías, no figura en los manuales de estilo, no existe porque la dicten y normativicen.
El español es un idioma único porque los que lo usamos tenemos la voluntad de comunicarnos con él, y hacemos el esfuerzo –nimio- para conseguirlo y sin necesidad de amputarle el idiolecto de nuestro barrio.
La unidad del castellano se gesta en la barra del bar donde dos desconocidos comentan, cada uno con su acento, la velocidad de Messi o el revés paralelo de Nadal; en los ojos que leen párrafos de Vargas Llosa, Matute o Infante, en los labios que musitan versos de Neruda, Lorca o Darío; en las voces que tararean los estribillos de Maná, Shakira, Estopa o Juanes sin necesidad de inventarse la letra en un idioma inexistente; en las mentes de los que buscan información en esta red global y la encuentran clara e inteligible sin preocuparse por si el desconocido bloguero vive al pie de los Andes, a orillas del Caribe o en los campos de Castilla; en el empresario catalán que al teléfono gestiona un pedido con un proveedor del área Mercosur; en las comadres que siguen sin pestañear el culebrón televisivo; en el turista despistado que entiende perfectamente las instrucciones para llegar a la Plaza de la Independencia que le da una vecina que paseaba al perro y en el emigrante que al dolor de la partida le pone el consuelo de que no será el idioma la barrera a superar.
Nosotros, los hablantes, somos los héroes cotidianos y anónimos de este milagro de la comunicación y la cultura. Aunque algunos piensen que es don Víctor quien se lo ha currado, él solito.
2011-04-28 13:04
Sí, señor, muy bien dicho, somos los héroes del idioma mal que les pese a los asnos académicos
y toda diversidad es riqueza
http://ganaranlosmalos.blogspot.com/
2011-04-28 20:56
Excelente post.
Saludos, Abel Ros
http://www.elrincondelacritica.com
2011-07-22 05:06
Quizá la unidad del español corriió peligro hace dos siglos o algo así. Ahora, con la escolarización universal, la televisión omnipresente y la bendita internet, yo la veo tan probable como lo era en un ámbito del tamaño de Palencia allá por el siglo XII.
Ahora bien, eso de los académicos de ponerse a la cabeza de la multitud con la pancarta y decir que todos les siguen a ellos, es lo que mejor hacen.
Si son felices con eso, pues mira… lo malo es que nos cobran los “servicios prestados” de varias maneras, y creo que no baratas.