Miguel A. Román pretende aquí, el vigésimo octavo día de cada mes, levantar capas de piel al idioma castellano para mostrarlo como semblante revelador de las grandezas y miserias de la sociedad a la que sirve. Pueden seguirse sus artículos en Román Paladino.
Hojeando la “Nueva Gramática” publicada en 2009 por la RAE (más propiamente: por la asociación de academias) me encuentro con el siguiente párrafo (34.6i):
«En el lenguaje periodístico de muchos países se ha extendido en los últimos años la variante transitiva de cesar (‘hacer que cese’). Aunque este uso no se tiene por incorrecto, se considera preferible su equivalente destituir.»
Un momento. Me he debido perder algo mientras dormía en mi cueva. ¿Desde cuándo la Academia considera no explícitamente incorrecto este empleo del verbo cesar?
Todavía resuena en mi oído mental la encendida defensa que, tres décadas atrás, hizo desde las páginas de ABC su director, Luis Calvo, a cuenta de la perfecta intransitividad de este verbo (¿será por eso que la Gramática cita malévolamente dos ejemplos de ese mismo rotativo?), o los dardos afilados que a este uso “eufemístico” le dedicó el maestro Lázaro Carreter, o –este no resuena, sino que lo tengo a mano-, la sentencia de Manuel Seco en su inapelable Diccionario de Dudas y Dificultades: “Debe evitarse el uso, hoy bastante frecuente entre políticos y periodistas, de cesar como transitivo”.
Para centrar el tema, un verbo es intransitivo cuando la acción que expresa no actúa sobre un objeto (llamado complemento directo). En consecuencia, tampoco acepta la voz pasiva, ya que para esta construcción el CD pasa a ser sujeto. Son buen ejemplo de verbos intransitivos los verbos vitales: vivir, nacer, crecer, morir, dormir, trabajar, copular, etcétera.
Como quiera que en muchos casos haya agente causal de estos sucesos, el idioma asaca otro verbo, esta vez transitivo, para arreglarlo. Así la madre no “nace” al hijo, lo pare; fumar no nos “muere”, nos mata; los machos no “copulan” a las hembras, se las… bueno, ya saben.
Bueno, pues “cesar” estaba decididamente incluido en este grupo, y un jefe de gobierno no “cesaba” a un ministro de su gabinete: lo destituía. Y expresarlo de aquella forma era un disparate sintáctico: nadie es cesado como nadie es dimitido ni nadie es renunciado.
Sin embargo, en algunas publicaciones de México y otras naciones hispanohablantes se comenzó a utilizar como transitivo en el primer tercio del siglo XX (¿por influencia del inglés?):
“El señor González también fué cesado al poco tiempo, entrando a funcionar como Jefe Político el licenciado José F. Gómez” (José T. Meléndez. Historia de la revolución mexicana, México, 1936. Fuente: books.google.es).
“Poniendo en conocimiento del público que ha sido cesado en el cargo de Agente Primer Suplente de Minería en Monclova, Coah., el C. Isidro B. Guzmán” (Anuncio del Dpto. de minas. México, 1926. Fuente:books.google.es)
Por ese ignoto mecanismo por el que unos usos del idioma se extienden y afianzan como la hiedra, el giro traspasó fronteras y espacios y hoy está perfectamente asentado pese a ser formalmente proscrito por las gramáticas tradicionales, al menos hasta la versión antes citada.
Pese a lo cual, en estos años no han faltado voces y plumas que han abogado por transigir e incluso aceptar este uso anómalo, planteando el viejo debate: ¿debe el uso supeditarse a la norma, o al contrario, debe esta plegarse a los modismos del hablante cuando es evidente que son socialmente aceptados?
Y sin embargo, la cuestión no es banal (o al menos, no gramaticalmente “banal”). La lluvia cesa, el ruido cesa, no se conoce el instante en que cesa la vida y la gente no cesa de hacerse preguntas. Estos ejemplos y otros mucho más líricos o intrascendentes muestran a las claras la inequívoca vocación intransitiva de “cesar”.
De hecho, hasta ahora el uso transitivo de este verbo viene empleándose únicamente en un ámbito: dar fin a una relación laboral o al desempeño de un cargo, por decisión de un superior jerárquico. Este matiz semántico es relevante a la hora de considerar aceptable este uso, ya que es frecuente que los verbos muden su significado según acepten o no un complemento directo.
Y, en la práctica, la rígida taxonomía entre verbos transitivos e intransitivos nunca se ha sostenido bien, y la mayor parte de los lingüistas modernos aceptan sin torcer el gesto que la transitividad de un verbo no depende de un carácter intrínseco del mismo sino del contexto en que se inscribe.
No es, ni con mucho, el único verbo transitivizado sin trauma. Hay quien intenta “callar bocas”, mientras unos “urgen encontrar soluciones”, otros “duermen la siesta” y es que la gente tiene derecho a “vivir su vida”.
De hecho, ya en otros casos se había aceptado el atenuante de “causatividad”, es decir, que lo que no sucede por sí mismo, se hace suceder aunque sea forzando un uso transitivo:
“… éntrame aquí las salseras” (Moratín)
“… es imposible que papá vuelva a estar entre nosotros (lo desaparecieron en el 74)” (Benedetti)
“… lo pasearon durante horas por los barrios pobres” (Jodorowsky)
Entonces, ¿cuál es el problema si el mensaje es claro, la estructura no repugna al oído y el uso y significado general se mantienen a salvo? ¿Es solo porque la norma se opone? Pues entonces es sencillo: cambiemos la norma, hagamos gramaticalmente aceptable lo que es socialmente aceptado.
Ello no es excusa para que, como asimismo sucede, cesar sea utilizado como verbo “comodín”: destituir, despedir, deponer, relevar, suspender, apartar o el muy llano y claro “echar” (a patadas si se tercia) son alternativas muy cualificadas y menos aburridas. Si se confirma que las academias de la lengua española lo dan por aceptable, tal vez sea este caballo, el de la diversidad de nuestro léxico, mejor montura para limpiar, fijar y dar esplendor a nuestro muy excelente, antiguo y prodigioso idioma.
2011-03-01 15:12
Es que cada vez más, a más de un empresario «lo renuncian», así como a más de un político «lo suicidan». Cosas que pasan, como si nadie echara a nadie. Que de eso se trata, de hacer pasar como un suceso “natural” o lo que no es más que un gesto de violencia (o de justicia, según cómo se lo vea). Como siempre, un gusto.