Miguel A. Román pretende aquí, el vigésimo octavo día de cada mes, levantar capas de piel al idioma castellano para mostrarlo como semblante revelador de las grandezas y miserias de la sociedad a la que sirve. Pueden seguirse sus artículos en Román Paladino.
Es posible que piense usted que la facultad de hablar y el esfuerzo de generaciones en construir el lenguaje obedece sin duda a la necesidad que tenemos, como seres pensantes, de transmitir información, de hacer partícipes a nuestros semejantes, presentes y futuros, de nuestras ideas, nuestros conocimientos y nuestros sentimientos. ¡Loable empeño, vive Dios!
Bien. Pues no.
O, al menos, no necesariamente. Permítame que le transcriba la “conversación” que, a pie de barra de bar, entablaron a mi lado dos sujetos:
— ¡Tío! ¿Qué?
— ¡Hombreeeee! ¡Joder!
— ¿Qué te cuentas?
— Pues, ya ves, aquí.
— Vale, qué bien ¿no?
— Ya te digo.
— Pues sí. Oye, que me alegro.
— Sí, tio. Nos vemos ¿eh?
— Claro. A seguir bien.
— Adios, tío.
— Hasta luego.
Como puede constatarse, ahí no hay información alguna. No se confunda. Una cosa es que podamos discernir cierta información de relación existente entre los individuos (que se conocen, que hacía tiempo que no se veían, que se han encontrado casualmente, etcétera) y otra que las tramas del lenguaje que utilizaron contenga dato relevante alguno, que no lo hay. No tenían información que transmitirse, o no querían, y no lo hicieron.
Y como no hay información tampoco hay estructura gramatical. Aunque aparezcan vocablos con aspecto de verbos, sujetos, relativos, interrogativos, no hay tal. Puede comprobar que los verbos, por ejemplo, no significan nada real, no invocan acciones. Solo son sonidos reconocibles, expresiones petrificadas, frases hechas, recitadas sin intención de que su contenido semántico tome validez.
En realidad son gruñidos, y permítanme que establezca un referente atávico, similares en la intencionalidad a los que debieron emitir los ancestros de nuestra especie, y probablemente no tan distintos a los que emplean bastantes especies animales.
Esta función del lenguaje, perfectamente lícita, fue denominada “función fática” por el lingüista ruso Roman Jakobson, que la recogió a su vez de las ideas del antropólogo Bronislaw Malinowski:
Cuando una cantidad de personas se sientan juntas ante el fuego de una aldea, después que han finalizado todas las tareas diarias, o cuando charla, descansando del trabajo, o cuando acompañan algún trabajo meramente manual mediante un parloteo totalmente desvinculado de lo que están haciendo; es claro que aquí se nos presenta otro modo de utilizar el lenguaje, otro tipo de función lingüística.
Una mera frase de cortesía, que se usa tanto entre las tribus salvajes como en un salón europeo, cumple una función para la cual el significado de las palabras que la integran es casi del todo inadecuado. Las preguntas acerca de la salud, los comentarios sobre el tiempo, las afirmaciones de algún estado de cosas absolutamente obvio; todo esto se intercambia no para informar, ni en este caso para vincular a la gente que actúa, y por cierto, tampoco para expresar ningún pensamiento. ¿Cuál es entonces la raison d’etre de frases como «¿Cómo le va?», «Ah, aquí está usted», «¿De dónde vienes?», «Hace buen día hoy»; todas las cuales sirven en una u otra sociedad como fórmulas de saludo o acercamiento. (…) Son necesarias para despejar la extraña y desagradable tensión que los hombres sienten cuando enfrentan a otro en silencio.
No puede haber duda de que tenemos aquí un nuevo tipo de uso lingüístico —“comunión fática” estoy tentado de llamarla, impulsado por el “daimon” de la invención terminológica— un tipo de lenguaje en el cual los lazos de unión se crean por un mero intercambio de palabras.
(B.Malinowski, El problema del significado en las lenguas primitivas)
Para Jakobson, la función fática sirve para confirmar que hay un medio de comunicación abierto y disponible, un “canal” que permite a los aspirantes a interlocutores establecer contacto.
Y es que, más probablemente, la facultad del habla obedece no a nuestro intelecto, sino a nuestra necesidad social; no era, en origen, un método para transmitir conocimientos sino un mecanismo de contacto. Y tal parece que no únicamente persiste en el humano actual, sino que es posible que el grueso de nuestro flujo verbal sea fático, puro relleno.
Ya metidos en gramática, aplicamos la intención fática no únicamente a conversaciones anodinas pero completas, sino también a elementos de la expresión que no tienen función comunicativa más allá de atestiguar la persistencia del canal.
Sin recurrir al caso extremo de diálogos como el anterior, los elementos fáticos del lenguaje inundan nuestra habla cotidiana. Desde luego cuando el canal es incierto, típico tópico de la conversación telefónica (aló, sí, dígame), pero también en la conversación presencial: en la iniciación del contacto (hola, buenos días, ¿qué hay?), en la llamada de atención (disculpe, oiga, mira), en la demanda de consenso (¿vale?, ¿verdad?, ¿no?, ya sabes) , en la respuesta forzada (claro, ya ves, ajá, pues sí), en el cierre del canal (gracias, disculpe otra vez, hasta luego), etcétera.
¿Quién no conoce a alguien que cada seis palabras (o treinta letras, lo primero que ocurra) introduce un «¿no?», o ejemplo similar? Un servidor de ustedes, predicando con el ejemplo, tiene el vicio de repetir a intervalos regulares un «¿entiendes?», lo que, dicho sea de paso, intento que sea traducido por «¿logro explicarme?», pero en ocasiones me encuentro con que mi interlocutor lo interpreta como «¿llega tu capacidad intelectual a esto que hablo?»… y, claro, se me ofende.
Pero no, no se me ofenda usted, que es una función fática y, por tanto, desprovista de mayor significado, que estaríamos así ante el chiste del que dice “no me digas” y entonces no se lo dijo.
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Hay más:
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2010-07-02 03:03
El artículo me recuerda a un corto televisivo, transmitido hace unos años, en donde dos pescaditos recorrían el minúsculo espacio de la pecera, saludándose una y otra vez de la misma manera.
Creo que a veces vivimos sociabilizando y llenando silencios con esas palabras que “no dicen nada” (aunque digan mucho del miedo o desinterés en el otro). Es decir, preguntamos, pero no para que nos contesten, a veces por “cortesía”, compromiso o hábito. No digo siempre, aunque suele suceder.
Aquí (Argentina) es muy usado el “¿entendés?” , y el “tá” (Uruguay), se les llama muletillas. Todos los años la moda introduce hasta el hartazgo alguna palabra, y como buen rebaño todos comienzan a repetirla. A veces fastidia; por ejemplo, poner “Nada” al comienzo o al final de una afirmación, cuando en realidad se está diciendo algo, ¿cierto?
Es genial poder aprender riendo, y logras eso. Los finales dejan ganas de leer el anterior, y esperar el próximo.
Gracias por compartir tu conocimiento con un lenguaje comprensible, y con ese estilo lleno de gracia. (disculpa si hay errores, por ignorancia, pero dan ganas de participar en tu espacio)
Saludos,
Céu
Saludos,
Céu