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Román Paladino por Miguel A. Román

Miguel A. Román pretende aquí, el vigésimo octavo día de cada mes, levantar capas de piel al idioma castellano para mostrarlo como semblante revelador de las grandezas y miserias de la sociedad a la que sirve. Pueden seguirse sus artículos en Román Paladino.

El nombre de la lengua

A principios del XVII publicaba Bartolomé Jiménez Patón una a modo de gramática que titulaba “Elocuencia española en arte” y donde vertía esta perla:
Y porque ingenios agudos (de quienes yo hago la estimación que es razón porque lo merecen) me han preguntado por qué no titulé esta obra Elocuencia Castellana, y no Española, siendo así que no se habla en toda España, sino en estas partes que llamamos una y otra Castilla; digo y respondo que dudan muy bien, y que la razón que me movió a ello fue tener por averiguada y cierta cosa que la primera lengua que se habló en España, y en toda ella, fue la que hoy se habla en las Castillas.

Más diplomático quizás fue Covarrubias, quien por los mismos años titulaba nuestro primer diccionario como “Tesoro de la lengua castellana o española ”.

Sirvan ambas citas para dejar patente que la vacilación para denominar a la lengua en la que ustedes ahora me leen, ni es nueva ni está necesariamente ligada a cuestiones de interpretación histórica o territorial.

Aunque, ciertamente, resulta paradójico que el idioma común de cuatrocientos millones de almas, ciudadanos de una veintena de estados, tenga entre ellos mismos una cierta ambigüedad en su denominación.

Quede claro desde el principio que no existe actualmente un debate semántico dentro de la estricta disciplina lingüística. Para el Diccionario panhispánico de dudas, consensuado por la Asociación de Academias de la Lengua Española, “la polémica sobre cuál de estas denominaciones resulta más adecuada está hoy superada”, y, aunque recomienda el término “español”, da por válidos y sinónimos ambos sustantivos.

No siempre fue así, y a través de los siglos y naciones, estudiosos de la lengua han vertido razones y dislates apoyando y rechazando uno u otro nombre. Incluso el lingüista chileno Andrés Bello no perdió la oportunidad de hacer, en su Gramática, mención a la forma histórica en la que el castellano se expandió en su continente: Se llama lengua castellana (y con menos propiedad española) la que se habla en Castilla y que con las armas y las leyes de los castellanos pasó a la América, y es hoy el idioma común de los Estados hispano-americanos.

No es completamente casual que la obra de Bello fuese prologada por el argentino de cuna navarra Amado Alonso, tenaz estudioso del tema y al que se refirió en numerosas ocasiones resumiendo al fin posturas y argumentos, tanto históricos como semánticos y sentimentales, en su obra “Castellano, español, idioma nacional. Historia espiritual de tres nombres”, título que deja bien claro el conflicto y sus implicaciones.

Y si los filólogos han obrado en tal forma, calculen los que aportaban la leña de sus ocultos (o visibles) intereses.

Porque, será cosa de nuestra idiosincrasia, no hay tensión en decir papa o patata, zapallo o calabaza, autobús o guagua, plomero o fontanero, computadora u ordenador, bolígrafo o birome, sirimiri o llovizna, anchoa o boquerón, hablar de vos o de tú; pero cuando se trata de dar nombre al idioma que engloba todas esas variantes, todos parecen empeñarse en advertir subliminales mensajes en la elección.

Lo cierto es que la diferencia entre español y castellano, siendo históricamente la misma denominación para el mismo idioma, tendría en origen una cierta razón de ser, pues español parece aludir a una especie de lengua franca, común a la mayoría de los peninsulares y en la que si bien el castellano había cargado con la mayor parte, no estaba exenta de aportaciones, tanto en lo léxico como en lo morfológico, de otras lenguas hispanas (incluidos el portugués y el árabe andalusí). Pero, todavía más, no cesó esta lengua –como quiera que se llamase- de enriquecerse con términos procedentes de los vocabularios nativos americanos, resultando al final de los siglos en una amalgama ordenada y deslocalizada que solo en lo básico se ciñe a lo que se hablara un día en algún monasterio de la Cordillera Ibérica.

Podrá parecer curioso, pero la denominación “español” no es de origen castellano. De hecho sus primeras apariciones lo son fuera de la península y anteriores a la unión de las coronas de León, Castilla, Aragón y Navarra:
Mes je soi bien parler francheis et alemant, lombart et espaignol, poitevin et normant.
Gaufrey, Cantar de gesta occitano, siglo XIII
Nada sorprendente, sin embargo, si recordamos que existe una fuerte tendencia a asumir que el nombre del idioma surge por adjetivación simple del territorio, con un cierto desconocimiento de las peculiaridades idiomáticas o dialectales de cada región (así, llamamos comúnmente “holandés” al neerlandés o “noruego” al bokmål).
(nota: la primera ocurrencia peninsular de la que tengo noticia es de 1494, en De las mujeres ilustres en romance, donde explica que traduce unos versos de Virgilio como bueltos de latin en la lengua de españa)

Los argumentos para dar preeminencia a cualquiera de ambos nombres son machacones y en general harto trufados de política y sesgos historicistas. Resulta curioso comprobar cómo con frecuencia se dan razones simétricas para adoptar un uso y rechazar el contrario. Máxime cuando, frente a cualesquiera premisas, la más simple es la más fuerte: el uso arraigado por la costumbre en cada caso es el más adecuado.

Objetivamente, en el plano lingüístico, habría que reconocer que el término “castellano” es mucho más propio para referirnos a la variedad dialectal hablada en las Castillas (aunque también habría que preguntarse si un albaceteño y un palentino lo hablan igual), a la misma altura que pudiéramos hablar de andaluz, canario o riojano. Y desde luego es la única opción para referirnos a la lengua romance que se habló en aquella región antes del siglo XV.

Ciertamente, en la Península Ibérica, se hace necesario distinguir esta lengua de las otras nacidas en este territorio geográfico, y que por tanto tienen todo el derecho a considerarse lenguas españolas y distintas del castellano.

Y por otro lado es igualmente innegable que, fuera de nuestras fronteras idiomáticas, el diasistema común es denominado genéricamente “español”: spanish, espagnol, espagnolo, espanhol, spanisch,…

Pese a todo lo cual, un servidor las tiene sencillamente por sinónimos equivalentes (que no es aquí redundancia sino pleonasmo), y se adhiere a lo que manifestó Manuel Seco:
«En conclusión, [ …] las dos denominaciones, castellano y español son válidas. La preferencia de cada hablante por uno de los dos término se funda en una tradición arraigada de siglos, y es ingenuo pretender desalojar del uso cualquiera de ellos. Cada persona puede emplear el que guste; pero debe respetar el derecho a que otros prefieran el otro. En todo caso, téngase en cuenta que, en general, la denominación de español es más exacta que la de castellano».

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Otras discusiones, disquisiciones y digresiones:
Sudamérica prefiere el término «castellano» y Centroamérica el de «español»
Un buen resumen en Hispanoteca
Otro buen resumen
Wikipedia: La polémica
Lo que opinan escritores y lingüistas

Miguel A. Román | 28 de enero de 2010

Comentarios

  1. Flix
    2010-02-01 21:32

    Interenate y educativo artículo.
    Sobre el origen de las lengua siempre he defendido que la lengua nacin para comunicarnos pero también para discriminar a los miembros de una comunidad de otra de modo que los miembros de una comunidad no pudieran entender lo que se decian los de otra por tener leguas diferentes.
    Hay algo de verdad en esto?, o simplemente fueron naciendo, las 5.000 leguas existenes, unas por derivación, degeneración o evolución de otras y otras simplemente nacieron expontáneamente?

  2. Miguel A. Román
    2010-02-01 22:43

    Pues ya somos dos, los que pensamos así. En efecto, las lenguas aumentan la distancia social entre los pueblos mucho más que las distancias geográficas.

    No digo yo que fuera un proceso intencionado, probablemente no, pero es cierto que el idioma es una barrera muy difícil de franquear para los forasteros y al mismo tiempo un aglutinante para sus hablantes.

    En los casos de migraciones, efectivamente se produce un conflicto, pero yo opino que es obligación del que llega aprender la lengua de la tierra que le acoge; lo contrario es chauvinismo.

    Los casos de confluencia étnica son más sangrantes, como en Sudáfrica donde los blancos hablaban (hablan todavía) afrikaans y los negros lenguas bantúes (por cierto, Eastwood, eso lo has contado mal). Pocos israelitas hablan árabe y casi ningún palestino habla hebreo.


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