Miguel A. Román pretende aquí, el vigésimo octavo día de cada mes, levantar capas de piel al idioma castellano para mostrarlo como semblante revelador de las grandezas y miserias de la sociedad a la que sirve. Pueden seguirse sus artículos en Román Paladino.
En 1517, publicaba Antonio de Nebrixa (y no me discutan esa “x”) su Ortografía, enunciando que “assí tenemos que escrevir como pronunciamos y pronunciar como escrevimos”.
Los hispanohablantes nos jactamos, en ocasiones, de que nuestra escritura es fonéticamente directa, es decir, que cada grafema o letra corresponde a un fonema o sonido único. Lo cual, a poco que profundicemos, es razonablemente falso.
Para empezar, la letra “h” no corresponde a fonema alguno. La “b” y la “v” corresponden al mismo. La “c” adopta la forma [k] ante a-o-u y [z] para e-i, pues la “z” tiene “prohibido” anteponerse a estas dos vocales… salvo en su nombre: zeta. Peor todavía es la guerra fraticida entre “j” y “g”, donde no hay regla ni cuartel, ¿Es jenjibre, gengibre, jengibre o genjibre? ¿Ginjival, jinjival, gingival o jingival? ¿Agenjo o ajenjo? ¿Ingerir, injerir… o ambas?
Al menos las vocales a-e-i-o-u sí tienen en nuestro idioma una pronunciación bastante franca y, asombrosamente, común a todas las regiones dialectales del español. Habría que mencionar, de todas formas, que en el caso de la “u” existen algunas anomalías, como no pronunciarse tras “q” o “g” ante “e” o “i”, (en realidad, en la práctica, el castellano no tiene una letra q, sino un dígrafo “qu”, pues, salvo algún nombre propio extranjero como Qatar, nunca aparece sola), mientras que se vuelve sonora en las sílabas “qua” o “quo”, aunque ciertamente éstas provienen de anglicismos (quark, quásar) o latinismos (quorum, statu quo), y asimismo tira de diéresis para pronunciarse en “güe”-“güi”, diacrítico que languidece vigilando una puerta emparedada.
¿A qué viene, en definitiva, tener letras que no se pronuncian o que se pronuncian de forma distinta según la compañía en que se encuentren?
Partamos de un hecho que tal vez parezca sorprendente: el español carece de alfabeto propio. Me explico: en realidad, todas las lenguas originarias de Europa Occidental tienen el mismo problema, ya que, por cuestiones históricas harto conocidas, adoptaron el mismo alfabeto que el imperio romano utilizó para el latín.
Los romanos construyeron, a imitación de etruscos y griegos, un “alfabeto a medida” donde, para cada sonido de su lengua, adoptaron un carácter gráfico distinto. Más aún, a medida que detectaban nuevos fonemas añadieron nuevas letras, siendo así que la “g” o la “y” no formaban inicialmente parte de su juego de caracteres. El calagurritano Quintiliano proclamó, por si acaso, que las palabras debían escribirse “tal cual sonaban”… aunque añadió que “excepto cuando la costumbre diga otra cosa”.
A ellos, claro, el sistema les funcionaba casi perfectamente, y todo fue bien mientras nadie intentó escribir con aquellas letras algo que no fuera latín. Pero cuando las lenguas bárbaras o las derivadas recién nacidas se pusieron a adoptar para su escritura el mismo abecedario que les legaron (y es que no tenían otro a mano), se encontraron con que no les llegaba para la gama de sonidos consonantes y vocálicos que manejaban.
Este proceso de recodificación de la fonética a la ortografía, más propiamente llamado “transliteración”, no es muy distinto al que ocurre hoy con el Hanyu Pinyin en China o procedimientos similares usados para el árabe, el hebreo, el griego, idiomas basados en el alfabeto cirílico, etcétera.
Aunque, obviamente, en nuestro caso, este proceso se acometió en aquellos momentos de forma “intuitiva”. Y ante la ausencia, pues, de reglas estrictas, aun bajo las recomendaciones nebrisenses –y no desdeñando la idiosincrasia hispana- la ortografía del castellano fue durante siglos un auténtico “rosario de la aurora”, más todavía cuando las mutaciones fonéticas estaban en pleno auge: enmudecimiento de la h –que era aspirada-, endurecimiento de la x hacía la j, desuso de la doble s (o ſ alta) fusión-confusión de ç y z junto con la aparición del ceceo,… , y con diferencias regionales posiblemente mucho más marcadas que las actuales.
No es infrecuente encontrarnos con textos de la época con esta turbidez trasladada a imprenta:
Hijo despaña, scribo sus glorias; sea el referirlas relijíosa lastima de uerlas escuras, i no a ningunos ojos sea la satisfazion en dibulgarlas; pues del trabajo que vn estraño pidiera nombre de curioso i docto, quiero solo el de reconozido i piadoso. (Quevedo, La España defendida). |
De esta manera, el uso ortográfico –que mal podemos hablar de reglas- oscilaba entre la obviedad fonética, el ascendiente etimológico y el empirismo de la costumbre.
En 1609, Mateo Alemán (el del Guzmán de Alfarache, afincado en México a la sazón) y sobre todo Gonzalo Correas, en su obra Ortografia kastellana nueva i perfecta (1630), lanzan un órdago:
Supuesto ke avemos dicho largamente en el Arte grande de Kastellano los abusos de las letras, ke tiene el uso komun, aki rrepetiremos en suma lo malo para dexarlo, i lo bueno para usarlo: tomando por gia i norte esta rregla de todos sabida, i admitida por verdadera, ke se á de eskrivir, komo se pronunzia, i pronunziar, komo se eskrive.
La propuesta de Correas era sencilla: simplificar, asociar cada fonema a un único grafema en biunívoca relación, y erradicar aquellas letras cuyo uso fonológico es inútil o tedioso y, a su juicio, solo aportan confusión, vacilación y oportunidad de error. A esta opción la llamamos hoy “ortografía fonémica”.
Como podemos comprobar, esta proposición no gozó de muchos seguidores, pero al menos provocó el suficiente revuelo como para que los gramáticos de la época reconocieran que, además del fonético, el etimológico y el consuetudinario, era necesario otro principio: el de autoridad, alguien que pusiera orden, que estableciera la norma común a la que todos deberían someterse, que fijara, que limpiara y que diera esplendor.
Con estas premisas nace en 1713 la Real Académia Españóla (las tildes tal y como figuran en sus estatutos), que se pone presta a la tarea y que saca a la luz la Ortographía de 1741, donde, aun reconociendo una realidad fónica de la escritura, establece que “este principio no se puede poner por regla general”, y muestra cierta preferencia por el origen etimológico de cada término y el uso “consolidado”.
Al menos, y no sin algunas vacilaciones y autodesdichos en sucesivas ediciones, la Academia logra separar las c de las q, la i de la y, y la x de la j, erradica la k, la ss, la ç y la ph. Falla, sin embargo, a la hora de establecer límites lógicos entre j-g o entre b-v, aspectos que solo se asentaron tras mucho más tiempo y bajo criterios exclusivos de uso frecuente (y haciéndole, en muchos casos, una respetuosa higa a la etimología).
Un siglo escaso duró la autoridad unitaria de la Real Academia. El nuevo alzamiento vino de la Universidad de Chile, bajo el rectorado de Andrés Bello, uno de los más influyentes lingüistas hispanoamericanos, quien en 1823 propone la reforma en los siguientes términos:
Sometamos ahora nuestro proyecto de reformas a la parte ilustrada del público americano, presentándolas en el orden sucesivo con que creemos será conveniente adoptarlas.
ÉPOCA PRIMERA |
Pese a ello, ejerció seria influencia en las instituciones lingüísticas del español, Real Academia incluida, y provocó la simpatía de las generaciones literarias de inicios del siglo XX, como Juan Ramón Jiménez, que escribía “intelijencia”, “jente” y “espresar”, según dijo “primero, por amor a la sencillez, a la simplificación en este caso, por odio a lo inútil. Luego, porque creo que se debe escribir como se habla, y no hablar, en ningún caso, como se escribe. Después, por antipatía a lo pedante”.
O Unamuno, que sentenciaba irónico que “si se adoptase una ortografía fonética sencilla, que aprendida por todos hiciera imposible, o poco menos, las faltas ortográficas ¿no desaparecería uno de los modos de que nos distingamos las personas de buena educación de aquéllas otras que no han podido recibirla tan esmerada? Si la instrucción no nos sirviera a los ricos para diferenciarnos de los pobres ¿de qué nos iba a servir?”. De similar opinión fue Julio Casares, insigne académico que instó repetidas veces a la institución a emprender la reforma ortográfica… sin éxito.
No se han rendido, pese a toda esta cronología de desaires, los defensores de una ortografía apegada al fonema. En las últimas décadas han venido predicando, un poco en el desierto, otros como Martínez de Souza, García-Posada, José Polo o Jesús Mosterín, quien en su Ortografía fonémica del español (1981) y en el Tratado de la escritura (1993), vuelve a lanzar la propuesta:
Si keremos komunikar nos por eskrito unos kon otros, si keremos leer y eskribir, emos de azeptar todos el someter nos a una normatiba komún, a una ortografía. Kualkier ortografía, por mala ke sea, es preferible a la ausenzia de norma komún, pues la komunidad del kódigo es una kondizion inpreszindible de la komunikazion. Pero el ke nezesitemos una ortografía no signifika ke la aktualmente bixente sea la únika posible ni la mexor.
La mexor eskritura es la eskritura alfabétika perfekta, es dezir, la ke se axusta al prinzipio fonémiko. Es la mas fázil de aprender i de usar, la mas ekonómika i efikaz. Pero el prinzipio fonémiko se be limitado por las restrikziones transdialektal, semántika i morfémika anteriormente konsideradas. Pasa lo mismo ke kon una karretera ke deba unir dos ziudades. Lo mexor en prinzipio (lo mas efikaz i ekonómiko) es ke las una en línea rekta. Pero si entre medio ai algún desnibel, pendiente u obstákulo natural, puede ser preferible bordear lo. Tanbién bale la pena apartar se del trazado rekto para salbar algún árbol zentenario o algún monumento de interés. Lo ke sería absurdo es ke la karretera deskribiese kurbas peligrosas i zerradas en medio de la yanura i en ausenzia de obstákulos ke bordear o de monumentos ke salbar; si eso okurriese, abría ke reformar el trazado de la karretera, para aorrar tienpo, esfuerzo i gasolina, sin perder nada a kanbio. Lo mismo okurre kon la ortografía. En algunos kasos nos desbiamos xustifikadamente del prinzipio fonémiko. Pero otras desbiaziones son absurdas, no kontribuyen para nada al prozeso de la komunikazión, konstituyen una konplikazion engorrosa, antiestétika i sin kontrapartida de la eskritura i deben por tanto ser eliminadas mediante la korrespondiente reforma ortográfika.
Probablemente, la reacción inicial de los lectores de Román paladino ante un texto escrito de tal guisa habrá sido del tipo: “ridículo, risible, absurdo, una extravagancia, una insensatez, sandeces… “
Y sin embargo… la propuesta es seria, aceptablemente seria, o, al menos, no descartable. Analícenla un momento. Vuelvan a leerla; tal vez leer esa abstrusa grafía parezca difícil, pero hagan un experimento: léanla en voz alta…
¿Ahora? Si la han leido como recomendé, pronunciando con su voz, probablemente se hayan sorprendido por una inesperada “claridad” del mensaje. Es lo mismo que hace el niño que está aprendiendo a leer: transcribir al código sonoro, bien conocido para él, el código escrito cuyas reglas aún no ha interiorizado. Es más: es probable que los seseos y ceceos se hayan atenuado y que las “h” aspiradas hayan desaparecido en el lector andaluz… pues no existen.
Y es que, la única razón realmente poderosa para rechazar una revolución de tal calado no está en las propias reglas ortográficas que, como ya ha quedado demostrado, son caprichosas, inconstantes y arbitrarias; sino grabada en nuestras mentes de adultos, en forma de miedo a desprendernos de lo establecido, de lo secularmente aprendido y tener que ponernos de nuevo a la tarea, inmensa, de realfabetizar a casi 500 millones de hablantes con un bagaje de centenares de miles de obras escritas, sin contar esta misma Internet.
Y sin embargo, si algún momento fue propicio para una reforma ortográfica profunda, es este. Perdido irremisiblemente el tren que puso en marcha Gutenberg, hoy, en los albores de la edición digital, un pequeño script podría bastar para transcribir, en el plazo de pocas horas, todo cuanto no esté en tinta seca; y a partir de ahí tomar el camino que quizá debió haberse explorado mejor hace cinco siglos.
No va a suceder. Estén tranquilos. Nuestra generación, y seguramente la de nuestros hijos, tendremos que seguir lidiando con la vacilación entre g y j , b y v, h y no-h y excusando con tolerancia –y una gota de prepotencia- los pequeños atropellos y lapsus que nuestros semejantes perpetran a nuestro alrededor. Aunque, como dijo Casares, cuando una ley puede ser involuntariamente infringida por quien pone todo su conato en acatarla, la culpa no es del infractor, sino de la ley.
VJBGHCQVJBGHCQVJBGHCQVJBGHCQVJBGHCQVJBGHCQVJBGHCQVJBGHCQVJBGHCQ
Algunas sugerencias para ampliar información:
Andrés Bello:Indicaciones sobre la conveniencia de simplificar la ortografía en América
Gido Ernán del Balle: Proyekto de lei de reforma al idioma eskrito
Fernando Tejón, ‘VerdaKrajono’: Nweba ortografia del kasteyano
Margit Frenk: La ortografía elocuente
2009-11-28 13:55
Preciosa entrada.
Recordaba ese texto de Unamuno, que sigue siendo aplicable tal cual, pero no sabía la historia de Andrés Bello ni las otras propuestas mencionadas.
2009-11-28 17:09
Magnífico, Román, cuánto nos enseñas.
Mira, yo era una de las voces en contra. Pero ya no. CUando enseño a mis alumnos me siento absurdo aplicando sanciones y corrigiendo por cometer faltas que no siguen lógica alguna sino que son tropiezo y dificultad gratuita.
Saludos
2009-11-30 17:40
Sr. Román, por más que me guste su entrada, como todas las anteriores, no puedo menos que estar en desacuerdo.
No me parece que las normas sean tan difíciles de seguir. Sí me parece, en cambio, que cada vez se da mayor pereza en su aprendizaje, precisamente por esta tolerancia que los españoles que saben que deberíamos escribir tal y como hablamos practicamos con aquellos no tan aplicados. Seamos sinceros: quienes fallan en la ortografía de forma sistemática muestran también un uso de la gramática muy deficiente.
En cuanto a esas ventajas que se mencionan a lo largo de este texto como la desaparición del ceceo o de la hache aspirada, permítame decir que lo dudo mucho: los andaluces que yo conozco me plantan haches en el habla incluso delante del artículo indeterminado femenino (“juna”) y el que cecea, cecea sin más causa que el haber aprendido a pronunciar así pues no se dan casos de duda entre la ce y la ese ni entre zeta y ese, en todo caso, dentro de unos años nos encontraríamos con una grafía andaluza particular que se adaptase a su dialecto fonético.
Tengo, además, dudas en cuanto a lo que un cambio así significaría: ¿cuánto tiempo tardaríamos en suspender las tildes? ¿Los signos de puntuación?
Igualmente deseo felicitarle por las buenas lecciones que recibo de usted una vez al mes y rogarle, si encuentra faltas en este comentario, que me disculpe achacándolo a las prisas o al teclado.
Saludos.
2009-12-02 23:55
Muy buen escrito y mejor discernimiento de Roman, notable humanista.
Estoy total y entusiastamente de acuerdo con la oportunidad, en esta epoca de despegue cibernetico, de simplificar y mejorar la ortografia de nuestro bella y noble lengua castellana.
La que no me gusta es la “k”; me parece ajena al castellano, aunque no lo fuera; por lo que la desterraria y su sonido lo representaria la “c”, que ahi comienza el castellano, asignandole su sonido suave a la ‘s’.
Magnifica esta aportacion a la cultura de Roman; solo una cosa, me parece que si algo es abtruso … es dificil por definicion.
Saludos.
2009-12-03 11:38
Aloe: gracias por tu comentario.
Jaute: No digo yo que la propuesta de una reforma de esas características sea práctica, que no creo que lo sea; solo planteo que podría no ser un absoluto disparate, visto además que quienes la han defendido a lo largo de la historia que narro distan mucho de ser unos advenedizos en materia de lenguaje.
Pero la realidad es que la ortografía, pese a los esfuerzos de la Academia u otros, se rige principalmente por la fuerza del uso. Hace menos de dos siglos escríbiamos muger, yerba y harmonía (todas en DRAE 1822). Y cambiar por “decreto” el uso de tanto hispanohablante no es factible… ni democrático.
Marcos: yo era, hasta no hace tanto, un taliban ortográfico; pero he llegado a entender que quienes carecen de esmerada ortografía no son, en general, culpables sino víctimas.
Francisco: La k no es completamente ajena al castellano, pero yo también siento que si hubiera que elegir entre ella y la muy latina “c”, me decidiría por ésta para el sonido /k/; al fin y al cabo era esa su función fonética en aquella lengua: Cesar era Késar (de ahí el alemán Kaiser) y Cicerón era llamado kikerón.
Gracias por señalarme la posible redundancia abstruso-difícil. Esgrimiría, en mi defensa, que los matices respectivos son “arcano” y “esforzado”, y que Feijoo o el académico Riquer también cayeron en similar reiteración; pero reconozco que debería haberse encendido una luz ámbar en mi centro de alertas semánticas y no lo hizo.
2009-12-08 16:45
HOYGAN, ALJIEN SAVE KMO CONPRAR IPOD???
Es broma. :-)
Creo que una reforma total, suprimiendo las reglas supérfluas y convirtiendo la escritura en representación fonética exacta de la lengua hablada, sería tal vez demasiado radical, pero creo también que podría ser bueno a la larga aplicar, por ejemplo, algunas de las reformas propuestas por Andrés Bello o similares.
Por poner un ejemplo, la simplificación de los caracteres chinos fué todo un éxito, y un gran avance para el idioma, en mi opinión. Si bien una segunda simplificación fué bastante rechazada por la población, y terminó siendo abandonada.
Lo más racional sería un equilibrio entre una reforma total y el continuar indefinidamente con el actual sistema, y las dificultades que éste entraña.
Un saludo, y mi enhorabuena por el artículo.
2009-12-18 21:17
He leído con interés el artículo. Cada vez que se habla de gramáticos aparece el nombre de Andrés Bello. La idea de que hay que escribir como se habla no es nueva pero las “Academias oficiales” no lo aconsejan.
2009-12-20 12:30
En esto que dices Es más: es probable que los seseos y ceceos se hayan atenuado y que las “h” aspiradas hayan desaparecido en el lector andaluz… pues no existen. es en lo que veo yo el único problema, Miguel, para optar por una ortografía así. Porque realmente ¿quién quiere que desaparezcan esos rasgos de los diferentes dialectos? Yo no, por lo menos. Pero siempre se podría matizar que el que sesea escriba como habla, con la grafía “s”, y el que cecea con la suya, y el que aspira que lo ponga también, y con eso no estaríamos incurriendo en ninguna contradicción (no tantas, al menos, como hay ahora). Lo malo serían los diccionarios en papel, porque en línea, con hacer la correspondiente relación en la base de datos, se podrían poner todas las opciones, ¿no? Bueno, igual me queda grande esto.
Muy interesante el artículo, como siempre, Miguel. Gracias por compartir tu saber y por dar ideas :-)
Un beso.
2009-12-28 14:25
Falta la mención al más grande debelador de la Real Academia, el carlista Antonio de Valbuena, que escribió una hilarante “Fe de erratas a la Real Academia”, seguida de unos desternillantes “Ripios geográficos”.
Hay que aprender de estos gigantes de la lengua española.
2009-12-28 14:31
Aquí tenemos al hombre:
http://www.revistacomarcal.es/Revista_07/valbuena.html
http://es.wikipedia.org/wiki/Antonio_de_Valbuena
“Antonio de Valbuena publicó un gran número de obras atacando a la Real Academia Española, que consideraba una amenaza contra lengua española. Según afirmó él mismo,
“No me propuse con ello (sus críticas) ganar dinero, ni honores, ni fama, sino exclusivamente limpiar nuestra hermosa lengua, que encontré maltratada y corrompida, y devolverla su nativo esplendor”.
Su labor le valió una gran popularidad. Así, en 1892, Damián Isern afirma:
“¿Qué ha de pensarse, qué ha de decirse de los dos críticos más de moda en estos momentos, de Alas, más conocido con el pseudónimo de “Clarín”, y de Valbuena […]?”
Es una pena que por haber sido un carlista de los pies a la cabeza hoy día se ignore su popularísima y encomiable labor, amén de entretenida, en el s. XIX.
Creo que éste merece él sólo una entrada en el blog.
Saludos,