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Román Paladino por Miguel A. Román

Miguel A. Román pretende aquí, el vigésimo octavo día de cada mes, levantar capas de piel al idioma castellano para mostrarlo como semblante revelador de las grandezas y miserias de la sociedad a la que sirve. Pueden seguirse sus artículos en Román Paladino.

Palabras muertas, palabras vivas

Mediodía en Indian Wells, California. Dos tenistas de élite se retan en la pista central. El comentarista televisivo, intentando transmitir el ambiente que se respira allá abajo, nos cuenta que “es el momento álgido del día… en lo que a temperatura se refiere”.

Me sorprende la frase. Está bien dicha, al menos a la luz de lo que hoy se considera normal en el idioma, pero no deja de rechinarme discretamente.

La palabra álgido llega a nuestro vocabulario desde el latín algor, que significa “frío”. Sin embargo, me queda claro (y supongo que al resto de los espectadores) que lo que el periodista quería decir es que era el momento de mayor calor de la jornada.

Álgido venía siendo utilizada casi exclusivamente en la jerga médica, para calificar los procesos febriles que hacían sentir al paciente vivos escalofríos. Como quiera que este momento solía coincidir con la fase culminante de la enfermedad, el término en oídos de los profanos fue tomando forma poco a poco para designar al fin el apogeo de alguna situación, aunque la misma fuese acompañada de altas temperaturas. Aunque en 1927 el diccionario de la RAE pontificaba que tal uso era disparate, hoy es comúnmente aceptado. El hablante, poderoso y tiránico dueño del lenguaje, ha doblegado al académico. Suele suceder así.

La triada cadavérica que indicaba la fase temporal de un fallecido se componía de hecho de Algor (frío), Rigor (rigidez) y Livor (lividez, amoratamiento). Y de éstos sólo el rigor mortis permanece de momento inamovible, pues también la lividez, que fuesen las manchas cárdenas que por decantación dejaba la sangre en la zona baja del cadáver, se interpretó por los no iniciados en la terminología forense como lo más evidente: la palidez que las zonas exangües mostraban, justo el extremo opuesto. Hoy ya lo acepta el diccionario como “inténsamente pálido”.

El culmen es lo más alto, y culminar sería por tanto alcanzar esa posición, y así fue durante algunos siglos (“estoy como el sol que culmina en el meridiano”, Valera). Sin embargo hoy es casi exclusivamente utilizado para el momento en que se pone punto final a un proceso, pese a que su mayor intensidad tuviese lugar hace tiempo.

En estos días he podido leer noticias donde se cuenta que algunos obtienen en su campo un éxito abismal, o que algo es de una importancia abismal. Evidentemente el abismo es algo grande, pero hacia abajo, supuestamente en sentido negativo. Es cierto que se cita con frecuencia la diferencia abismal, como aquella que, por la disparidad de niveles, era insalvable para los mortales. Vendrá de ahí, digo yo, que el concepto empiece a rolar de “profundo” a “inmenso”.

En este año olímpico volveremos a recordar que los griegos que inventaron la competición lanzaban un objeto al que llamaban “disco”: Entre los antiguos era una bola de metal, o piedra de un pie de diámetro, de que se servían en los juegos del gimnasio para ejercitar los mancebos la fuerza, y mostrar la destreza en arrojarla. Tal era la versión que en el siglo XVIII tenía el diccionario de la academia de este objeto. No fue sino hasta finales del XIX que alguien acierta a definirlo como “objeto cilíndrico cuya base es mucho mayor que su altura”.

Mas hete aquí que, a principios del pasado siglo XX, el concepto cobra una nueva dimensión como objeto donde se puede grabar voz y sonido y ser reproducido en el gramófono. Un siglo más tarde hemos venido en saber que, además de gorgoritos, podemos grabar datos digitales en artilugios de semejante forma geométrica. Pero llegamos al momento en que no improbablemente, en su ordenador, tenga también “pinchado” un disco USB ... que es básicamente CUADRADO. No haré apuestas, pero me atrevería a pronosticar que en pocos años el término puede abandonar su referente geométrico y cobrar el significado genérico de soporte de grabación de datos independientemente de su forma espacial.

Digital, por cierto, se utiliza como antónimo de analógico y proviene de dígito, dedo, lo que sugiere valores del 1 al 10, aunque la tecnología actual es casi exclusivamente binaria, es decir, valores 0 y 1.

El idioma cambia, evoluciona, se adapta a la sociedad y arropa sus novedades al mismo tiempo que arrincona lo obsoleto. Hace unos días hice un experimento: leí a mi hija, diez añitos, la genial descripción que Quevedo hace del dómine Cabra. A la dulce criatura le pareció divertida, y pudo captar el sentido global del retrato del archipobre y protomiserable cura, pero desconocía palabras como ceñidor, sarmiento, cuévano, búas, ..., no entendió el uso ambiguo de largo (generoso), paño (tela de lana) es para ella un trapo de limpiar (y de algodón) y no veía en qué se parecía un compás a un tenedor hasta que le expliqué que en aquella época los tenedores eran de dos pinchos, como también le tuve que aclarar por qué el fraile no usaba “cuello ni puños”.

Y aunque su formación le proporcionará en unos años el suficiente conocimiento sobre esos términos arcaicos para que pueda disfrutar casi al completo de la lectura de nuestras joyas, es evidente que nunca usará esos términos en su vida cotidiana. A la recíproca, tampoco el de las gafillas redondas sabrá nunca qué cosa es chatear (para él sería dejar chato a alguien), unos vaqueros (pastores de vacas) o un bolígrafo (¿?).

Bueno es todo esto, aunque complique la vida. Un organismo que no se renueva es un organismo muerto. Pero no dejo de observar que estos brotes verdes del léxico son siempre adoptados en completa y popular democracia: el pueblo es quien decide al fin qué terminos se han de usar y su significado, y si se empeña en que significa lo contrario de lo que fuese lógico ¿quìén podría oponerse?

Miguel A. Román | 28 de marzo de 2008

Comentarios

  1. Francisco
    2008-03-28 20:06

    Cierto es lo que senala Roman; aunque resulte incomprensible para algunos que piensan que lo escrito en el DRAE es articulo de fe, que niega la posibilidad que el hablante hable distinto, debido a una rigidez obstinada e irracionalmente preterita.

    Esto tiene, en mi opinion, cierta relacion con lo que sostiene Yves Cortez sobre dos idiomas, uno hablado y el otro escrito, que son la base del castellano o, lo que hemos aceptado generalmente, que nuestras lenguas romances vienen del latin vulgar, no del culto.

    El lexico castellano contiene una cantidad de terminos de uso medieval de arcaicos y poco extendidos significados y contiene tambien muchas palabras en desuso por la comunicacion actual.

    Es decir, que existio y existe actualmente, una brecha de comunicacion; una especie de divorcio entre la lengua academica y la lengua usada.

    Bueno, Roman, sabemos quien ganara el divorcio.

    Saludos.

  2. Ana Lorenzo
    2008-03-29 14:14

    Un bonito artículo que podría tenerse en cuenta a la hora de elaborar el Nuevo Diccionario Histórico de la lengua española, que tanto nos falta. Al fin y al cabo, que lo que significaba hace unos años una cosa pase a significar la contraria no es tan raro en la lengua, como bien has ejemplificado, pero deja locuciones verbales por ahí —precisamente por ser estas ivariables fijan un sentido que no evoluciona con el de la palabra que les dio origen— que la gente no sabe explicarse muy bien de dónde narices sale su significado. Tienes razón, Miguel, la lengua vive y brota en la comunidad de los hablantes, sin que nadie le ponga puertas al campo. Que todo eso se registre en un diccionario (lógico que en lo nuevo vaya siempre a remolque; que fuera completo en lo demás) sería deseable, para mí.
    Mundo aparte es el de los textos clásicos, y no digamos ya los picarescos, intríngulis de la lengua y de la mordacidad; un placer pero una verdadera tortura para muchos.
    Yo le leí a mi hija el comienzo de El Quijote (en Crítica, de Rico) por que no le plantaran, como a mi generación, el capítulo de los molinos-gigantes, que a mí me fastidió mi primera relación con D. Quijote: no entendía muchas expresiones y palabras (algunas se las explicaba y otras no), pero reírse, se rió un rato, con la descripción de él y su afición por los libros, y que esto le condujese a la locura. Creo que lo sintió muy cercano.
    Un beso.

  3. Ana Lorenzo
    2008-03-30 03:51

    Vaya, casulidades: hoy, por un artículo de Félix de Azúa, he dado con otro de Pierre Assouline: Sus aux tueurs de mots ! en el que suelta una arenga contra la resignación y a favor de la lucha contra los asesinos de palabras (¡A por los asesinos de palabras!, podría traducirse el título). Porque ¿quién tiene derecho a decir que está en desuso, quién es el que puede “liquidarla”? Las palabras están ahí y en cuanto queramos las rescataremos, bien porque leamos un autor que las use, bien porque de nuevo entren en el léxico habitual, aunque no lo hagan con su significado de antes.
    Un beso.


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