Miguel A. Román pretende aquí, el vigésimo octavo día de cada mes, levantar capas de piel al idioma castellano para mostrarlo como semblante revelador de las grandezas y miserias de la sociedad a la que sirve. Pueden seguirse sus artículos en Román Paladino.
En días pasados los medios de comunicación nos han narrado los agrios acontecimientos que sucedían en un lugar llamado Myanmar, y es a raíz de dichas noticias cuando vengo a enterarme (confieso mi ignorancia) de que están hablando del territorio una vez llamado Birmania. El rebautizo de la nación, según he podido averiguar, tuvo lugar en 1989 por decisión de los mismos impresentables que detentan el poder en aquel lugar del mundo; ignoro la razón del cambio, aunque visto lo visto no me parecen unos tipos acostumbrados a usar razones.
Sea como fuere no es el único caso de cambio registral del nombre nacional. Ahí tenemos a Irán, que eligió esa denominación tras cinco mil años de ser conocida como Persia. Puedo entender que tanto tiempo con el mismo nombre llegue a aburrir. Como anécdota, en aquella ocasión, 1935, algunos intelectuales persas pusieron el grito en el cielo y lograron que los dos nombres pudieran ser usados indistintamente, aunque no veo claro si eso supuso un arreglo o un empeoramiento del tema.
Sri Lanka por Ceilán en 1972 o Belize que fuera Honduras Británica hasta 1973… la nómina es extensa y no quiero aburrir.
Otras veces la metonimia de la toponimia viene dada por la variación en los criterios fonéticos que se utilizan para transcribir los sonidos entre dos lenguas que normalmente no comparten alfabeto. Tal es el caso de Pekín, la capital china que ya llamara por ese nombre Feijoo a inicios del XVIII, pero para la que la transliteración recomendada desde hace algunos años es Beijing, así como Guangzhou es el actual toponímico para el milenario puerto de Cantón; o Mumbai viene a ser la forma actual de llamar a la exótica Bombay.
Por regla general, la Academia de la Lengua recomienda acogerse en lo posible al nombre tradicional, dejando las denominaciones de nuevo cuño para los documentos oficiales y los comunicados diplomáticos. Recomendación baldía, pues al final los medios de difusión oral, visual y escrita tardan bien poco en subirse a la corriente neotoponímica.
Uno no puede menos que reconocer el derecho de los pueblos a llamarse a sí mismos como les venga en gana, pero no estoy seguro de que tengamos los demás la obligación de llamarles de igual forma en detrimento de nuestra propia tradición oral y escrita.
En general se argumenta que el nuevo nombre trata de borrar vestigios coloniales o recuperar glorias históricas anteriores. Me inclino más por lo primero y no puedo evitar pensar en un cierto complejo culpable en una Europa que modifica los mapas ajenos cuando nunca ha visto problema en la disparidad de nombres en territorio propio.
No he notado que los finlandeses se molesten porque no llamemos a su país Suomi, su nombre local; ni veo fácil que después de milenios nos acostumbrásemos a llamar Hellas a la que desde siempre hemos conocido como Grecia (República Helénica es su nombre oficial). O simplemente imaginemos que nos obligasen ahora a llamar a Alemania o Austria por sus nombres “internos”, Deutchland y Österreich respectivamente.
Pero bueno, aún admitiendo que debamos tender a asumir las denominaciones oficiales —más que nada para no liarnos—, y que probablemente antes de una generación tendrán carta de naturaleza, lo que me saca un poco de mis casillas es cuando el comentario periodístico intenta aclararnos el baile de nombres (lo que en principio es loable) citando el tradicional como “antiguo”: En Beijing, la antigua Pekín, o en Myanmar, la antigua Birmania... ¿Cómo que “la antigua”? Si es la misma. Solo han cambiado los carteles.
Es que tal como lo dicen parece que la “actual” se hubiese edificado sobre las ruinas arqueológicas de la “antigua”, en cuyo caso sería comprensible para establecer que entre ellas no hay mucha más relación que la ubicación, como diríamos Sevilla, la antigua Hispalis; o Túnez, la antigua Cartago.
Mejor norma sería utilizar con ese fin el adverbio “antes”, recurso que ya se utiliza en el callejero, y citar estos tropos como “Ciudad Ho Chi Minh, antes Saigón” o “República de Vanuatu, anteriormente conocida como Nuevas Hébridas”.
Y en todo esto, yo siento que pierdo algo, un viejo amigo al que nunca conocí. Los libros de fantásticas aventuras y viajes soñados de mi niñez van perdiendo nombre a nombre los escenarios mágicos. Sandokán navega por mares que ya no vienen en los mapas, Phileas Fogg llega tarde porque no encuentra el puerto donde zarpar y Livingstone se pierde, esta vez de verdad. Y reconozco que si a mí me ponen a señalar Birmania ante un mapa mudo me quedo igual que el mapa, pero es que si me dicen Myanmar, me pierdo.
2007-10-29 10:28
No tenemos que irnos tan lejos. Por aquí cerca podríamos hablar de “Girona, la antigua Gerona”...