Vicio es todo en exceso y desmesura hasta que lo abandonamos por un nuevo vicio, o nos convertimos en coleccionistas de ellos. Nunca es tarde para desechar uno y encontrar otro nuevo. De los vicios y pasiones que exponen nuestra humanidad hablaremos aquí, en este espacio comandado por Elia Martínez-Rodarte, mexicana, viciosa y escritora, autora de ivaginaria, el día 6 de cada mes.
Estos primeros días de febrero ha iniciado formalmente el año en México, tras una cursísima jornada de pereza que se denomina Guadalupe-Reyes, que abarca un asueto desde el 12 de diciembre, día de la virgen de Guadalupe, hasta el seis de enero, día de los Santos Reyes.
Cuando se cree que la vacación ha terminado tras haber partido la rosca de reyes, el que haya sacado el monito (el niño Dios de plástico que viene inserto en el pan de la rosca), queda comprometido a hacer una tamaliza el dos de febrero.
Y en este país de asuetos vamos así, cascabeleando entre festividades.
Tan pronto se lleve al niño Dios (al del nacimiento bajo del pino) a bendecir el 2 de febrero, se procede a engullir los tamales que el menso que admitió sacarse el mono debe repartir a un público de gorrones que nunca falta.
Este exordio largo e innecesario como un inicio de año en este país, sirve para anunciar que este impasse me ha ayudado a organizar por fin mi archivo rezagado, que se remonta hacia principios de los noventas, cuando inicié esa obsesiva acumulación de folders con documentos que guardo hasta que considero conveniente la lumbre para ellos: cada cinco años.
Al reunir las notas, recibos, facturas, cartas, fotografías y documentos varios que iban formando cajas plenas de papeles no reciclables, me iba saboreando la fogata con ramitas secas de limón que encendería en mi asador.
Pero esta reducción al fuego que hice con papeles y documentos inservibles, no sólo fue purga de mi vida administrativa, sino la continuación de una compulsión obsesa por la no acumulación.
Existe una tradición celta en los primeros días de febrero, que es la renovación del fuego del hogar, dedicado a la diosa de este elemento, Brigit. En esta fiesta se adora a la deidad honrándola con una casa limpia, al ser ésta la protectora del hogar como Vesta, la romana. Otra buena razón para convocar a las llamas.
Cabe anotar que Brigit es la Santa Brígida que los evangelizadores transformaron para apoyar la conversión de los irlandeses al catolicismo.
Tan pronto como una acumulación de cosas es notoria en mi casa, por falta de orden, por exceso de circulación de personas en mi hogar, por ausencias u omisiones, inicio una quema o tiro cosas. Nunca he soportado la acumulación de nada, ni siquiera de libros, porque sé que muchos se convertirán en la casa del polvo que se asienta en este sitio del desierto. Regalo todos los libros que puedo y que no me interesan.
No sé si la obsesión por no tener “pachonero” o “tiliches” como se le llama por acá al mugrero inverosímil que algunas personas acumulan, posea un nombre. No dudo que sea una patología extraña para gente con muchas carencias emocionales.
Pero la acumulación de cosas posee un nombre y es un padecimiento psiquiátrico.
Se llama el Síndrome de Diógenes. Los ancianos de “El obsceno pájaro de la noche”, —la novela de José Donoso que más tiempo puede vivir en el subconsciente de las personas—, rellenan sus vidas y sus muebles con pacas de papeles, de periódicos, de cartas y de documentos, y de muchas cosas más que conforman alrededor de ellos el nido que han perdido y la vida que nunca volverán a tener.
Este padecimiento que orilla a guardar cosas inservibles y/o útiles, incluso dinero que en ocasiones llega a devaluarse, es relativo a las personas de edad avanzada y el impulso de acumular proviene de una enorme soledad que los lleva a abrigarse de objetos que se pudren con el tiempo. Es como una fortaleza edificada a base de cosas o basura.
Quizás por el abandono del cuerpo que Diógenes ostentó en su vida y su poca higiene personal (otro de los síntomas del Síndrome de Diógenes), él filósofo post socrático dio nombre a esta patología.
Sin embargo, éste jamás acumuló nada y su temida lógica lo condujo por la vida con premisas difíciles de debatirle como: el ser humano puede ser muy abyecto con su especie en su ser “social” y eso lo lleva a ser odioso y que la acumulación de objetos era de una superficialidad inaudita. Fue un propulsor del minimalismo. Diógenes no ostentaba posesiones y su mayor tesoro fue la lógica en pos de la autosuficiencia y su imponderable amor hacia los perros.
Ahora mi archivo, en su involuntario minimalismo, se reduce a menos de un tercio de lo que contenía y consta únicamente de documentos que dan prueba legal y oficial de mi existencia y la de mis pocas posesiones.
De lo demás sólo las cenizas: increíble montón de papeles reducido a una pequeña bolsa de basura ya ida en el camión de la basura. Basándonos en el druidismo las cenizas son curativas entonces esta obra de las llamas es asimismo una sanación. Yo diría saneamiento.
Y ahora que escribo esto, acumulando más palabras de las necesarias quizás, me doy cuenta que esa iglesia católica, omnipresente y que alarga una pachanga desde la festividad de una virgen hasta la tamaliza, es la misma que hizo posible, en cierta medida, que las tradiciones celtas se dieran a conocer en el mundo. Algunos traductores de esta sabiduría fueron los mismos evangelizadores que describieron las gracias para la multiplicación de la comida de Santa Brígida y transformaron el fuego nuevo de Brigit en la fiesta de la Candelaria: el día en que se purifican las velas y sus llamas.