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Porque me quité del vicio por Elia Martínez-Rodarte

Vicio es todo en exceso y desmesura hasta que lo abandonamos por un nuevo vicio, o nos convertimos en coleccionistas de ellos. Nunca es tarde para desechar uno y encontrar otro nuevo. De los vicios y pasiones que exponen nuestra humanidad hablaremos aquí, en este espacio comandado por Elia Martínez-Rodarte, mexicana, viciosa y escritora, autora de ivaginaria, el día 6 de cada mes.

Ansia por comer

Cuando me mudé a esta ciudad hace 20 años, yo era una persona con hábitos alimenticios normales, por así llamarlos.

Engullía a diario la sopa-carne-frijoles que mi mamita hacía, bebía limonadas, comía de postre duraznos el almíbar, y por lo general era una fiesta la semana santa para mí: era la mejor comida del año, considerando que nunca he celebrado la navidad ni otros días festivos en donde se hacen platillos especiales.

Con la salvedad de varios periodos de indigestión en semana mayor que pasé en las montañas boscosas del estado de Durango, a donde iba con los lasallistas a misiones de evangelización, la comida en pascua me era muy disfrutable.

Luego me mudé a esta ciudad y encontré el paraíso de la gordura. En cada esquina se multiplicaban los hamburguesas, las donas, las franquicias y la avenida principal en donde se ubicaba mi universidad rebosaba en grasa y ostentaba el hórrido título de haber estrenado el primer McDonalds de la ciudad.

Desde entonces la aparición de establecimientos, bares, restaurantes, taquerías, buffets chinos, buffets de pizzas, un volcadero de comida vaciándose a la calle en forma de ríos de grasas, empanizados, lampreados, azucarados, fondantizados y quequizados ha sido la constante, dándole una dura pelea a los establecimientos de carne y cabrito: el culto a los infartos desde tiempos inmemoriales en el norte de México.

Primero fue el McDonalds en donde la mayoría de mis amigos y amigas trabajaron cuando entraron a estudiar la carrera. De una manera natural aprendieron a escupir, a untar porquería y a volver a poner en el pan cualquier alimento que cayera al piso. La reseña de atrocidades de la cocina me eran reveladas por las noches, en reuniones finsemaneras, en donde cada uno de ellos declaraba su furia y luego venganza, ante la risible paga del establecimiento, que casi los tenía por esclavos.

Nunca he comido nada en McDonalds, ni en México ni el cualquier otro país. Si a mi boca va a ingresar un alimento de alguien desaptado y disfuncional, siempre será mejor que lo prepare yo.

Pero a los estudihambres siempre nos urgía comer, nunca entendí porqué estábamos hambrientos. Las necesidades de alimentos a bajo costo y en buffets de abundancia, se encontraba en las Pizzas Josephinos, de infausta memoria.

Las mesas calientes del buffet estaban llenas de espaguetis sobrecocidos con salsa de tomate, o su equivalente, rodajas de papa empanizadas, rebanadas de pizza con carnes frías (o sus equivalentes), y una serie de empanizados, lampreados, adobados, ensalsados y rebozados que la mayoría de los estudiantes devoraban a un precio no tan razonable, pero que era alto dado el índice de robo de comida que había. Comíamos y cenábamos con lo que ahí consumíamos.

En la avenida de por mi escuela había donas, helados, pizzerías, taquerías, torterías de famosas franquicias, impulsando el mercado de la grasa y la gordura, que ya patrocinaba desde hacía más de 100 años la cervecería local, expendedora de la cerveza de muy mala calidad.

El trabajo y los horarios espantosos de la vida periodística, le devolvieron a mi vida la dignidad de una buena alimentación. La comida corrida, como la de mi mamá, los pequeños establecimientos atendidos por matronas que amasaban y echaban las tortillas hechas en casa, los guisos cotidianos y simples, los lonches hechos en casa para los reporteros que comían en los comedores de los periódicos, y otras delicias, equilibraron mi dieta haciéndola entrañable y llena de memorias gratas.

Las comidas de fogón casero no evitaban seguir la tradición ancestral de la carne asada de los sábados. Cortes y cerveza, el régimen del infarto, el colesterol y la aborrecible panza de los hombres del norte, eran y son la tradición de un terruño que se asume bárbaro, porque, salvo contadísimas excepciones, la carne en este lado de México todos se la comen quemada. Pocas parrillas y parrilleros entienden un término inglés o cualquier otro que no sea el casi carbonizado.

Todo este reclamo a la comida norteña de Monterrey Nuevo León, quizás sea producto del enojo ante el primer infarto de un entrañable amigo mío, menor de 40 años y un ocupado hombre de negocios de este ciudad que tanto ama el dinero: vivimos en la ciudad más cara de México.

No me sorprendería que muriera en un par de años más y eso es algo que hablamos ha poco. Riéndonos, recordando toda la mierda alimenticia que impone un sitio que por desgracia, vive del ejemplo del estilo de vida norteamericano. La frontera con Estados Unidos queda a menos de tres horas en coche.

Quedamos mi amigo y yo, de nuevo, en prender el asador cualquier sábado próximo: me ha prometido nopales asados, portobellos, cebollitas, pimientos y quizás una pechuga de pollo marinada en mostaza. Dice que el sabor de la muerte le va quitando el hambre.

Elia Martínez-Rodarte | 06 de mayo de 2012

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