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Porque me quité del vicio por Elia Martínez-Rodarte

Vicio es todo en exceso y desmesura hasta que lo abandonamos por un nuevo vicio, o nos convertimos en coleccionistas de ellos. Nunca es tarde para desechar uno y encontrar otro nuevo. De los vicios y pasiones que exponen nuestra humanidad hablaremos aquí, en este espacio comandado por Elia Martínez-Rodarte, mexicana, viciosa y escritora, autora de ivaginaria, el día 6 de cada mes.

Don Mariano

Para L.

Volver a México después de estar en Cuba, siempre golpea al corazón. Parece como si un@ dejara algo de los dentros allá. Nos pasa a quienes amamos a Cuba. Sucede sin remedio: hay razones que el intelecto, la genitalia, el corazón o la ansiedad no entienden, cuando hay demasiado ron en las historias y música en cada esquina.
Sucedió la historia de Don Mariano en el bar la Lluvia de oro. En plena avenida Obispo. Nos cobijábamos de la lluvia tenaz que el huracán Gustav nos obsequiaba, con toda la furia que la madre naturaleza es capaz cuando llora, y más en el trópico.

(Jamás en mi vida he ido a una playa sin que ésta se nuble al segundo día de mi arribo. Ya me lo dijo el santero cubano aquella primera vez, en la primera vez en territorio guajiro: “Eres pura tierra. No te gusta el aire, evitas el agua y el fuego te ataranta”. Y acto seguido, me echó los caracoles y me dijo que siempre tuviera contenta a Yemayá).

Esa tarde tormentosa, nos dedicamos a beber cervezas y más cervezas en la Lluvia de oro, en aquellas horas voraginosas del Gustav.

Un grupo de calenturientos ritmos amenizaba la tarde de refugiados del huracán: por ello, al entrar al sitio, de la angustia de correr mojados durante cuadras, los parroquianos mutaban y serenaban su rostro: ya sonrisa y sosiego ante la promesa de alcohol y músicos cubanos.

Muchos llegaron así: amparándose de las gotas inmensas del cielo atormentado por el azul más congestionado que he visto: de nubes chocando en dispersión, grises y tremulantes arrempujadas por un viento de violencia caribeña.

A medida que meneábamos nuestras caderas en la silla, coqueteábamos con los y las parroquian@s y nos embriagábamos más, yo iba al baño impulsada por la cerveza.

Los sanitarios estaban al cuidado de Don Mariano.

Don Mariano, recibía ceucés cubanos y dólares y euros por ser la esfinge de los secretos de esos benditos baños de gratas memorias, pero bailaba al ritmo del son, el son que los cubanos irradian nada más por el arrullo que el mar da a la isla.

Me pareció simpático desde el inicio: vigilaba hasta que se perdían entre las mesas, los tafanarios de las mujeres que salían de los baños: las veía como quien ve irse a un barco.

En la tercera llamada a desaguar la vejiga, le pregunto cómo se llama. A la cuarta ida, lo saco a bailar.

Don Mariano enjuto, noventa años en su pantalón suelto, bombacho, cinto negro zapatos negros y calcetines blancos, me dice: sí, bailamos…

Y con sus manos de guajiro de agarre fuerte me ciñe la cintura y le aprieta, bien amacizado, mientras le digo: Don Mariano, no se mande; ¿qué es no se mande?, ¿es españolita?; cuál españolita, no me pandeye así, soy mexicana que no ve qué morena estoy; morena, ¿qué va?; —y ciñe más la mano—; que no se mande dije; pues ¿qué no quería bailar?; pero me está agarrando, con todo respeto Don Mariano, las nalgas…Ay…

Don Mariano se pepenó bien duro.
Bailamos y se mandó gacho. Siento decir que tuve que hacer lucha grecorromana con este impío varón, que en nombre de todos los bailes de son cubano se franeleó en mi linda persona turista de chorcitos y chanclas. No fue fácil debo decir, desamarrar el amarre.

Me desafané caballerosamente de Don Mariano, quien con noventa años en su cabeza llena de pelo cano, ya estaba perdiendo el paso porque estaba muy apalancado.

No me enojé. Me dio alguna incomodidad extraña, como si invadiera un terreno: pudor raro, como de infiel vacacional: una doñita debía estar esperando los dos pesos que le puse en la canasta (tras la canasteada…) a don Mariano; yo dejaba solo a mi compañía en la mesa, por venir a franelearme a los pasillos adyacentes al baño; yo estaba a un día de México, a pocas horas de mi vida, a dos pasos de mi trabajo, a escasos minutos de salir corriendo de nuevo a la calle porque se hacía tarde. Llegué a la mesa y pagamos, ya iban a cerrar.

Al salir del Lluvia de oro, mi compañero y yo corrimos a través de avenidas en las que no escampaba, donde el agua viva echaba chispas de rocío en las losetas del empedrado; las olas rompiendo en el malecón habanero despoblado, rugían, en una capital isleña que en pocas horas, tras la calma, volvería a su normalidad playera de cachondez y alegría tropical.

Va esta memoria y primer apunte, a la crónica que siempre cronicamos juntos, maravillándonos de la lluvia, de la madre tierra azotando a la isla y del momento irrepetible y sincero en el que creo, no hay más remedio que entregarse el uno al otro.

Elia Martínez-Rodarte | 06 de noviembre de 2009

Comentarios

  1. Yolanda
    2009-11-07 00:46

    Hasta que hiciste esa crónica porke desde que nos la contaste aquella noche de borrego morado a las brasas, la debías. Kimo siempre tuvo la razón, de que tus crónicas eran lo mejor de tí. Anda volado con el libro.
    Bachísimos.
    E.

  2. jengelyberry@hotmail.com
    2009-11-20 02:11

    Como sea gané la apuesta…
    Ninguna de las dos aguanta nada.
    Elia, te quiero, espero no lo borren…
    Esta vez.


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