Vicio es todo en exceso y desmesura hasta que lo abandonamos por un nuevo vicio, o nos convertimos en coleccionistas de ellos. Nunca es tarde para desechar uno y encontrar otro nuevo. De los vicios y pasiones que exponen nuestra humanidad hablaremos aquí, en este espacio comandado por Elia Martínez-Rodarte, mexicana, viciosa y escritora, autora de ivaginaria, el día 6 de cada mes.
En materia de sobrevivencia y doma tod@s poseemos nuestra receta personal. Nadie nos enseña mejor que los trancazos que solitos nos ponemos y nos ayudan a aprender.
Ha poco escribí sobre la columnista del New York Times, Amy Shuterland, quien escribió el libro What Shamu taught me about life, love and marriage, mismo que acabo de comprar en Estados Unidos.
Este libro narra las experiencias que viven los domadores de animales exóticos. Cómo deben de adaptarse al animal que domarán en pos de lograr una relación armónica. Cómo hacer que hienas ejecuten piruetas, o enseñar a zorrillos a andar en patineta. Más menos.
Pese a que todo esto es material para una fábrica de bostezos, el artículo de la Shuterland se pone interesante, cuando confiesa que ella imitaba las técnicas de los domadores aplicándolas con y en su marido.
Amy Shuterland llevó el término domesticación del esposo a un nivel más bizarro y profesional. Una control bitch maquiavelosa a quien sin duda no le gusta batallar y estuvo a dos minutos de convertir a su esposo en un chango cilindrero.
La querida Amy, no estaba dando lecciones para domar al hombre y lograr que éste hiciese su voluntad, sino también cómo ignorarlos, como recompensar y castigar actitudes positivas y negativas.
Daba lo mismo leer su libro que ver un capítulo de Dog whisperer del famoso entrenador de perros, Cesar Millan. (Omito los acentos, porque los mexas, sudacas, latinos o hispanos en Estados Unidos nunca acentúan sus nombres cuando cruzan el Río Bravo).
Sólo faltó la instrucción de Amy: compre la correa que mejor le acomode a su pareja y trate de que no la muerda cuando se la coloque.
El método, debo decir, me aterraba que funcionase igual en un delfín que en el marido de la autora, quien de no ser porque ella le confesó su sucia treta, el pobre esposo idiota ahorita mismo estaría saltando el aro en llamas o comiendo sardinas de una tinita.
Pero así como todos vivimos con nuestra propia forma de domesticación, cada persona en el mundo experimenta su látigo con restricciones y comandos propios.
Amy Shuterland confesó que optó por utilizar en su marido los métodos de los domadores, porque quería hacerse la vida más fácil con ese tipo.
Llevaban 12 años de casados y necesitaban que alguna flama brotara de esa fogata.
¿Nunca se le ocurrió comprarle un dildo para varón?, ¿una sexoservidora “very bendy”?, ¿proporcionarle palabras sucias al oído?
Pues no hicieron chispas ni tampoco creo que avanzaran mucho en lo sexual.
Pero al menos no arruinaron su relación y lograron subsistir, pese a que ella lo trataba como elefante de circo.
Logró convertir en más tolerables los aspectos que odiaba de su marido.
Con esta lección de que en la guerra y en el amor todo se vale, entendí porque Amy Shuterland buscaba un procedimiento para soportar los lados exasperantes de su marido.
Sus declaraciones fueron: “quería encontrar la forma más fácil de poder amarlo”. Así ha de haber sido el plomito.
El título del libro en español sería “Lo que Shamú me enseñó sobre la vida, el amor y el matrimonio”, lo cual me hace mucha gracia, ya que pone en el título a una ballena asesina y no a una especie menor, que es en lo que convirtió al marido además de en sui generis objeto de estudio zoológico.
Estuvo tan clavada en el asunto, que analizó a su marido y sus hábitos, tal y como los domadores hacían con los animales salvajes que estaban bajo su cargo: si era macho alfa, o del resto de la manada, si se consideraba líder…Pobre bato. Bacteria con triste final de microscopio.
La autora recompensaba con besitos y premios a su marido cuando éste dejaba la ropa sucia en el cesto o si le bajaba la velocidad al coche.
Lo ponía a prueba con comida y lo mantenía a raya como a perico hambreado sólo para ver cómo el tonto marido obedecía, lo mismo que un macaco entrenado, con todos esos comandos de disciplina pavloviana.
No sé si es más animal el que se deja o quien se busca puros que se dejan, pero el artículo de cómo domar al marido y no morir mordida en el intento, me pareció una más de esas discusiones de revista Cosmopolitan y Vanidades que sólo nos dejan con una canica rodando en la batea.
Pero como bien dice el lema de los domadores: “nunca es culpa del animal”, y mexicanizando el dicho, “sino de quien lo hace compadre”, en este caso comadre: considero que la domadora es la culpable de tener que tratar a latigazos, premios y castigos al bato.
¿No es más fácil señalarles a los batos, maridos y conexos en dónde está el cesto de la ropa sucia?
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