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Porque me quité del vicio por Elia Martínez-Rodarte

Vicio es todo en exceso y desmesura hasta que lo abandonamos por un nuevo vicio, o nos convertimos en coleccionistas de ellos. Nunca es tarde para desechar uno y encontrar otro nuevo. De los vicios y pasiones que exponen nuestra humanidad hablaremos aquí, en este espacio comandado por Elia Martínez-Rodarte, mexicana, viciosa y escritora, autora de ivaginaria, el día 6 de cada mes.

Inglaterra: piccola crónica desde la desmemoria

El sólo hecho de nombrar al país estremece los dentros con resonancias celtas y por todo lo que lo inglés abraza. Si tan sólo nombrar lo inglés de Chesterton, de Dickens, de Stevenson, de un vulcano del lenguaje como Shakespeare suena grandicolcuente, no entiendo porqué a un barbajanesco antro lo bautizaron como el Inglaterra. En pleno centro de la ciudad, pero lo suficientemente escondido como para refugiarse ahí, aún en las horas del trabajo.

Era un sitio horrible. Ni siquiera tenía una bandera inglesa en su interior ni tampoco algo escrito en inglés. Nada qué ver.

Una cantinucha fea pero por demás coqueta y discretona, con todo y su pila bautismal de mingitorio en canal.

Amenizaba la escena un coro celestial de fara faras ebrios de borrachos 24/7, música norteña interpretada por músicos que no conocían la sobriedad desde antes del Inglaterra.

Comandaban en ese barco unas madrinas meseras piernudas maquilladas a-lo-travesti de los setentas: mucha chapa, pelo güero, pestaña postiza y tanta laca como sea suficiente para endurecerles el trato y el gesto de advertencia al borracho necio: aquí no se fía.

El Inglaterra fue la primera cantina que visité en mi existencia.

Viví en una calle de cantinas: una en cada esquina, como en cualquier ciudad en donde haya un mercado Juárez cuyos pobladores no pueden vivir sin una jornada laboral de ocho horas y otras ocho de cerveza continua.

Por ello el Inglaterra me resultó un ámbito familiar: no me sorprendió el añejo olor a vómito o el amoniaco de los meados, ni me molestó el aserrín en el piso de algunas de sus áreas, ni me emocioné con las promesas de nostalgia musical que la rocola ofrecía a los parroquianos.

Quizás me hizo falta un poco de oscuridad, uno que otro borracho tirado a la puerta del lugar y una barra apestosa de madera picada. Como en las estampas de las cantinas que vi durante mi niñez. La primera mirada de beodo con que me topé en mi vida, el cliché chaplinesco del dipsómano bamboleante que va haciendo piernas en cruz por la calle de mi infancia equilibrando la cabeza como una avestruz on acid, volví a topármela entre mis amigos. Ahí en el Inglaterra entendí la transformación del ser al ritmo de la intoxicación, compañeros jarras que se iban mutando en quimeras mientras la cebada iba ingresando a sus cuerpos cada vez más lacios, como el mío, acostado en la comodidad de mi acompañante mientras buscaba en la mirada de los demás parroquianos del Inglaterra, al primer ebrio de mi calle: el que bautizaba de cuando en cuando mis mañanas escolares con el aromático caldo de su tempranera guácara.

El Inglaterra, ahora conmemoramos, cerró hace más de una década.

Elia Martínez-Rodarte | 06 de diciembre de 2008

Comentarios

  1. francisco
    2008-12-08 04:16

    Ah, cantinas! Institucion frecuentemente visitada desde la alcoholecencia hasta la mayoria de edad.
    Me hiciste recordar, linda Elvia, al Club Quintito. No era una cantina; era un taller mecanico cerca del casco de Santo Tomas del Politecnico donde todos llevabamos a componer el coche y nos sentiamos entre familia. Aunque tu coche estuviese en optimas condiciones, de todos modos pasabas por ahi para platicar con los amigos habituales, vacilar, reir y echarte una cuba de Batman con Coca Cola, agua mineral y harto hielo. Bueno una es un decir, pues el lema era “una a las nueve y nueve a la una”. Era genial el lugar y el ambiente, pues los Lopez, propietarios del taller, mientras tanto componian los coches y lo hacian muy bien, especialmente a la una que ya estaban en estado genial.
    Se llamaba “El Club Quintito” porque cada uno ponia cinco pesos para el ron y los refrescos y llevabas algo para botanear; bueno, pasado el tiempo ya se daban veinte por piocha; pero siguio siendo conocido como “El Club Quintito”. Hasta que murio tragicamente el viejo Lopez y se cerro.

    Saludos.


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