Vicio es todo en exceso y desmesura hasta que lo abandonamos por un nuevo vicio, o nos convertimos en coleccionistas de ellos. Nunca es tarde para desechar uno y encontrar otro nuevo. De los vicios y pasiones que exponen nuestra humanidad hablaremos aquí, en este espacio comandado por Elia Martínez-Rodarte, mexicana, viciosa y escritora, autora de ivaginaria, el día 6 de cada mes.
Calle Acuña norte.
Visto de lejos o de cerca, un mendicante es alguien a quien en secreto envidiamos porque posee la libertad jamás vamos a tener.
El único sentimiento adverso que tuve hacia un indigente fue cuando odié secretamente a un mendigo anciano que nos persiguió a mi tía Chacha y a mí durante algunas cuadras en Saltillo cuando yo era niña: blandió un enorme palo con el que pretendía piñatearnos por toda la calle Álvarez hasta la de Acuña, calles de gratas memorias, con excepción de aquella del viejo furioso.
Corrimos encabronadamente hacia nuestra casa en Manuel Acuña norte. Al entrar mi tía me preguntó: ¿estás asustada? Sólo faltó que en ese momento mis esfínteres hablaran por mi espíritu. Sólo eso faltó.
Avenida Juárez.
En la esquina de Juárez y Cinco de mayo, data 1993, mi indigente preferido coincidía conmigo cada mañana. No podía conversar con él o acercarme ya que siempre andaba en su propio planeta: no asuntaba: se conducía arrastrando sus ropas, con la mirada orientada al cielo como si esperara que en cualquier momento Dios le hablara.
Estoy segura que sí parlamentaban, porque sus gestos mutaban fabulosamente: de un absoluto terror transitaba a un profundo asombro que hacía que las quijadas se le colgaran y que su fascia final descansara en un rictus de burla.
También era una personificación violenta de luengas jornadas sin aseo. Es el indigente más apestosamente festivo que he conocido: cuando se apersonaba doblando la esquina a los pocos minutos de haberme bajado del insufrible camión, me imaginaba que su olor iba de avanzada anunciando su aparición. Se hacían presentes su saco largo y negro, el pantalón de bragueta abierta o cerrada, según el clima, camiseta que en otrora fue blanca y sin hoyos en el pecho. Y la joya que era su rostro iluminado.
Pronto dio muestra del mucho jaleo que vivía por las noches, antes de apersonarse en su esquina mañanera a pedir para el desayuno: apareció con el pecho lleno de sangre y la piel de la parte media de su frente y nariz, semi desprendida.
Andaba con la mirada extraviada en el dolor: parecía sorprendido de que alguien lo hubiera lastimado de esa forma. Se notaba que estaba exhausto de huir, de hablar con Dios, y de sangrar, porque su herida estaba fresca: era su estigma.
Además, no traía su saco.
Esa tarde me regalaron una chaqueta muy kistch: era uno de los tradicionales cochupos de disqueras de gruperos, que en ese entonces apenas iniciaban. Pensé que a mi indigente le quedaría pequeña, pero bien. Traía bordado en la espalda, una enorme cabeza de caballo plateada encerrada en un círculo. La palabra Bronco circundaba al cuaco. No creo que ni al amigo indigente ni a Dios le molestaran esas nimiedades.
Cargué la chamarra una semana en mi bolsa.
Ya no lo volví a ver.