Hace un par de años narré con todos los detalles morbosos en mi blog, una caída que tuve a raíz de una torcedura de tobillo.
Iba caminando a través de una calle empedrada cerca de mi oficina, me torcí el tobillo y caí, casi rebotando, golpeándome la rodilla derecha y las palmas de ambas manos que evitaron que besara el piso. Fue una gran caída. Tuve mucho público y afortunadamente no vi que nadie se riera, al menos en mi presencia. Fui sumamente infeliz, pero aguanté mucho y casi sin quejarme. Sacudido el polvo de la falda, enfilé hacia un concierto de Joaquín Sabina.

Hace dos domingos me volví a caer. Joe y yo íbamos hacia un servicio religioso rumbo a Harlem. Traía puestas las mismas botas del día del concierto de Sabina. Se nos hacía tarde. El tobillo se me volvió a torcer y sentí la vieja y conocida sensación de cuando ésta truena, se desacomoda, se rearma y se hincha.

Ese tobillo se me torció por primera vez cuando tenía catorce años. Caminábamos por una calle de Saltillo, era la hora de la salida de la secundaria. Elia, que así se llamaba mi amiga de ese entonces, tomó la calle hacia su casa y yo el escalón de la desgracia en donde me torcí el tobillo. Llegué a mi casa con el pie inflamado. Más tarde Elia y yo fuimos al súpermercado y nos robamos unos cosméticos pese a que traíamos para pagarlos. Nos sorprendieron los guardias y nos llevaron a la oficina del director del supermercado. Unas mujeres vestidas de policías nos metieron mano bien y bonito. Nunca mejor dicho. Salimos de ahí y fue cuando recordé lo del tobillo. Me volvió a doler. Llegué a casa y mis padres estaban en el grito. Había llegado dos horas tarde. El tobillo me siguió doliendo hasta que me quedé dormida. Ahí quedó el asunto.

La última caída de hace dos domingos fue la que me hizo jubilar las botas y empezar una rehabilitación de lo que no sé si es aún rehabilitable. ¡Me caí encima de un perro! Un pobre gringo quizás creyó que iba a luchar cuerpo a cuerpo con el buen animal, que ni se asustó ni se alarmó, sino que siguió su camino con la misma buena voluntad con la que esquivó mi trancazo en el piso. Joe me pescó en el rebote. No sé si porque me dolió el verdad mucho la rodilla derecha que de nuevo me golpeé, no sé si por la antigüa vergüenza que se experimenta cuando uno azota, no sé si fue porque Joe estaba ahí a la mano para consolarme y abrazarme, pero lloré mucho. No pude ni siquiera detenerlo. Como si tuviera cinco años. Lloré porque me sentí realmente estúpida por tener esa lesión que yo misma casi he inflingido a mi cuerpo por no tratármela.
Pedí cinco minutos para estar sola y me quedé sentada en un hidrante. Ahí mismo decidí jubilar las botas.

El asunto ahí quedó.