Vicio es todo en exceso y desmesura hasta que lo abandonamos por un nuevo vicio, o nos convertimos en coleccionistas de ellos. Nunca es tarde para desechar uno y encontrar otro nuevo. De los vicios y pasiones que exponen nuestra humanidad hablaremos aquí, en este espacio comandado por Elia Martínez-Rodarte, mexicana, viciosa y escritora, autora de ivaginaria, el día 6 de cada mes.
Este sugerente título es una inamovible verdad que comprobé en el bar El Quijote de la avenida Cuauthémoc, caja de renonancia de populosa orquesta que embriagó ayer mi tarde dominguera, de Alameda, carretera saltillense, y camisetas con impresiones de ángeles en pañales.
Ayer íbamos pasando el Dr. Sexius y yo frente a la puerta del rumboso bar ya que nos dirigíamos a un cajero automático. Tras comprobar uno a uno que todos estaban fuera de servicio, terminamos sacando dinero en uno cercano a tan honorable congal de media tarde al cual tuvimos a bien ingresar. No sé si fue mi sugerencia de entrar o mis caderas que ya estaban chaca chaca al ritmo de la música afuera del antro, las que nos llevaron en línea de conga hacia los dentros de esa pequeña cueva urbana llena de música y de ficheras mayores de 45 años.
Por cierto, ¡qué cara está la ficha! Yo me quedé cuando costaba cinco pesos. Con todo y eso, de cinco en cinco le pagué muchas rondas de tequilas y cervezas a mi entonces pareja de quien me aseguré su amor en medio de vapores etílicos. A cambio de eso me dedicó su segundo libro y me mantuvo largos años mientras yo estaba ocupada haciendo aeróbics. Ah, breve memoria de la ficha.
Cuando entramos el lugar estaba hasta su mére…Pero como siempre, un acomedido ya nos estaba invitando a su mesa y otro con cara de padrotín (si los conoceré yo…) le daba indicaciones al mesero para que nos pusiera una mesa en el mezanine, o sea mande, cerca de donde estaba la orquesta.
El lugar podía medir dos por dos, pero eso no era ningún problema para que la gente bamboleara sus caderas ea, ea, ea a ritmo de canciones danielsantescas e hijas de la Sonora Santanera, que mecían a una pequeña masa de gente con esos ritmos pegajosos y congaleros.
Subimos la escalera para posicionarnos en una mesa. Solamente teníamos de vecinos a una pareja que bailaba con una ricura desmesurada. El todo vestido de negro coronado con caireles negros, mirada negra y hasta oscuro pasado habría de tener. La mujer era un muestrario de Mary Kay viviente, un anuncio de Fuji, ostentando colores chillantes y maquillaje estridente: Pero su arreglo estaba rematado con una mirada que solamente le pertenecía a mi charro negro: de esas con ojos acuositos, como la del gato con botas cuando ve a Shrek pidiéndole: “llévame contigo”. Bailaron. Le sacaron brillo a la hebilla, untaron camarón, estaban erizos de música.
Pero el momento cumbre de ese oscuro romance de esquina escondida y cobijado por la enorme pared de cartones de cerveza que nos flanqueaban, fue cuando sonó la dedicatoria de “canción para hermosa damita y caballero que le acompaña…” Y ahí fue donde las trompetas entraron en acción. “Yo me enfrenté al destino, buscando, tu cariño…Desesperadamente al destino gané...Y ahora me acusa el mundo, porque dices que tu eras, el fruto de otro huerto y que yo te robé...Yo se que eras ajena, que sigues siendo ajena, y sé que un día cercano te tengo que perder. Pero oye bien mi vida, y recuérdalo siempre, no me importa que me acusen, si tuve tu querer”...
La entrada de los metales a esta canción es el summum de la congalerez. No existe otro sonido que retumbe más en los dentros que unos metales atizando el alcohol, el amor, la cachondería del baile pegadito, de ese en el que solamente estás sintiendo cómo te van arrugando el vestido, cómo las medias van aflojándose y se va plasmando la huella de la humedad de la palma de la mano que te sujeta muy fuerte, esa mano que cuando empezó el baile estaba en la cintura. Ella estaba con los ojos llorosos moviendo la cabeza de lado a lado mientras intentaba anidar sus lágrimas en el oscuro pecho de su charro cairelero, mientras la canción les hacía pedazos las emociones y los metales les lanzaban ráfagas de sonido como flechas a San Sebastián.
Se acabó la canción, mi cerveza sol, el agua mineral del Dr. Sexius y el tiempo que debíamos estar en el antro porque teníamos una cita en media hora y debíamos de correr. Dejamos a los enamorados cubiertos de besos y de lágrimas. No se dieron cuenta siquiera de que estuvimos ahí. Bajamos al primer piso y me despedí a caderazos de los bailadores, quienes seguían perjudicando las suelas de sus zapatos en sabroso vaivén. Por suerte, el carrito de los hot dogs no se había ido todavía.