Prefacios juveniles, reseñas de media tarde, lecturas a tiempo parcial… Un intento meridiano de soñarse columnista, por supuesto. Aquí vienen a leerse libros, a recomendarse unos cuantos y a discutir(los).
Ser verbal
Frank Kermode Shakespeare and Language
Penguin, Londres, 2000.
P’afuera telarañas nos dice, con mayor elegancia que nunca, Frank Kermode que se trata de William Shakespeare y toda precaución es poca. Para empezar, es uno de los centros de ese humanismo occidental en el que solamente Paul Cézanne y Wolfang Amadeus Mozart pueden ocupar parecido rol, pese a que ambos sean hombres blancos, dice con irónico desprecio nuestro autor. Esto significa que, ay, cuidado con esos estudios culturales que acechan, de vez en cuando, aunque nada de dramas: la otra advertencia que suelta tan magno crítico es que hay que empezar a leer al dramaturgo con altos y bajos, de nada sirve bañar en adjetivos una obra sin poder explicarla o adaptar unos criterios de recepción hasta hacerlos exclusivos hasta el punto de resultar tremendamente inútil como lector.
¡Y qué puedo decir yo de este crítico inglés, seguramente la presencia más hospitalaria e inmerecida que ha deparado el ensayo literario de la segunda mitad del siglo veinte! Su prosa goza de una amenidad incansable, uno sospecha que fiel heredera de ese pragmatismo inglés que tan poco techo y escuela tiene en devenires más franceses, mientras que su densidad conceptual sigue siendo de alto voltaje. Entonces este libro se propone ser, mayor reto, revisitación con obligado peaje en lo novedoso, también colección de prólogos para el no iniciados pero lo suficientemente completa y extensa como para que el lector, académico o no, del autor de Hamlet obtenga sus ideas, en generosa cantidad.
Kermode es un gran crítico de poesía como demuestran sus grandes obras, The sense of an ending o Romantic Image, así que la crítica de Shakespeare es una lectura poética desde su introducción. Uno lee la importancia de Shakespeare, pero Kermode la acomoda a la importancia del poeta, de sus versos. ¿Y cuál es la novedad principal de esta lectura, ya más o menos acomodada por Coleridge en sus escritos fundamentales sobre el dramaturgo? La información de la que dispone Kermode, las conjeturas sobre el público, nos permiten un atrevimiento mayor.
El crítico explica qué metáforas eran novedosas, qué recursos eran oscuros para su público y qué recursos, ahora familiares, leemos bajo nuestra contemporaneidad. En pocas palabras, el crítico nos cuenta con rigor ejemplar qué fue y qué son esos versos que escuchamos o releemos una y otra vez para que descubramos que hubo dos, tres, incluso más Shakespeare de lo que nos hemos permitido entender. No es que ninguna palabra fuera escogida al azar, es que la propia naturaleza referencial del texto está salpicada por dos ironías salvajes: que muchas palabras han sido familiaries tras el impacto de su obra y que las más oscuras estaban llenas de sentido para su público, pero también que otras permanecen intactas, llenas de más de un sentido.
No puedo decir que es el mejor libro escrito sobre Shakespeare sin que la sentencia no suene como una hipérbole insensata, sí puedo confesar que es el mejor que he leído.
Ser Persona
Stephen Greenblatt Will in the world
Jonathan Cape, Londres, 2004.
Cuando uno lee biografías parece leer al autor de la misma, subrepticio, cantar aquella tonadilla tan cacareada en todo programa del corazón español que se precie ¡Porque yo ante todo soy persona!. De mayores dramas hemos salido todos ¿eh? ¡Hasta los genios! O ¡sobre todo los genios!. Es una conclusión confortante para cualquier persona que se precie normal, ver que aquellos hombres pueden ser contados con una racha de dilemas que se alternan con episodios memorables, uno diría que nacionales si tuviera el día inspirado.
No pongo tanto en duda la capacidad que podamos tener para obtener datos, al fin y al cabo la manipulación de los mismos nos permite un acercamiento a la ideología o a las circunstancias del sujeto en cuestión, gracias a libros e investigadores estupendos, pero muestro mis mejores sarcasmos para todo objetivo con vocación totalizadora. Stephen Greenblatt (1943) tiene todas mis simpatías y eso que él firmaría gustoso esa cancioncilla familiar de la prensa rosa, aunque lo haría, si se me permite la analogía musical, por la vía del rock progresivo.
Greenblatt es, en esencia, un paisajista del tiempo del teatro isabelino. Uno con un ojo puntilloso para el detalle y así gana a cualquier escéptico. ¡Pero no en este libro! En este libro, Greenblatt viene a descubrir la importancia, ay, de la vida de Shakespeare en el tejido dramático de sus obras. No es tanto ese yo soy yo y mis circunstancias orteguiano como esa otra canción de Jeanette, inmortal.
Tiene este libro cosas estupendas, como saber anécdotas de palacio. ¡Estoy convencido de que esas cosas condicionaron, claro que sí! Pero además son deliciosas. Los problemas con los médicos de una reina convecida de que el culpable era Roderigo López, un judío convertido, que terminó colgado y esa rivalidad creativa o esa escritura que cultivó Christopher Marlowe, cuyo The Jew of Malta fue la obra que incitó El mercader de Venecia. Es una lectura atrevida, pero uno duda del contexto, aunque la licencia que se tome al final del capítulo sea un poco discutible y no entre en cuestión sobre los significados de esa farsa shakespereana.
Pero, para mí, el capítulo menos relevante, y el que se pretende más iluminador, es en el que se nos trata de convencer que Robert Greene fue el modelo de Falstaff. ¿Cómo forzar los hechos biográficos de la vida de Shakespeare sin parecer ridículo? Sabido es, y Greenblatt ha dado buena cuenta de ello, que los actores habituales de la compañía podían influir en las creaciones del dramaturgo, pero el descubrimiento de Greene se antoja sorprendente y da que pensar. Pero, incluso aunque la conexión tuviera el peso que aquí se dice, ¿no es lo que sabemos de Falstaff mucho más interesante que las infamias y la escasa altura atribuidas al propio Greene? El otro aspecto más o menos novedoso del libro está en profundizar más en el padre, pero no se preocupen, no estamos ante un relato patriarcal sino ante una investigación, más interesante, sobre las conexiones de John Shakespeare y la fe católica. El papel de Shakespeare en el libro es omnisciente y gracioso, casi el de un humorista sabedor de todos nuestros defectos: que su biografía encaje con esa tesis es también una licencia poética que su autor se toma.
Es el libro menos edificante de su autor, y aún así, se deja leer porque sigue estando notablemente documentado. Que sus conclusiones sean poco menos que arbitrarias es algo que ya viene de esa larga tradición de biografías en las que el profesional será tormento interior o no será. Y qué menos que tales sudores a este poeta sobrado de elocuencia.