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Marco Aurélio Nogueira
El bienio 2005-2006 será marcado en América Latina por la realización sucesiva de elecciones en casi todos los países. Los resultados conocidos hasta ahora y las tendencias en curso indican que la región se está dividiendo entre gobiernos democrático-liberales con mayor o menor presencia de fuerzas de izquierda, un nuevo populismo y gobiernos liberal-conservadores. Una tendencia, sin embargo, se destaca: la de la constitución de gobiernos más «sociales» que «institucionales», o sea, más dedicados al diálogo con el pueblo pobre y con diferentes movimientos sociales que a la construcción de instituciones capaces de gobernar sociedades que se están volviendo más complejas y desgarradas.
América Latina ya no se acomoda en las ropas estrechas que le fueran impuestas por las políticas neoliberales de ajuste y estabilidad. Hay más inquietud y más movilización popular, y paradójicamente más despolitización. ¿Estará caminando de hecho hacia la izquierda? Y si estuviera, ¿hacia qué izquierda? Dado el panorama multicolor, no podemos aprovechar mucho de la polémica dicotomía sugerida recientemente por el sociólogo mexicano Jorge Castañeda entre una izquierda «buena» —moderna, reformista, autocrítica e internacionalista— y una izquierda «mala», populista, cerrada y nacionalista.
La actual efervescencia política latinoamericana encuentra sus raíces en la estructura de las sociedades de la región y refleja tanto su modernización acelerada como su globalización.
Sociedades con desigualdades lacerantes, pobreza intensa y mucha concentración de renta y poder son «naturalmente» explosivas y siempre se mostrarán sensibles a gobiernos que emitan señales de «voluntad», «determinación» y «disposición para el reconocimiento». La propia disputa electoral —que se estabilizó en la inmensa mayoría del continente durante las últimas décadas— impulsa la ascensión de movimientos más populares, incluso porque exige la integración de las masas. En América Latina, además, debemos considerar también los efectos negativos de las políticas «market oriented» seguidas por muchos gobiernos. El énfasis en el ajuste fiscal, en la estabilidad monetaria y en la reforma del aparato administrativo estatal como camino para la mejoría de las condiciones de vida no se reveló productivo. Al combinarse con una modernización frenética y con bajo crecimiento económico, tal énfasis prolongó y agravó la pobreza, devastando las estructuras sociales y abriendo paso al resentimiento social y a la indiferencia en relación a las instituciones políticas y a la democracia representativa.
En muchos países se sienten los síntomas de una crisis dinámica, que refleja la quiebra del sistema político tradicional, la baja efectividad de la democracia y el cansancio de los ciudadanos con los partidos y la clase política. Aun así, muchos gobiernos siguen políticas públicas moderadas y actúan más para «administar el sistema» que para modificarlo. Pocos son contrarios a una mayor integración de las economías y de los mercados capitalistas de la región. En Chile, Michelle Bachelet se apoya en dos partidos tradicionalmente antagónicos, el Socialista y el Demócrata-Cristiano, para dar continuidad a políticas de disminución de la pobreza sin cuestionar el Estado liberal. En Bolivia, Evo Morales afronta una situación de ingobernabilidad histórica y de afirmación étnica intensa, actuando mediante compromisos con movimientos indígenas importantes, que le dan sustento. La fuerza demostrada por López Obrador en México también tiene que ver con ese cuadro de crisis y cansancio. La dinámica continental ya no es la de la manipulación del pueblo por políticos tradicionales, sino la de una nueva identificación entre los pobres y el voto.
No es posible simplemente catalogar estas experiencias como «buenas» o «malas», de izquierda o populistas.
La idea de reforma y de cambio no es la que mejor califica a la izquierda. Ni siquiera la disposición para hostigar al «sistema» sirve para dintinguirla de la derecha. Aquello que importa es saber cómo se llega al final, es decir, qué proyecto de sociedad se tiene en mente y con qué fuerzas sociales se piensa concretarlo. Es preciso ver si la actuación más o menos reformadora de los gobiernos implicará la creación de nuevos y mejores incentivos a la democratización y, sobre todo, al aumento de posibilidades de avance en términos de «emancipación social».
La victoria de candidatos más progresistas no siempre es acompañada de una mayor probabilidad de que se cumplan las promesas de cambio y de justicia social. Es grande el riesgo de que programas de reforma sean bloqueados y después abandonados. Muchos gobiernos vistos como de «izquierdas» son ambiguos y adoptan discursos y procedimientos que poco tienen que ver con orientaciones de izquierda. La «Constitución Bolivariana» de Chávez no se proclama anticapitalista. El presidente Lula no se cansa de declarar que no es de izquierdas y su gobierno no se destaca por acciones sociales llamativas, ni se empeñó en reformar el Estado, el sistema político o la administración pública, reiterando, al contrario, todas las «tradiciones» brasileñas.
Gobiernos reformadores que no se preocupan por la construcción de instituciones democráticas que articulen representación y participación tenderán a inmovilizarse con el pasar del tiempo y a derivar hacia crisis políticas más o menos intensas. Las propias sociedades latinoamericanas —que son dinámicas y complejas, y no solamente pobres— no avanzarán sin Estados administrativos reformados y sin sistemas políticos bien estructurados, incluso porque están hoy inmersas en una grave crisis de subjetividad, o sea, sin sujetos políticos capaces de hacer que los dilemas sociales se conviertan en agenda política.
Siempre será el caso, por lo tanto, de evaluar en qué medida elecciones y procesos electorales están contribuyendo a que ese cuadro se altere en sentido positivo.
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Publicado originalmente en Gramsci e o Brasil / La Insignia
Traducción del portugués: Marcos Taracido
2006-07-04 18:37
Muy acertado el comentario, porque en México, si bien es cierto que el PRD ha mostrado en algunos casos una posición beligerante ante la desregulación, por otro, muchos de sus cuadros dirigentes son producto del oportunismo político, pero no de una ferrea convicción ideológica “izquierdista”. Ni siquiera podemos hablar de reformismo, al contrario, las gubernaturas conquistadas por el PRD se han logrado gracias a priistas, que como tales se beneficiaron de prácticas como el amiguismo y el dedazo, pero que cuando éste ya no les beneficio, simplemente tomaron por asalto al PRD, e incluso al PAN.
Este tipo de prácticas en nada beneficia la estructura de Partidos en México. Es necesario poner un coto a este tipo de prácticas de oportunismo político, que da nacimiento a un nuevo especimen de la política, como es el mercenario de la política yq ue como tal no puede tener un compromiso con la verdadera transformación de la realidad nacional.
El caso del Distrito Federal muestra que precisamente el pensamiento de izquierda fue hecho a un lado y el quehacer gubernamental sirvió como coadyuvante del Gobierno Federal Panista para ahondar la miseria y la pobreza.
Esto no lo pueden negar los gobernantes del PRD. Un claro ejemplo fue el incremento de la explotación sexual infantil, la prostitución de todo tipo y el aumento de la pornografia en la ciudad de México. Hechos que nada tienen que ver con el pensamiento intrinseco de la izquierda.