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Antonio Gamoneda: un premio milagroso

Álvaro Ojeda

Todo se pierde en el espacio puro
en el combate de las aguas y
las láminas terribles. Se apodera
la física, orquestal naturaleza
del espacio interior; ya no recuerdas.

Versos de Antonio Gamoneda, reciente Premio Reina Sofía. Un golpe en la cara de la poesía entendida como denuncia social, como expresión sublime de sentimientos, como descripción automática de un algo superior. No obstante, poesía de algo superior: el hallazgo, la fortuna de la subjetividad hecha palabra, de la mirada sutil sobre el mundo.

Versos de Antonio Gamoneda, poeta nacido en Oviedo en 1931, que ha vivido en León desde 1934 y que ha incorporado el paisaje reseco del centro de España a una imagen más amplia, de sequedad del mundo y de la historia y de la luz. Poeta que ha dirigido la fundación Sierra-Pambley, creada en 1887 como continuación de la ya mítica Institución Libre de Enseñanza, que tanto tuvo que ver con la mejor poesía española del siglo XX.

Antonio Gamoneda, poeta de vasta obra iniciada con Sublevación inmóvil, Premio Adonais en 1961; Descripción de la mentira de 1977; el inquietante Blues castellano (1961-1966) publicado en 1982; Edad (1947-1986) una suerte de poesía reunida que publicó Cátedra y en 2003 Arden las pérdidas, editada por Tusquets y todo esto como se suele decir, a beneficio de inventario. Produjo además, tres libros en prosa entre los que se destaca el singular Libro de los venenos, editado por Siruela en 1995 y un volumen de ensayos, El cuerpo de los símbolos, de 1997.

El joven poeta escribía por 1953, todavía influido por el Machado de Campos de Castilla, pero con una enunciación propia este arte poética casi lindante con el surrealismo más desesperado:

Un perro milagroso
come en mi corazón.
Ceremonia salvaje:
mi dolor se incorpora
al perro enamorado.

Un dato de lo que vendrá, la fusión inevitable con la naturaleza como consuelo oscuro primero, como aparición luminosa después, como sombra ambiguamente hospitalaria, finalmente. Así algunos elementos se harán presencia, la posguerra civil con su madre como aliento y como metáfora de la naturaleza que parece un heraldo de algo que se atisba:

Cuando yo tenía catorce años
me hacían trabajar hasta muy tarde
cuando llegaba a casa, me cogía
la cabeza mi madre entre sus manos
(...)Veinte años
He sido escarnecido y olvidado
Ya no comprendo la noche
ni el canto de los muchachos sobre las praderas
y, sin embargo, sé
que algo más grande y más real que yo
hay en mí, va en mis huesos
Tierra incansable
firma
la paz que sabes.
Danos
nuestra existencia
a nosotros mismos.

Posteriormente y de manera casi inevitable, el poeta derivará hacia textos contemplativos como sus «Geórgicas», publicadas en Libro del frío en 1992. Poesía de asunto pastoril renacentista, sí, pero tamizada por el duelo del que descubre la oscuridad en el centro de la vida, el destierro en el paisaje: bajo las águilas silenciosas, la inmensidad carece de significado(...) un bosque se abre en la memoria y el olor a resina es útil/vi las esferas del sudor y los insectos en la dulzura/luego, el crepúsculo en sus ojos/después, el cardo hirviendo ante el centeno y la
fatiga de los/pájaros perseguidos por la luz.Gamoneda desacraliza la tarea poética sin duda, pero desde la inutilidad de otra explicación que no sea una fuerte paradoja: en el centro de la luz está la noche y la comprensión de este hecho no sólo lo ha desgarrado desde su
infancia, sino que le ha dejado fuera de modas, corrientes o recursos de estilo. Ha practicado el soneto con acierto pero a la vez ha olvidado la rima y se ha convertido en una especie de ambiguo hacedor de significados en palabras tan connotadas ya como nieve, pájaro o luz, con una libertad que la poesía española, fatalmente atada a un pasado de gloria, no ha sabido frecuentar, con la excepción de Leopoldo María Panero, Carlos Barral o Jaime Gil de
Biedma.

Ante la inconsistencia de toda explicación, incluso la del bello paisaje y su verdad emocionante, sólo queda la luminosa aceptación de una ira acotada, que se sabe un grito solitario entre el vértigo de otros gritos que no son ira, son estruendo y estupidez.
En 2003 escribe:

¿Quién viene
dando gritos, anuncia
aquel verano, enciende
lámparas negras, silba
en la pureza azul de los cuchillos?

Gamoneda parece decir de la inevitable sensación de hastío que envuelve a esta porción de historia que sucede, por eso encuentra la llave perdida, acto inútil como él mismo señala, en una extraña forma de luminosidad vacía, de luz que se arroja sobre un paisaje que nadie descifrará. Y lo hace en unos versos imponentes de Pasión de la mirada (1963-1970) donde la comprensión final de la vida lleva al luto más blanco:

habla en dura quietud; habla en la nieva
la geografía del final es blanca.

Es de esperar que aunque más no sea por novelería o por cálculo comercial, algo de la obra de Antonio Gamoneda asome entre los estantes de auto ayuda infinita o historia revisitada, en los que nos hundimos a diario en las librerías.

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Publicado originalmente en Semanario Brecha, Montevideo, Uruguay, 2/6/2006

Ver también en LdN:

ojeda | 10 de junio de 2006

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