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¿El principio del fin? Internet y mecenazgo

Marcos Taracido

El 90% —¿99%?— de la internet está constituida por páginas personales, ajenas a cualquier ánimo de lucro, individuos que publican sus contenidos en la red con fines del todo altruístas. Esta palabra no es inocente: el «altruismo» es, según el DRAE, diligencia en procurar el bien ajeno aun a costa del propio.Y económicamente eso es exactamente lo que sucede en la internet: gente que publica contenidos que ayudan a crear una inmensa e inigualable biblioteca accesible a todo el mundo a costa de su propio esfuerzo y dinero.

Sobre la perversión de este sistema ya escribieron otros: usted ofrece información a los demás, invirtiendo gratuitamente su tiempo y dando para ello su dinero a empresas de hosting y a proveedores de servicios, que siguen increpementando sus arcas cuando los usuarios de la red acceden a los contenidos que usted ha publicado. Vamos, que es como si El país, por ejemplo, fuese elaborado desde la primera hasta la última página con el esfuerzo y el dinero de sus trabajadores , fuese comprado por los lectores, y todo el dinero se lo quedase Polanco. En este sentido, el boom de las bitácoras y los cientos de miles de usuarios que con ellas han accedido a la red y han contribuido a acrecentar la avalancha de contenidos y, por lo tanto, el crecimiento cultural de la internet, repercute directamente en los bolsillos de los grandes proveedores de servicios, y en nadie más.

¿No se sienten estúpidos?

Sinceramente, yo sí, y al parecer un malestar general comienza a extenderse como una gangrena. Hablo sobre todo de aquellos sitios web que ejercen un servicio público evidente y que han crecido tanto que son incapaces de afrontar los gastos que su éxito genera: pagar más espacio al servidor de hosting, más tasa de transferencia y dedicar más tiempo a mantener el sitio. Y hacerlo por amor al arte. La publicidad no es la solución: mientras los grandes grupos sólo pagan por aparecer en los grandes Medios, los recursos del tipo Google Adsense y similares, basados en conseguir una ínfima cantidad por cada click sobre un banner más o menos molesto, no parecen dar resultados significativos en ningún caso, más allá de propinas irrisorias. Y aunque ya desde hace años se viene produciendo, últimamente son muchas las páginas que piden ayuda a sus lectores para poder mantenerse. La Insignia lo hacía hace no mucho, con la amenaza real de tener que cerrar la página si no recibía donativos suficientes para pagar los múltiples gastos que tienen que afrontar; Almendrón, el magnífico sitio sobre arte, cultura y política, se muere de éxito: si no recibe ayuda de inmediato se verá obligada a abandonar la publicación de contenidos. Son ejemplos de dos páginas necesarias que se ven en la encrucijada de continuar o no publicando a costa de seguir regalando su tiempo y su dinero. De hecho, de conseguirse esas aportaciones económicas —algo más que dudoso— en su mayor parte vendrán de quién de un modo u otro ya está colaborando con la publicación: lectores asiduos y participativos, familiares y colaboradores directos (articulistas, proporcionadores de información, etc). Vemos entonces que el ejercicio semiprofesional cuando menos de publicar contenidos en la red se ve sujeto al mecanismo de las empresas infantiles: el niño quiere hacerse un Kart y pide dinero a sus padres, a sus tíos, a sus amigos. Nadie paga en la internet. Y simplemente esto es fruto de la tendencia general y seminal de la red de redes: una comunidad que nace del esfuerzo unido de cientos, miles de personas que se apoyan, se prestan, se regalan recursos, programas y tiempo. Donde todo puede conseguirse gratuitamente, ¿quién paga? No dudamos en pagar el precio de un periódico cada día, pero no nos planteamos siquiera hacer lo mismo por cualquier contenido publicado en internet y al que recurrimos diariamente.

Quizás el recurso, la única solución posible y residual, sea el mecenazgo: . Conseguir que alguien, desinteresadamente, sufrague los gastos de un sitio sin esperar grandes beneficios, sino porque crea en la labor que llevan a cabo. El patrocinio depende del éxito: te apoyo siempre y cuando obtenga ganancias de ello. El mecenazgo no. El problema de esta fórmula es que necesita de una clase acomodada y potente económica y, sobre todo, culturalmente; necesita un desarrollo intelectual elevado que genere mecenas convencidos de la necesidad de estos contenidos alternativos. Inexistente ya la nobleza culta y amante del buen arte, y con un perfil de internauta que no parece dispuesto a adular sin medida a su mecenas, parece que habrá que esperar un poco a que el país —los países— crezca o madure en sus clases intelectuales y adineradas. O cerrar. O seguir sintiéndose maravillosamente estúpidos.

Marcos Taracido | 05 de mayo de 2004

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