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Yahvé, delantero centro

Marcos Taracido

Minuto ochenta y siete de partido; el linier levanta la bandera y el árbitro concede el cambio. Mientras un jugador se retira hacia el banquillo, otro espera en la línea de banda para entrar en el campo, y justo antes de hacerlo mira al cielo y dibuja la señal de la cruz sobre su cara, mumura una oración y, ya corriendo hacia su posición, besa el cristo que cuelga de su cuello. ¿Qué significa todo este ceremonial?
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Podrán darse decenas de explicaciones más o menos teológico-antropológicas, pero la conclusión es una: le pide a Dios que le ayude, que le dé suerte, que le evite lesiones, que le haga triunfar, que le ayude a meter el gol de la victoria o a salvar uno en su propia portería. El problema es que las mismas peticiones las hicieron otros muchos jugadores, del equipo propio y del contrario, y las preguntas surgen inevitablemente: ¿se mete Dios en estas cosas? ¿toma partido por uno u otro equipo?Y lo que es más grave: ¿qué dice la Iglesia de todo esto? Nada, porque la superstición es su mejor aliado, y la síntesis fútbol-religión, una redundancia, es de las más fructíferas y afianzadas alianzas que le ha dado al clero el siglo XX. Es práctica común que todo equipo ofrezca la copa ganada en los torneos a la Virgen: antiguamente se ofrecían partes del venado recién cazado a los totems de la tribu, como reconocimiento por la ayuda recibida en la caza y como regalo para que continúe ayudándolos. Pura prevaricación divina. Un entrenador promete a la Virgen hacer de rodillas el camino de Santiago si gana un partido su equipo. Ante la victoria, ¿no debiera impugnar el partido el equipo contrario por haber recibido el ganador ayuda del exterior? Pues la Iglesia debe opinar que así es, pues no se le escucha jamás censurar prácticas de sus fieles que tienen poco o nada que ver con el espíritu cristiano. Pero la superstición es un arma demasiado fuerte como para renunciar a su uso.

En cualquier caso, todos estos son ejemplos respetables: son decisiones individuales o de empresas privadas. Más serio y preocupante es que la selección nacional de fútbol, en su viaje a Portugal para jugar la Eurocopa, haga escala en Santiago de Compostela para pedirle al Santo que les ayude a ganar. Las imágenes del equipo en pleno abrazándose al Totem santiagués son propias de un documental sobre tribus africanas perdidas en el tiempo, o si sucediesen en, digamos, Siria o Irak, serían mostradas como ejemplo de religión fanática e incivilizada. Aquí no, aquí se muestran las imágens en las televisiones y se narra la hazaña en los periódicos, sin atisvo de crítica. Y el Dean apela a la furia española y bendice a los jugadores: quizás la victoria final se dilucide por la cantidad o calidad del agua bendita vertida sobre los distintos equipos. En cualquier caso, ¿qué hace una Selección Nacional visitando oficialmente a un Santo en una iglesia católica en un Estado cuya Constitución afirma la laicidad de la nación?

El gobierno Zapatero no parece aplicar a este tema la misma prisa que a otros. La religión sigue, por lo que se ve, siendo un tabú que difícilmente se toca en este país. Las medidas que con urgencia ha tomada hasta hoy el Gobierno han sido, en mi opinión, loables, pero también fáciles: gozaban del beneplácito popular. Pero, salvo la paralización de la aplicación de la LOCE, medida general que engloba en su interior un freno —freno, no erradicación— a la expansión de la religión en las escuelas, no parece que el Gobierno vaya a afrontar el reto de cumplir la Consitución y convertir a España en un país verdaderamente laico. Ni una sola manifestación al respecto; ni una sóla insinuación: demasiado miedo, demasiado poder el de la Iglesia. En los dos meses y medio de Gobierno socialista se han tenido al menos dos claras ocasiones de, sino empezar a cambiar las cosas, al menos sí de empezar a mostrar una nueva actitud al respecto, un nuevo talante laico: primero, la toma de posesión de los ministros y del presidente se produjo en presencia notoria y palpable de un crucifijo y una biblia, sin que ni uno sólo de ellos mostrase ni veladamente su desacuerdo, ni antes ni después de la ceremonia. Después, la boda del príncipe: católica y no civil, como se exigiría en un matrimonio de los futuros Jefes de un Estado laico y no católico.

«El deporte es una tabla de salvación para los jóvenes y un ejemplo en su camino a la madurez. Somos conscientes de la influencia que ejercemos sobre ellos y por eso te pedimos a ti tu inspiración divina. Y por último, Apóstol Santiago, no seríamos sinceros si no os pidiésemos que nos apartéis en todo momento de las lesiones, que nos infundáis valor en los momentos de desánimo y que si puede ser nos hagáis acreedores de la victoria. Pero por encima de todo, la paz para todos. A vuestra protección nos confiamos» Palabras del entrenador de la selección española, repetidas en todos los Medios y recibidas con absoluta normalidad. Huelgan los comentarios. Sólo una petición: que cada cuál en su casa rece al santo que más aprecie, que acuda con su familia a los templos que prefiera, que eduque a sus hijos en la moral &mdashdemocrática— que considere conveniente, pero de una vez por todas empecemos a separar religión y Estado, definitiva, efectiva y constitucionalmente, dejemos las ofrendas oficiales para los libros de historia, retiremos los totems de los lugares y las ceremonias oficiales y respetemos así los derechos de todos: no me importa demasiado el fútbol, pero la selección española representa a todos los españoles, católicos y musulmanes, judíos y evangelistas, creyentes y ateos. Que se demuestre.

Marcos Taracido | 08 de junio de 2004

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