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Jesús Salamanca Alonso
Durante el año 2005 se cumplen setenta y tres años de un amplio debate en la prensa vallisoletana: el tema religioso. Los diarios de Valladolid iniciaron el año 1932 con titulares sobre los sucesos políticos más llamativos del momento. DIARIO REGIONAL, además, dedicó un amplio espacio a la Carta Pastoral Colectiva que el Episcopado español dirigió a los fieles consignando las normas que debían regular la conducta de los mismos en el futuro y respecto a aquellos órdenes de cosas en que la legislación del nuevo Estado laico afectaba a los derechos de la Iglesia, de la familia y de las Órdenes religiosas.
Los gobernantes vallisoletanos consideraban apremiante, y sin dilación alguna, la necesidad de ejecutar el contenido de sus programas. La minoría radical-socialista del Consistorio vallisoletano propuso una moción consistente en que el Ayuntamiento enviara un escrito al Presidente del Gobierno para que no se demorase un momento más de lo necesario el cumplimiento de la Constitución y de las leyes votadas en el Parlamento, venciendo todo tipo de resistencias.
La citada minoría, compuesta por Enrique Pons, Santiago Vega, Juan Moreno, Eugenio Curiel y Valerio Vega, justificaba la moción al estimar que debía tener estado oficial el hecho innegable de cierto descontento en las clases populares. Tal moción, que había sido aprobada, era un aviso cordial al Gobierno para que diera “al pueblo la mayor satisfacción”.
No hubiera sido preciso ese “aviso cordial” de los radical-socialistas vallisoletanos, puesto que el Gobierno iría dando puntual aplicación a sus proyectos. Era evidente que las soluciones que la República pretendía dar al tema religioso tenían claras repercusiones educativas. La polémica que subyacía y que estaba latente desde mucho tiempo antes albergaba una doble vertiente: la de quienes defendían una enseñanza laica y la de quienes pretendían continuar con una enseñanza confesional.
Sin duda, la enseñanza era un importante “caballo de batalla” y las actuaciones sucesivas serían fieles al programa que en el nuevo ideario se habían trazado. EL NORTE DE CASTILLA, bien avanzado el año 1932 y haciéndose eco de las manifestaciones de Manuel Azaña —en el teatro Pereda de Santander— sobre la Ley de Confesiones y Congregaciones religiosas que se aprobaría en junio de 1933, constató con su acostumbrada fidelidad a la noticia: “Ya sé que promoverá ruido y que se dirá de ella que es un ataque a la convivencia religiosa, pero el artículo veintiséis de la Constitución nos habla de la República laica y, además de la disolución de la Compañía de Jesús, nos impone otras obligaciones en especial en materia de enseñanza”.
Manuel Azaña no estaba dispuesto a ceder un ápice en el cumplimiento de ese proyecto constitucional e iba más lejos sabiendo la reacción que provocaría: “Yo no rechazo el calificativo de sectario. Todos somos algo sectarios. En la política es donde hay que dar a algunas cuestiones la hechura de flecha angular y penetrante, darle valor sin desvirtuar la labor gubernamental”.
Muestras de esa decisión ya había dado Rodolfo Llopis, desde la Dirección General de Primera enseñanza, en una circular de enero de 1932, al incidir en que la escuela —por imperativo constitucional— debía de ser laica y ”...por tanto, no ostentará signo alguno que implique confesionalidad”.
Esa misma idea fue ratificada por el Gobernador civil de Valladolid (José Guardiola Ortiz), en el boletín de la provincia. EL NORTE DE CASTILLA, en su página segunda, publicó tal contenido. Guardiola Ortiz recordaba a los habitantes de la provincia que la enseñanza era laica. Además, recomendaba a todos los alcaldes que se abstuvieran de dirigir requerimientos a los maestros públicos para que en sus escuelas pusieran signo religioso de cualquier clase.
Consecuencia de ello fue la retirada del crucifijo de las aulas y, consiguientemente, el excesivo desagrado motivado en amplios sectores de la provincia. Valladolid fue testigo de numerosas alteraciones en demanda de la reposición del crucifijo y de la enseñanza religiosa en las escuelas nacionales, tanto en la capital como en muchos pueblos de la provincia. Incluso se celebraron numerosos actos organizados por la Asociación Católica de Padres de Familia, en la Casa Social Católica, y, por la Federación de Estudiantes Católicos, en el teatro Calderón.
En mi correspondencia personal con un maestro nacional que permaneció oculto durante veintidós años tras los sucesos de 1936, consta que los maestros, unos y otros, tanto los de izquierdas como los de derechas, no podían negarse a cumplir las órdenes que recibían del Ministerio. Es más, la mayoría de los maestros conocían perfectamente los pueblos cuyas escuelas regentaban y, a pesar de verse muchas veces “entre la espada y la pared”, supieron conducirse con mucha cautela y los máximos respetos para evitar situaciones desagradables con el vecindario. Sin embargo, no faltaron situaciones llamativas. En muchos pueblos, mientras nadie osara tocar el crucifijo todo marchaba bien: en cada escuela un crucifijo, una paz sin hendiduras y todos tan conformes; pero si el mismo era retirado, nada más lejos que el día siguiente al de su desaparición, irrumpían en la escuela cuarenta, cincuenta, sesenta crucifijos,... tantos como niños asistieran a las clases.
Siempre será una incógnita conocer lo acontecido si la Dirección General de Primera enseñanza, en vez de ordenar la supresión de los símbolos religiosos de la escuela, lo hubiera dejado a criterio del pueblo y retirarlos allí donde lo solicitaran. Seguramente se hubiera respetado la voluntad popular y, a la vez, evitado enconadas protestas. Pero ese no era el “camino” para ver realizados los programas gubernamentales. Sin embargo, no faltaron intentos de aplicar esa voluntad popular, como en Villacid de Campos, donde el pueblo manifestó por escrito a los maestros el deseo de que en la escuela se enseñara la doctrina, ya que “sólo cinco padres, en un pueblo de ciento sesenta vecinos, manifestaron que no lo querían…”, tal y como reseñaba el diario vallisoletano EL NORTE DE CASTILLA. Pero ello no era posible: la supresión del crucifijo únicamente era el signo externo de una actuación, una filosofía y un pensamiento que ya recogía la Constitución.